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José Delarra, infinitamente vivo

El escultor José Delarra, año 2000.

Hay seres que viven para dar a los demás el amor del mundo. Tuve un amigo así. Se llamaba José y la mayoría le nombraban por su seudónimo: Delarra. Era escultor y pintor, renombrado en los grandes salones de Cuba y de otros países. Un artista de altura, de esos que avivan el sentimiento y hacen que el corazón se excite ante una obra suya, bien fuera una escultura monumental o de pequeño formato, o un óleo desde el que miraba un gallo furibundo.

Muchos extrañan a Delarra. Aquellos que fueron sus amigos y compañeros, que trabajaron con él de día y de noche, pues no era hombre de acaparar descansos mientras lo esperaba un cincel, un pedazo de cobre, yeso para fundir, un pincel y una paleta.

La gente lo quería porque era una buena persona, sonriente (aunque algún dolor le caminara en el alma); incondicional en los momentos de grandes fatigas, de grandes confrontaciones. Un amigo que aceptaba a los demás como eran, pero impermisible ante  quien lacerara, con una opinión o actitud, a uno de sus grandes amores: la Revolución Cubana, a la que se entregó como un incansable amante.

En su estudio de La Habana Vieja.

Quienes lo conocieron y acompañaron en su taller de la Habana Vieja, o en su hogar, donde también iluminaba sus inspiraciones, saben que José Delarra poseía una humildad y sencillez que lo acompañaron hasta su último día en esta tierra; él, que recibió tantos elogios y reconocimientos en vida de instituciones y personas agradecidas por sus esculturas de mediano formato o  monumentales, como ese Complejo escultórico desde donde el Che Guevara vela de pie, en lo alto, a quienes llegan a su Santa Clara. Espacios que honraron la memoria de inmortales no solo en Cuba, sino también en México, Uruguay, República Dominicana, España, Angola y Japón.

En los países donde erigió sus obras, trabajó de igual a igual con los nacionales, gente humilde con la que compartió el sueño de ver erguirse una figura de importancia para ellos, amasada por los sudores del cubano nacido en la localidad de San Antonio de los Baños, por donde transita un manso río, el 26 de abril de 1938.

Cuando llegó a este mundo sus padres lo inscribieron como José Ramón de Lázaro Bencomo, pero él prefirió acortarlo, para su mundo artístico. Quizás desde su pensamiento sereno, aquel era un nombre demasiado grande. Delarra, como todo lo que hizo en su vida personal, prefirió la sencillez de once letras para definirse como ser humano. Y siendo todavía muy joven, Fernando Boada y su esposa Lina Caballieri, le concibieron ese seudónimo que integra sílabas de su nombre.

En estos días en los que en varias provincias de Cuba se da cita el arte de la visualidad, Delarra estaría feliz. Cumpliría 81 años y estaría rodeado de sus hijos y sus nietos. Pero no. Se fue demasiado pronto de esta dimensión, dejando un legado de más de dos mil obras de escultura, pintura, dibujo y grabado. Además de ser también un maestro de la decoración, la cerámica, el diseño e ilustración gráfica y la caricatura escultórica.

En Roma, 1958. Delarra no fue a Europa porque estuviera perseguido por la tiranía batistiana, como erróneamente se ha publicado con cierta frecuencia. Fue a nutrirse de las fuentes de los grandes maestros del arte de ese continente.

Cuando tenía 20 años y estaba en el apogeo de sus estudios en San Alejandro, comprendió que era el momento de nutrirse de las fuentes de los grandes maestros de Europa. Sus decisiones casi siempre eran riesgosas, pero cuando determinaba qué hacer con su vida o con su arte, nada lo detenía.

Por eso partió en el buque Satustregui, de la Trasatlántica Española, del Caribe al Mediterráneo y llegó hasta Madrid para saciar sus apetencias de un acercamiento a quienes podían ayudarle a descifrar los misterios de su alma, que luego cobrarían formas bellísimas en una técnica depurada, signos distintivos de un consagrado.

En Madrid fue copista en el Museo del Prado y trabajó también en el estudio de José Clará, alumno de Augusto Rodín, considerado el padre de la escultura moderna, en el de Juan Ávalos y Victorio Macho. Cuando se percató de que había captado lo mejor que podían ofrecerle aquellos artistas, se trasladó a Italia, donde contactó en Venecia con Marino Marini, y en Florencia, con Antonio Bertti, Siguió camino y estuvo también aprehendiendo lo mejor de lo clásico y lo contemporáneo en Alemania y Austria.

“Tanta técnica, tanta belleza, hacían que por un instante me sintiera tan pleno y a la vez tan pequeño que pensé muchas veces que nunca podría igualarme a alguno de aquellos poderosos artistas españoles e italianos”, dijo un día conversando con un grupo de amigos llegados a su taller, repleto de maderas, andamios, figuras de tamaño diverso. El mundo espiritual de Delarra se hacía palpable en cada rincón de aquel lugar.

No estaba equivocado ese joven que soñaba con su Cuba tan lejana y tan próxima en sus sentimientos, y aunque la vieja Europa lo sedujo, él sabía que solo en su tierra podían expandirse sus sentidos, palpar los colores diferentes de la Isla, asustados por la intensa luz del Caribe. Regresó poco más de un año después, con la proa indicando el camino a casa y con la emoción del triunfo revolucionario de 1959.

No se aisló en una urna, ni dio muestras jamás de las excentricidades que acompañan la existencia de algunos notables artistas. Culminó su tesis de grado en San Alejandro, donde después fue profesor y director. Nunca les negó a los jóvenes alumnos el consejo oportuno, ni les cerró las puertas de sus experiencias, ni se situó en una cima de arribismos, envidias y prejuicios.

Delarra vivía para su arte y para los tres hijos que le llegarían después. Mientras, la Isla comenzó a llenarse de su arte que, a la vez, se expandía por el mundo. Mucho le agradaba que un público que apenas le conocía físicamente se sintiera emocionado con sus esculturas, con sus cuadros. Le gustaba pasar inadvertido entre ellos y era habitual que nunca estuviera como el actor principal de aquellas escenas que dejó para la inmortalidad. Aunque era conversador, la modestia le cerraba la garganta en el momento en que se develaba una figura o una nueva plaza honraba a uno de los inmortales de este mundo.

El niño de San Antonio de los Baños, de nombre gigante, triunfó como nunca se imaginó en su visita a Europa, como iniciación una del artista consagrado que fue toda su vida.

El Complejo Escultórico Comandante Ernesto Che Guevara, de Santa Clara, es obra de José Delarra. Y no solo de las esculturas, como a veces es reducida su autoría. Foto: René Pérez Masola.

Cuando murió, tenía centenares de obras emplazadas y expuestas (125 monumentales y de mediano formato, más de 1500 de escultura, pintura, dibujo y grabado en museos y colecciones particulares de más de 25 países; cerca de 300 exposiciones, entre colectivas y personales en Cuba y en el mundo.

Su partida física fue inesperada. Los que le querían le advertían de sus noches en vela, pensando mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Acrílico sobre lienzo, 1999. Foto: Robleda.

En mi memoria estará su adiós último, en su apartamento. Se sentía agotado ese día, pero habíamos acordado encontrarnos para enseñarme unos grabados y ´unos gallos´ que con sus ojos brillantes  enseñoreaban los cuadros de una colección siempre en crecimiento.

“Te tengo un gallito por ahí”, me dijo con su risa bajita, como quien tiene una sorpresa que nunca se tornó realidad. Pocos días después murió. Ninguno de los dos imaginó que ese día —en una despedida de un beso en la mejilla y un adiós de quien se iba con prisa inusitada al hospital “para que me den una miradita”, y retornar horas después— sería la última vez que nos veríamos.

José Delarra fue uno de los artistas visuales más importantes del siglo XX en Cuba. Nunca se apartó de su camino la entrega con furor a su arte, a pesar de que la vida lo probó con nostalgias que alguna vez lo pusieron al límite.

Su buen cariño de amigo, que descubría a los más íntimos. Era el mismo Delarra que, con alegría nunca desbordada mostraba el abrigo del Che Guevara, con el cual lo vistió para siempre en su justa medida; el que hablaba con entusiasmo de sus proyectos, de las exposiciones a punto de llegar, del orgullo que sentía por sus hijos devenidos personas de bien.

Una de sus últimas fotografías: 1 de agosto de 2003.

La vida, a veces, sorprende y premia. A mi me sucedió con la mano siempre extendida de José Delarra. Cuando murió, estaba infinitamente vivo.

Ahora, son las instituciones cubanas para las que creó sus obras admiradas por decenas de miles de nacionales y extranjeros, las que deben inclinarse ante su memoria y mostrar, en exposiciones dignas de su excelencia, las obras que dejó para todos, sin distinción alguna.

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Lidice Valenzuela
Redactora reportera

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