Ilustración: Isis de Lázaro.
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Juan Gualberto Gómez y la llegada a la República

Dicen que, erguido aún tras cabalgata de décadas, ese mediodía, luego de ver arriada la bandera ajena y de izar con los brazos de macheteo la estrella en su nido de escudo tejido con cinco franjas, el General en Jefe Máximo Gómez susurró en el Palacio de los Capitanes Generales, lacónico, como si escribiera sus secos partes de guerra: «¡Al fin hemos llegado!».

Era el 20 de mayo de 1902 y el veterano mambí encomiaba con razón la victoria contra la ocupación militar y la anexión al goloso vecino, pero en realidad al pueblo cubano le faltaba mucho camino.

A estas alturas, quedan pocas dudas de que la fecha fijó en Cuba el nacimiento de una República, pero lo que revuelve siempre el panal de la discordia es ubicarle apellidos.

Los hechos que vendrían después dejaron poco margen a la especulación: protocolos aparte, ese día marcó la arrancada de un severo modelo de tutelaje neocolonial. Metafóricamente hablando, no solo quedarían fuera patriotas de la cuerda afilada de Calixto García —quien, ya muerto, había sufrido antes, en Santiago de Cuba, el portazo interventor—, sino que un pueblo entero no pudo pasar por la flamante verja de leyes, apenas entreabierta, a su plena dignidad.

Cuba no había llegado, pero eso no menoscaba en nada el olfato del guerrero. Experto en tácticas y estrategias, en marchas y contramarchas dentro y fuera de la manigua, seguramente Gómez se había dado cuenta de que lo más importante era que se marcharan los ocupantes yanquis y que Cuba se quedara en los cubanos, sin caer para siempre al mapa-trampa tendido «generosamente» al Norte.

Ese martes de mayo terminaba formalmente la ocupación militar, se establecía un Gobierno criollo y comenzaba a regir una nueva Constitución; sin embargo, nadie veía segura en parte alguna la anhelada independencia. Entre los que no se marearon con los vítores y sombreros al aire estuvo un gran periodista: Juan Gualberto Gómez.

«Más que nunca hay que persistir en la reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es fuerza adoptar de nuevo en las evoluciones de nuestra vida pública las ideas directoras y los métodos que preconizara Martí», escribió en su momento en la revista El Fígaro uno de los principales adversarios de la Enmienda Platt.

Entonces, pocos tenían el valor, y la moral, para hablar sinceramente de Martí. Había nacido, contra la firme advertencia y los votos de Juan Gualberto y otros delegados a la Asamblea Constituyente que el 12 de junio de 1901 se opusieron a la Enmienda Platt, una República sometida políticamente a Estados Unidos.

Al Apóstol mismo, los nuevos políticos y los viejos traidores le dejarían apenas el rol de estatua, porque su palabra se tornaba más subversiva que nunca, pero Juan Gualberto Gómez sentía perenne en su alma el eco de aquella orden de alzamiento enviada a inicios de 1895 por el Delegado. Cuando, entre República con Enmienda vil o país militarmente ocupado se optaba por el mal menor, él no dejaría de alzarse, inspirado en el Maestro.

Más que apéndice, la Enmienda Platt fue una apendicitis en nuestra Carta Magna hasta que en 1934, por conveniencias internacionales —una franca redundancia en la geopolítica yanqui—, el Gobierno de Franklin Delano Roosevelt comenzó a posar para la región como el «buen vecino» y su cruda intromisión cubana se «atenuó» formalmente en el paisaje bilateral.

Mucho tiempo después del «enmiendazo», el reconocido historiador Emilio Roig comentó en su libro Por Cuba libre: «Justificadamente puede aceptarse que todos los miembros de la Convención Constituyente cubana actuaron impulsados por móviles patrióticos, creyendo de buena fe muchos de ellos que la solución a que se acogían era lo mejor, o la única posible, para que a nuestro pueblo se le abriesen, más o menos amplias, con más o menos cortapisas, las vías de la libertad».

La disyuntiva fue tensa: así como hicieron en el foro varios delegados a la Convención Constituyente, múltiples cubanos anónimos se pronunciaron en las calles. Más de 15 000 habaneros, por ejemplo, marcharon por el Prado y la calle Neptuno para entregar a Leonard Wood un documento de protesta dirigido al presidente McKinley.

Compatriotas más creativos pidieron en décimas al pueblo estadounidense que advirtiera a su Gobierno: «Que no mancille su honor/ con un hecho tan infame/ para que el mundo reclame/ su nobleza y su valor/ Que no convierta el amor/ en odio, pasión horrible/ que la infamia aborrecible/ de Platt no llegue a ser Ley/ que hasta el mismísimo Hatuey/ su protesta hará tangible».

En efecto, la Casa Blanca había dicho: o hay enmienda o no hay República. Para oponerse a la primera, y al ultimátum que implicaba, Juan Gualberto Gómez no necesitaba las décimas; él disponía de un arma más poderosa: el periodismo.

Tan incómodos resultaron sus textos a los norteamericanos que el interventor Leonard Wood, en carta a Teodoro Roosevelt del 12 de abril de 1901, escribió una pieza de crudo racismo que muestra la clara inferioridad ética del autor: «Hay unos ocho, de los treinta y un miembros de la Convención —dice el texto conservado en la biblioteca del Congreso—, que están en contra de la aceptación de la Enmienda. Son los degenerados de la Convención, dirigidos por un negrito de nombre Juan Gualberto Gómez, hombre de hedionda reputación así en lo moral como en lo político».

Juan Gualberto no fue el único rival de cuidado que tuvieron los estadounidenses y sus mayordomos locales. El general mambí Enrique Collazo evaluó de este modo la gestión oficial en tiempos de Tomás Estrada Palma, el primer presidente más o menos (im)puesto en elecciones de la República: «La concentración de Weyler fue horrible (…) la concentración interventora es mucho peor, porque es un lazo hipócrita, pero seguro e implacable: se espera que la miseria nos degrade y que el hambre nos obligue a pedir a gritos al yanqui que nos despoje de la cadena que nos deshonra».

El retrato que hiciera Martí de Juan Gualberto, su hermano negro, nos lo ubica en aquel tiempo y nos lo planta en el nuestro: «Él quiere a Cuba con aquel amor de vida y muerte y aquella chispa heroica con que ha de amar en estos días de prueba quien la ame de veras. Él tiene el tesón del periodista, la energía del organizador y la visión distante del hombre de Estado».

Emilio Roig, quien sostenía que los cubanos debíamos sentirnos muy felices «… de que, después de lograr la independencia de España, pudiéramos destruir los planes anexionistas del presidente McKinley y el gobernador Leonard Wood y, gracias a la lucha tenaz mantenida por nuestro pueblo durante la intervención militar norteamericana, que escamoteó el triunfo del Ejército Libertador, se lograra la República, aun con la castración que significó la Enmienda Platt…», exaltó en ese cuadro complejo la figura del periodista y patriota.

Presumiendo los «móviles patrióticos» de todos los miembros de la Convención Constituyente a la hora de votar, el historiador hizo un aparte para la postura de Juan Gualberto: «… no es posible negar que nuestras simpatías siguen, en aquel momento de la historia de Cuba; a los que se mantuvieron desesperadamente fieles al ideal de independencia absoluta que había encarnado en Martí y en nuestros mejores libertadores. Y resplandece, inmarcesible, el hecho de que Juan Gualberto Gómez fue el héroe de aquella incruenta pero angustiosa jornada en que, hombre de paz, se igualó en esfuerzo viril y en resistencia inquebrantable a los más bravos combatientes de los campos de Cuba Libre».

Así era Juan Gualberto, el periodista cuyas mejores cuartillas han germinado en la nueva Constitución que hoy ampara, sin enmienda ajena, la República de un «Estado socialista de derecho y justicia social, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos…».

En la misma redacción patriótica, peleando por Cuba Libre contra interventores vencidos y lacayos de barro, izando la bandera que cierto martes trepó al cielo de manos de Máximo Gómez, los periodistas de hoy podemos escribirle al Generalísimo: ¡Al fin hemos llegado!

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

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