COLUMNISTAS

Algunas preocupaciones desde nuestras filas

Todo acoso provoca diversos modos de reacción en quien lo sufre, aún más si es un acorralamiento feroz y prolongado. Tal es el caso del que, durante seis décadas, le ha impuesto a Cuba la poderosa nación que no da señales de planear suspenderlo, sino que, por el contrario, lo ha recrudecido, aunque podría anunciar su levantamiento como quien ofrece una zanahoria. Tampoco eso sería enteramente nuevo.

Sería iluso, o un acto de complicidad con una acción tan criminal, aspirar a que en Cuba se den solo manifestaciones asépticas de su autodefensa, como si manejara la espada de un arcángel. Defenderse le exige vigilancia permanente, que pudiera adquirir incluso rasgos de paranoia colectiva, algo que, por indeseable que resulte, será menos nocivo que la resignación suicida, una de las intenciones presentes en los cálculos del acosador.

Pero es asimismo posible que entre los propósitos de ese poder imperial figure lograr que Cuba, urgida de defenderse, descuide la creatividad necesaria para crecer, en hechos y en pensamiento, y sobreponerse todo lo posible a las fuerzas que intentan asfixiarla. Diagnosticar los límites que deslindan esas actitudes sería arduo, además de inseguro.

¿Será fértil consumirse en caerle milimétricamente atrás a la inmundicia propagada en las redes y en “prestigiosos” medios profesionales llamados informativos? ¿No se corre el riesgo de quedar atrapados en esa telaraña, cuando urge la claridad interna? Va y hasta se cultivan vanidades infundadas al conceder beligerancia al primer articulillo que asome desde lo abyecto, y dar vida a sabandijas que, aunque no lo reconozcan, son más cadáver que otra cosa y les conviene ser tenidas en cuenta de modo personalizado, como si lo merecieran. Así se les alimenta el ego.

Cabría recordar a Marx y a Lenin, no solo porque no fueron exponentes de especies numerosas. Procede recordarlos asimismo porque muchas de las figuras a las que apabullaron con sus ácidos modos de vapulear —alemán el uno, ruso el otro—, y que hoy son tal vez conocidas por las tundas conceptuales que recibieron de ellos, serían todo lo menores que fuesen, pero no eran precisamente lombrices estercoleras. A esas ¿sacarlas del estiércol y hacerlas parecer que brillan?

Las calumnias podrán hacernos daño, pero difícilmente nos derroten por sí solas. ¿Vale olvidar la advertencia de Fidel Castro acerca de que este país, al que no podrá demoler el enemigo imperialista, podría autodestruirse desde dentro? Sí, advertencia del Comandante en Jefe, no de un timorato oportunista o un economicista pragmático.

Es cierto que irrita, y mucho, oír o ver canalladas como las que se difunden contra Cuba fuera de ella y llegan a repercutir en su territorio. Cuando pudiera pensarse que han tocado fondo, se superan a sí mismas con infundios alucinantes. Ya no es que Cuba exporta revoluciones y tiene tropas en Nicaragua o en Venezuela, sino que necesita una intervención militar que la salve del ejército venezolano que la tiene invadida y, sobre todo, de una cruel dictadura que la sume en represión y muertes. Las únicas “pruebas” que pueden esgrimir son calumnias, fotos manipuladas, documentos falsos, mentiras que multiplican sin el menor pudor. Se autorretratan.

No por capricho ni sin intención se enfatizó en el párrafo anterior intervención militar. Debe quedar claro que la pedida para Cuba por lo más pútrido de sus enemigos se inscribe en las operaciones de lesa humanidad características del imperialismo, que humanitarias no podrían ser jamás. Humanitario es lo que le hace bien a la humanidad, y ese propósito está fuera de la naturaleza de un imperio para el cual niños y niñas asesinados por sus bombas son meros daños colaterales que “valen la pena”.

Uno —otro— de los peligros de caerles milimétrica y obsesivamente atrás a las nauseabundas calumnias fabricadas contra Cuba puede ser el de contagiarse con la carga viral que tienen. Aunque nada más se diera en el lenguaje, ya sería demasiada concesión a las culebras que nos atacan: el lenguaje de odio y cloaca se les debe dejar a ellas: es suyo y las define. Imitarlo, aunque sea para repudiarlas, ubica de hecho en lo inmundo a quien lo asume, y Revolución y socialismo no son en modo alguno asimilables a lo abyecto, y no deben permitirse parecer que se asimilan.

Pero ni siquiera ahí paran los peligros. Añádase, entre otros más, convertir en enemigos, o verlos como tales, a quienes tienen discrepancias atendibles, o se equivocan, como seres humanos que son, sin salirse por ello de los afanes patrióticos y revolucionarios. Puede incluso ocurrirles a quienes no se expresan al pie de la letra como en su firmeza política y conciencia de seguridad puede alguien creer que es insoslayable hacerlo.

Más que palabras vistas como ladrillos sueltos, el lenguaje es un recurso de construcción que aglomera y tiene gran peso por ser soporte —no solo envoltura— del pensamiento, terreno en que se ha de buscar sin pausa la mayor precisión. No hay por qué rehuir debates, reclamos de claridad, cuando peligra un proyecto nacional y justiciero asediado y agredido por una potencia genocida que escora cada vez más hacia los recursos fascistas del capitalismo —incluida la mentira: ¡oh, Goebbels!—, pero dispone de recursos mediáticos con que edulcorar su imagen y sembrar embustes. Y no es seguro que solamente lo consiga entre quienes se prestan para ser engañados.

Es irracional y contraproducente convertir en enemigos a quienes pudieran no ser más que personas con quienes debatir en la franqueza, aunque no usen los mismos lentes que uno. ¿Creernos medida universal, o nacional que fuera, del pensamiento revolucionario? Por ahí se llega —si no se está ya en ella— a una cualidad capaz de invitarnos a probar no solo que defendemos la justicia y la verdad, sino que nadie más lo hace con luz e ingenio. Tal cualidad, la soberbia, puede tomarse como pasión lúcida, pero no lo es, y suele asesorar mal tanto en las arremetidas como a la hora de la defensa.

Visiones o cegueras pueden acabar convirtiendo en sectarismo —¿pandillismo, cabría a  veces decir?— lo que ha de cuidarse como claridad de juicio y de acción. Ninguna voluntad de diálogo que se respete trasgredirá los límites de lo aceptable, pero no es sano erigirse en supuesta vara de medir cuando el país, sin descuidar su soberanía, convoca al diálogo más abarcador y representativo de las aspiraciones nacionales. ¿No quedó refrendado así, una vez más, en el todavía reciente Octavo Congreso del Partido? (Del Partido Comunista de Cuba, no de una tibia asociación socialdemócrata.)

Unidad no es unicidad: el llamamiento a la primera lo explica la diversidad de los elementos convocados. Nadie deje de decir, con la energía que considere necesaria, lo que estime justo y acertado, ni se crea infalible. La legitimidad de mantener puntos de vista personales no se debe distorsionar con riñas que paran en descargas de individualismo, o comienzan por serlo. Urge consolidar empeños que estarán tanto más seguros cuanto más masivos y abarcadores resulten, sin llegar a un relativismo amorfo que lleve a naufragar en las revolturas de estos tiempos, tan a menudo fabricadas.

Para terminar o interrumpir la escritura —aunque supone que eso está algo más que implícito en lo dicho hasta aquí—, el autor reitera lo apuntado en el título. Sin el menor afán de una exhaustividad que requeriría quién sabe cuántas cuartillas, o cuántos terabytes, no intenta resumir certidumbres, menos aún normas o recetas. Apenas esboza algunas de las preocupaciones que lo inquietan en el seno de las filas a las que lo honra pertenecer, aunque sea sin otro crédito que el de ser un soldado más.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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