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Honra y lealtades a la vera de Dos Ríos

Es mi culpa: no consigo crecer. Cada mayo, un atavismo inexplicable me obliga a repasar algún pasaje del combate de Dos Ríos y, sin que importe el sendero que tome en mi expedición, siempre termino creyendo que, a lo mejor —si Baconao se pega al «blindado» caballo de Máximo Gómez, si  el Contramaestre afloja la corriente y con ello aligera el paso de los nuestros, si un chaparrón primaveral tapa el sol y enfría los fusiles o si unos pájaros delatan con su vuelo a los hispanos emboscados—, pasada esa una y media de la tarde el final será otro, en que el Delegado sale intacto de la pelea, la describe como nadie y luego sigue camino al Camagüey y al otro siglo.

Ahora mismo, 128 años después del holocausto en cuatro orillas, angustia releer que con apenas tres de los 10 075 cartuchos que la tropa española gastó en aquella acción del 19 de mayo fuera quebrado el faro del levantamiento mientras él —y aquí es difícil sustraerse de esa idea tan suya de la guerra sin odios— cayó sin tirar una bala del revólver Colt que, para preservarlo y preservarnos, le había regalado Panchito Gómez Toro.

De modo que José Martí estrenó en combate su flamante grado de Mayor General nada menos que incumpliendo la primera orden directa —de quedar atrás, dada por Gómez— y sin disparar a ninguno de los enemigos que a fuego nutrido le mataron. La «falta» tuvo, sin embargo, el mejor argumento de la guerra: Martí sabía que la misión más sagrada del que alumbra una causa es dar ejemplo. Y en eso estuvo sobrado.

Así que le mataron, le mataron aunque unos cuantos mambises inconformes soñemos todavía con cambiar la Historia para que el Héroe Nacional nos dure el doble de aquellos 42 años que, pese a resultar tan provechosos, parecen nada frente a lo que él merecía vivir y lo que Cuba precisaba tenerlo. Le mataron en una lidia de baja trascendencia militar pero de sísmico estruendo político. Cada día pesa lo que allí pasó.

Supongo que todo cubano tiene sus Dos Ríos. Luego de la caída del que menos debía caer, lo que más me impacta en armas sobre esas jornadas es la estampa casi mitológica, rotundamente cinematográfica, solo de pensarla, de un negro general mordiendo una y otra vez, con pequeña guerrilla de mandíbula grande, las grupas de la columna española de más de 600 efectivos que llevaba a Santiago —a marcha forzada, como quien sabe que ha secuestrado el sol— el cadáver del hombre que, hacía pocos días, el viejo mambí con piel y fibras que parecían de ácana había conocido y llamado Apóstol. En el rescate que no logró, Quintín fue Bandera más alta que nunca.

Está probado: la misma tierra de Cuba puede dar palma y marabú. Mientras el gran Quintín reconoció enseguida en aquel hombre la luz del astro, no faltaron compatriotas dudosos que querían apagarla. Todavía sabe a colmo que, tras la caída de Martí en Dos Ríos, Antonio (El Mulato…) Oliva, un cubano que servía de práctico a las fuerzas españolas, se jactara de haberlo rematado.

Al parecer, la afirmación no pasaba de ser la fanfarronada de quien buscaba reconocimiento y pensión del Ejército colonial. El coronel Ximénez de Sandoval, jefe de las fuerzas hispanas en el combate, incluyó entre los soldados distinguidos al susodicho práctico, que más tarde recibiría la Cruz del Mérito Militar de Cuba, distintivo rojo, ¡pero nada de pensión! Es que, a la larga, los traidores de pueblos no encuentran el camino al triunfo.

No, no llega a la victoria quien se ha perdido a sí mismo. Sean cuales fueren las precisiones que, al respecto, se tragaran para siempre las aguas de ese par de ríos orientales, lo que no puede dudarse es que tan solo ese alarde —¡rematar a José Martí!—, en un cubano, es un crimen tan grave como la mayor masacre. ¿Cómo un hijo mata (o no) al padre y luego se llena la boca con el anuncio para que este le llene la panza?

El destino aparente de Oliva se perdió entre los dichos de los años: que si fue muerto a machetazos —¿karma mambí?— en un café de San Luis, ajusticiado a filo limpio en una cantina de Palmarito, o si, acababa la guerra en 1898, se fue a la península, siguiendo la cola cortada (en la manigua) de sus amos.

Sembrada con hechos, en esta tierra germinan hijos de múltiples signos. Mientras la Historia olvida a aquel Oliva, se inclina a respetar a su hermano Pedro y a su primo Juan Eugenio, insurrectos que a pura carga defendieron el fulgor del apellido propio y del gentilicio común —¡cubanos, carijo…!— del lado de los martianos.

El parte oficial español reconoció haber sufrido en sus filas, en la refriega en Dos Ríos, cinco muertos y seis heridos. Entre estos últimos estuvo el práctico cubano Francisco Diéguez, quien a la postre tomó un sendero vital opuesto al de El Mulato Oliva y terminó la guerra como coronel mambí.

Desesperado por perder, justo bajo su paraguas, al patriota más valioso, Máximo Gómez escribió el mismo 20 de mayo de 1895 una carta al coronel —aún no sabía su identidad— que mandaba la columna española que había enfrentado un día antes, para que le dejara saber la situación de Martí.

En el campamento cubano, los soldados españoles Isidro Alfonso Galante y Emilio García Rozón, capturados durante el cruce de armas, no supieron decirle al viejo mambí el nombre del jefe que mandaba al otro lado, pero le dieron una respuesta mejor: cuando el General en Jefe les dejó libres de regresar con los suyos, ambos decidieron quedarse con los nuestros. Acabarían la guerra en el Ejército Libertador y sus fichas militares marcaban, como fecha de ingreso, el 19 de mayo de 1895: ¡Aun cayendo, el Maestro reclutaba para la causa mambises españoles!

Cuesta creerlo todavía: del lado de los libertadores, solo Martí pereció en Dos Ríos —el coronel Bellito murió luego, a causa de un balazo allí recibido—, pero conmueve saber que lo hizo con la convicción, expuesta un día antes en carta a Manuel Mercado, de que sabía «desaparecer», aunque no desparecería su pensamiento.

Ahí mismo nos plantó un dilema nacional. Así como él desobedeció la orden de Gómez y no se hizo a un lado en el momento de más peligro, desde entonces los cubanos no podemos aceptar su anunciada capacidad de desaparición. Ahora que el héroe y su pueblo tienen tantos enemigos poderosos, lo que precisa Cuba es que José Martí demuestre a diario que sabe aparecer.

A los mambises que persistimos en cambiar el sino del 19 de mayo nos toca entonces dar cuerpo de obra a un pensamiento vivo como predijo un día, al filo de la muerte, la mente que sigue generándolo.

Ahora que el bloqueo de Estados Unidos y la obcecación de sus resortes parecen dirigirse al martirio colectivo de todo el pueblo de Cuba, el Apóstol no puede quedar solo en la lectura conmovida. Nuestra ruta martiana sufre el acecho de los Antonio Oliva que en esta época siguen emboscando símbolos y alumbran, con la oscura luz de la sumisión, los golpes que otro poder extraño asesta a la tierra que ha parido a los propios «exploradores».

No son pocos los «prácticos» criollos que con la presunta credibilidad de la cuna guían en raste(r)o andar, por trillos de redes sociales —rumbo a esa puerta troyana desde la cual hemos despachado a tantos caballos de madera—, al mismo monstruo al que tanto le convino la caída de Martí y hoy persiste en derribar el talante de una nación pobre pero independiente.

Cinco años antes de caer, el Maestro había retratado a tales personajes en una carta a Gonzalo de Quesada y Aróstegui que pudiera fecharse hoy mismo: «Son algunos los vendidos, y muchos los venales, pero de un bufido del honor puede echarse atrás a los que, por hábitos de rebaño, o el apetito de las lentejas, se salen de las filas en cuanto oyen el látigo que los convoca, o ven el plato puesto».

Más atrás todavía, el 27 de septiembre de 1885, el cronista José Martí había regalado a los lectores del periódico argentino La Nación esta imagen: «Los ríos son las venas de la guerra». ¿Le llevaría, por eso, su circulación vital, tan atada a los pálpitos de la patria, a eternizar su imagen de pelea en el cruce de dos de ellos?

Es mi culpa: no consigo crecer. Cada mayo, un atavismo inexplicable me conduce a Dos Ríos con la idea nada menos de inventar la máquina del tiempo, cambiar el destino, devolver a su recipiente humano la sangre incoagulable que desde ese punto, disfrazada de agua común, mueve todas las ansias de la nación.

Sé que la tarea es titánica, porque es demasiado manantial escarlata este José Martí, pero más difícil la tienen quienes sostienen a los traidores porque, a esos, se los lleva rápidamente la corriente.

Foto de portada: Obra de la artista de la plástica Isis de Lázaro

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

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