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Reinaldo Cedeño, un Quijote a pleno sol

Para los libros impresos no hay antivirus. Uno debe escoger bien qué título nuevo lleva a casa, porque se puede topar con libros-trampa, textos de apariencia muy delgada, anoréxica casi, que tienen dentro de sí un universo inabarcable y adictivo que se derrama, cuajado de visiones y sugerencias, del formato físico que parecía encerrarlos.

Especie de trampa-hoyos que, en la lectura, nos hacen caer sin remedio. Son, para decirlo con los ejemplos más grandes que conozco, como El pequeño Príncipe, que lleva mucho de lo segundo, príncipe, ¡pero de pequeño… nada!, y Pedro Páramo, que en algo más de cien páginas, según la edición, nos sumerge en un laberinto de luces sin fin que no cesa de encandilarnos hasta el día en que hallamos, en Comala, nuestra propia tumba.

Salvando la distancia en letras, una sensación semejante me produjo Ser periodista, ser Quijote, el libro de apenas 75 páginas de Reinaldo Cedeño Pineda que pensé terminar en una mañana y desde entonces no me suelta, porque lo más apasionante que deja es cuanto sigue diciendo de la página 76 en adelante.

Así como es él, su libro: sin prólogo, sin aviso, sin anestésico alguno, para que el lector sienta de veras la intensidad (a menudo dolorosa) de la profesión que abrazamos. El autor comienza a abrir el telón de su pecho desde su título de graduado, en tiempos en que «un bombillo encendido era noticia». ¿En tiempos…? ¿Era… noticia…?

Es Reinaldo Cedeño, uno de los grandes de este gremio en los últimos 30 años. Sus historias parecen periodismo mágico: alguna vez se vio precisado a demostrar su talla humana no haciendo crónicas, que se le da tan bien, sino vendiendo maní bajo el cerrero sol de Santiago. Moisés Simons no se vio en el dilema de componer el tema del periodista manisero; hubiera sido interesante.

Personalmente, no estoy seguro del éxito comercial de aquel pasaje, pero no tengo dudas de que este caballero improvisaría entonces, sin reclamar un derecho de autor que le hubiera venido bien, los mejores pregones de Cuba. Quijote al fin, usó sus «ganancias» para asaltar un molino bien blindado: entrevistar en La Habana nada menos que a Doña Dulce María Loynaz, que cabalgaba serena en su propio «lugar de La Mancha», en la esquina de 19 y E, del Vedado.

Creyente fervoroso en el periodismo de la pasión —esa antigua religión que, aplastada por la racionalidad de la tecnología y la gelidez del distanciamiento humano pierde, a chorros, feligreses—, en este libro se mira en el tiempo y ve al joven que parió desde sí mismo, con angustias, al periodista maduro que tenemos delante. A mi juicio, él es, en la prensa cubana actual, lo más parecido que tenemos a un creador del Renacimiento.

Le son familiares el periódico, la radio, la prensa digital, la poesía, el ensayo, la tertulia, la promoción cultural, el evento cumbre y la charla en un barrio pobre —eso que ahora, con fina nariz, llamamos «vulnerable»—, la crítica de arte y la crítica de vida, porque es todo un maestro en la «cardiología social» necesaria para saber cómo laten, por encima y por debajo de los titulares, su ciudad y su nación. Su único mecenas es el pueblo de Santiago, que le paga en emociones.

Lo mejor del caso es que Cedeño se mueve de un espacio a otro como un simple hijo de «Chago», protegido con chaleco de hierbas silvestres de ese ego tonto y común que, en el periodismo como en otras ramas creativas, achica a los grandes y no deja crecer a los chicos.

Con ese talante nos regala aquí un libro pleno de caminos y enseñanzas para los reporteros en formación, que somos todos nosotros. Así nos recuerda verdades básicas, como que el periodista es un transformador social que (sirviendo a todos) no tiene que complacer a nadie en específico; nos susurra que, como el hidalgo manchego, en esta profesión debemos pulir nuestra marca de nacimiento y nos reivindica junto a sí mismo como autores de la gran novela cubana de lo cotidiano. ¿Por cuál capítulo iremos?

El Maestro no puede ausentarse en ningún libro de periodismo o de periodista cubanos, de modo que, como el mejor colega que ha dado esta Isla en toda su Historia, tiene esas dos razones para decirnos a través Cedeño, desde el capítulo «José Martí: el periodismo como sanación», cuán poco vale una pluma, por fina que sea, si no la entinta la ética.

Bebiendo en el Martí de «Céspedes y Agramonte», mi colega insiste en su certeza de que la Historia no es materia exclusiva de historiadores. Si se levanta, minuto a minuto, desde escenarios comunes, ¿no son esos el tiempo y el campo de acción de los periodistas?

Llevándonos por el martiano prólogo de Los poetas de la guerra —«rimaban mal», pero «morían bien», dijo el Apóstol—, Reinaldo Cedeño sugiere el amor y el ardor con que hoy debemos cubrir la realidad. Primero, creo entenderle, los hechos deben cubrirnos a nosotros. En general dispuesta a morir bien por la verdad que sostiene, nuestra prensa, sin embargo, debe rimar mejor.

«Un periodismo profundo y sanador, todo lo puede», afirma en algún lugar del libro Reinaldo Cedeño, seguramente repasando, como el titán de su tierra, cicatrices vencidas con fórmulas del alma.

Abundan los manuales de periodismo, pero es raro ver en ellos tantas definiciones espirituales para su ejercicio como contiene Ser periodista, ser Quijote. De tal suerte, capítulos como «Periodismo cultural es criterio», «Entrevistar es tocar», «Titular es iluminar» y «Cronicar es salvar» calan, desde sus títulos, más hondo que unas cuantas formulaciones académicas, aunque la buena academia tampoco es ajena a esta especie de periodista naif, por fortuna bien graduado en la Universidad de Oriente, en 1991.

Al final del libro, en un breve muestrario de cinco crónicas colocadas como al descuido para demostrar que el autor puede hacer, y superar, todo cuanto recomienda, Reinaldo Cedeño Pineda da un golpe de autoridad en el teclado haciendo visible en letra propia lo que, unas páginas antes, nos había confesado: «El cronista, el periodista, es un libador de esencias».

Una vez llegado a la página 75, uno tiene que repasar lo que le dijo al autor Dulce María Loynaz —«Gracias a ustedes (los reporteros) seguiremos viviendo, aun después de que la tierra nos cubra»— y concluir que, aunque pocos escriban sobre él, pervivirá también el periodista sensible, aun después de que las máquinas sepulten sus palabras y de que un robot, altamente repetidor, lo suplante en la columna.

Se los aconsejo en serio, cuídense de este libro. Puede ser una trampa de la que luego cueste salir. Para andarlo a la grupa de Rocinante, a partir de la página 76, yo me acompañé de una oración plantada por el autor: «Atravesé la plaza. El sol iba conmigo». ¡Que nunca, Quijote amigo, nuble la noche tus textos!

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

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