LA CRONICA

Dejar atrás febrero en Montparnasse

Julio Cortázar sostenía entre sus dedos larguísimos y ecuánimes, el pequeño reloj de arena. Las blancas cortinas rozaban el cristal de las ventanas al compás del airecillo de invierno en París que las inflaba levemente…, sólo de a ratos dejaban ver la reja del balcón y un trozo de la ciudad gris afuera. Las partículas caían con lentitud y el tiempo efímero demoraba.  De súbito, casi como en escapada, la lluvia de polvo apuró su languidecer y terminó, pero él no se inmutó, no invirtió el vacío, no le pareció que en ello le fuera la vida si ya no vivía ¿o tal vez sí? Era ocre y húmeda la luz que penetraba por los resquicios de las puertas y las ventanas cerradas. Nadie podría reconocerlo, se dijo. Siempre se figuró a sí mismo menos sombrío, menos grave, con una talla desmesurada para su ingenuidad de azules desteñidos, sus afanes inquietos y predisposición jubilosa, llena de fantasías. Sus ojos transparentes miraban lánguidamente, con fuerza apacible bajo una frente estrecha que no podía insinuar el cosmos a su abrigo.

Ahora admitía que sus clases, traducciones, escrituras y toda su vida anterior habían tenido otro sentido, no un sin sentido o sin sentidos, pero sí un sentido extraño al de hoy, había estado ausente del espacio develado, consciente de las existencias dolidas pero inerte, en un ámbito entrañable que había que cambiar con todos los fuegos y el fuego, también el de las ruinas y santuarios. El fuego disminuye o privilegia, desaira o enaltece. Fue como dejándose arrastrar por esa euforia constante, perturbadora, colectiva. Había sido como una iluminación. Su ardor cotidiano y fabulaciones comenzaron a ser románticos en el territorio de los dioses desconocidos; sumergidos en la meditación de la nada, del cero matemático, adoradores del sol, la luna, las araucarias, las aguas, los delirios del sacrificio, los imanes, la energía, las piedras en el camino vertical y concéntrico del pasado. Él no era uno solo, lo habitaban varias probables variaciones de la inocencia en universos inagotables.  La vida le descubrió otros individuos dentro de sí y orbes infinitos en dialécticas espirales al futuro, tal vez el destino fue llevándolos a la confluencia y para que fueran en definitiva uno solo y tantos, no podían faltar los anteriores. Podría al mismo tiempo ser el otro, vivir como él, escribir como él, ciego y viejo referente admirado, de cuerpo, rostro y manos borgianas, consumidas en el tanteo al final.

Como un intruso, tras dejar atrás febrero en Montparnasse, él mismo se había deslizado subrepticiamente en el recinto cálido de su intimidad. Intentaba al oscurecer aprehender cualquier indicio que le fuera dado, un tramo de vía férrea acompañada de estatuas, un adiós a una gota,  una trompeta silenciosa, la nicotina en la punta de los dedos y los dientes, las escrituras de pájaros y bandadas de palabras, objetos inverosímiles como escarabajos petrificados, tangos  y  frialdad en la sábana que una vez los arropó, la sombra del sillón en la tarde, nocturnas caminatas de los puentes a las piedras y al farol, los viejos carteles de una obra que  no se reponía en los teatros, las escaleras, los peldaños. Escudriñaba con frenesí en los gaveteros, paladeaba los olores de la habitación, los rumores de las cosas y de su pensamiento, llenándose…buscaba enfebrecido el pasado en la cámara fotográfica de Carol Dunlop que permanecía allí y en su corazón a pesar de su viaje a un tiempo antiguo. Con absoluto descuido él se había desvanecido en brazos de Aurora Bernárdez, decidido a reencontrarse en otra galaxia con Carol, y después mientras Ugné Karvelis dictaba con resonancias lituanas las promociones de sus obras,  se le hacía imposible faltar a las citas memoriosas, asistía enfundado en la mítica irremplazable de su ausencia, con su infaltable abrigo negro y su voz de erres maltrechas al viento, en el minuto preciso cuando llegaban los invitados y él, como uno más, miraba a todos lados con el rabillo del ojo entre consternado  y divertido.

Arrastró hacía sí la butaca y se dejó caer, si eso era posible, a la nada.  Luego, reclinado en la comodidad, reparó en la pequeña pieza de arte en cuyo interior las arenas medían, retrasaban o apuraban los instantes. La sala de paredes lisas y suelo entablado, permanecía casi a oscuras y la noche era de barro mientras llovía. Se incorporó despacio. A la luz tenue de una lamparita de brazo alargado, observó la máquina de escribir en que continuaría siempre novelando sus figuras, algunas de las infinitas dimensiones probables y simultáneas de la rara y maravillosa experiencia del vivir, a pesar de las admoniciones de muchos y los reparos de otros  sobre aquella portentosa y útil rareza, primigenia y portátil Remington, Underwod o sabe Dios qué, sobre cuyo teclado fulguraban iluminaciones verdes y revoloteaban mariposas, o tal vez gaviotas si el viaje era marítimo. Luego se decidió a su faena porque las ideas convertidas en obsesión reclamaban el sosiego de fluir, despeñarse de una buena vez en torrente… pulsó rápido los tipos y escuchó entre los mecanismos, un susurro de risas y voces, imaginó las leves sonrisas con que el protagonista de la historia burló el rigor de los entrenamientos, suspicacia que le valió planchas disciplinarias como correctivo pueril.

El escritor tenía conciencia de ser imaginado en las cuartillas, imperfecta búsqueda de la perfección, insinuado en el roce de la memoria, ajeno al goce de la percepción, sombra definitiva. Todo estaba terminando para él o quizás ya todo habría acabado, lo presagió: espectro que de pronto podría desaparecer en mitad de una frase en La Habana. Todo era real. La lámpara, la máquina de escribir, el pisapapeles de cristal, la desmesura en el amparo de algunas de sus narraciones, la nostalgia por el boxeo de esquives y habilidades  casi perdido y añorado como una  antigüedad; la noche y el reloj de arena, el gato, el jazz de sus ansias, y la ternura de su inspiración en el fragor bullicioso del Café Old Navy del Boulevard de Saint Germain donde solía escribir sin respiro; pero él, siendo el mismo, había cambiado desde la convulsión, ya no podría hacerse a las esquinas, se había lanzado al centro del torbellino, a la cuartilla en blanco, subido al tren miraba por detrás de los espejos en medio del incendio y se apartaba de Jorge Luis Borges. La isla de los asombros lo abarcó en el abrazo. Fue una revelación del gran vacío político, de la inutilidad política en él, en el de antes, no en esta metáfora de ahora, aguda y generosa, de innumerables vehemencias por un mundo más natural, por una humanidad más humana, fervores que aún reconocía pálidos frente a otros validados bajo el fuego. Imaginaba su existencia en el hombre de agónico respirar y convulso aventurarse vapuleado por el oleaje o la ferocidad de las balas. Él que era un argentino nacido en Bruselas, crecido en el suburbio bonaerense de Banfield y caminante en París, dormía entonces, levitaba en mundos diferentes, paralelos. Después, sus palabras reunidas vislumbraban admiradas a su compatriota Ernesto, mientras absorbía la impaciencia y palpitaba en él, cambiado a su influjo, y tecleó, tecleó primorosa y frenéticamente…

Para el escritor que olvidó el tiempo, obsesionado con la descripción del héroe, el argentino hermano a quien nunca vio,  se afirmaba como rotunda y superior novedad del ser limpio y bueno, temido por la muerte, volcado a los demás, exquisito en la insensatez,  temerario en ideales,  creador de revoluciones nobles y audaces; ideal  frágil en la realidad de las heridas: viviente a pesar  de su cuerpo blando y céreo  e insensible al frescor de las aguas en la lavandería… el hilillo tinto borboteando de los agujeros, llevándose en lentos espasmos la memoria y los versos de  Baudelaire, de las Flores del mal al “albatros que sus grandes alas blancas arrastra tristemente como dos remos rotos sobre la embarcación”, el violáceo surtidor descuajando  pálpitos, clavando la mirada en un punto fijo, tal vez en el último río vadeado, en la caricia a una mujer, en el cielo de Valle Grande o el techo de la escuela endeble; el pensamiento fijo en otro Comandante, jefe de la expedición a la aventura de los siglos contra las corrientes del golfo y las tempestades del Norte.

Cortázar detuvo sus dedos sobre los mecanismos de la caja de escribir. El frío se instaló en sus tobillos, en sus huesos desnudos. Reclinó la espalda en la butaca y encendió la pipa desbordada de picadura. Los sahumerios condensaron el aroma vegetal en el aire. Antes había recreado los recuerdos del médico en el combate de Alegría de Pío cuando herido y sin salida, recordó un viejo cuento de Jack London donde el protagonista se decidía a acabar con dignidad su vida; pero en este instante fuera de los segundos, los minutos y las horas, se preguntaba si sería posible concebir su intensidad excepcional, conjeturar la culminación de ese carácter moldeado en el mejoramiento por una voluntad tenaz, fantasear su estirpe.  Podría soñarlo y nunca estaría ahí de cuerpo entero, tal de impecable, hermoso e íntegro, hombre nuevo y preámbulo de un cadáver florecido en las cavidades: los ojos, la boca, la caja toráxica…

Con la espalda recta y la vista en el papel del rodillo, volteó el reloj de arena sobre la mesa. Mirando el transcurrir de las minúsculas partículas saladas, cadenciosamente regular, fino cauce del tiempo que discurría, se dijo: “lo impensable es posible”. Inmerso en una vida tumultuosa y comprometida, viviendo las revoluciones necesarias como giro y renuevo auténtico de la realidad y los mundos de su literatura, el aliento de escribir sublimó en sí el deleite por los vocablos, los significados de las cadencias, las remembranzas y las asociaciones poéticas. Sintió la humedad ¿estaría al borde de las dimensiones? El otro permanecía en la ausencia y de algún modo él también se quedaría perenne en esa criatura quijotesca, en ese polvo cósmico. Alguna vez le tomó la voz y siguió su sombra, como ambos en uno, como todos los probables seres que los vivían en una sola existencia. Podría sucederles como al soñado de los círculos en ruinas, invulnerable al fuego y humillado, pero a ellos les ardía la piel, confirmación ineludible de su tangibilidad, del porte físico de su presencia. La palabra era un destello y aún pensados, soñados por sí mismos en la indagación continua y estricta de lo alcanzable en altruismos y rigores, eran estructuralmente corpóreos. No había solemnidad en sus huesos y en sus carnes. No ascendía en lengüetas voraces, la hoguera que les quemaba a los dos, a los tantos, a las muchedumbres. Ellos ponían a prueba de exaltación y hastío sus esperanzas, a prueba de ráfaga, al quemante olor mineral del estampido, del disparo, mientras detrás de la noche seguían la estrella elegida.

La claridad seducía a los espacios. El que escribía lo hacía sin desdeñar el delirio, mientras la cinta magnetofónica giraba en silencio al final de las grabaciones y las arenas. De súbito decidió salir a la calle, pero sin regresar a febrero en Montparnasse. Cuando volvió a su habitación ya no le fue posible reencontrarse. Julio Cortázar era un hombre de cabellos blancos que nunca se había movido de Buenos Aires.

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Katiuska Blanco Castiñeira
Katiuska Blanco Castiñeira (La Habana, 1964). Periodista y ensayista. Fue corresponsal de guerra en Angola y redactora del diario Granma durante más de diez años. Es autora de libros como Ángel, la raíz gallega de Fidel, Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, y Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz.

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