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Los primeros europeos vecinos de La Habana

Por Ángela Oramas Camero

Al quemar el pirata Jack de Sores La Habana y por consiguiente toda la papelería del cabildo, jamás se conocerá con exactitud si fueron 50 los primeros españoles que se avecindaron en La Habana, no obstante  la teoría del rumor echó andar nombres.

Presuntamente, muchos años antes de la fundación de La Habana vivían en el territorio dos náufragos: Núñez Sedeño y Mejías García.  El primero solía decir que Habana era voz siboney que significa pradera, a lo cual replicaba su amigo: No estoy de acuerdo, el nombre de Habana tiene  relación con el puerto de Habannae, en donde nació un fundador de la villa. Sin embargo, fue más aceptado señalar que Habana se deriva del nombre del cacique Habaguanex.

Prefiero aceptar que a la villa se le puso San Cristóbal por el Santo de igual nombre y porque el descubridor de América, Colón, se llamaba Cristóbal, seguido de La Habana, debido al cacique que vivía en aquel sitio, Habaguanex. Pero como hay mucha incertidumbre sobre este asunto, paso  a lo que dicen anotó un escribano en el registro del vecindario, que igualmente fue devorado por las llamas y la gente de manera verbal lo fue contando por siglos, distorsionado o no, hasta nuestros días.

De los primitivos vecinos, sólo fueron anotados los nombres y apellidos de los varones, porque de las mujeres no hubo mención alguna, fueron tan excluidas de las listas como los indios y esclavos bajo el pretexto de que ocuparían espacio y papel innecesario. Esos grupos eran considerados clase inferior.

Entre los hombres se hallaron Pedro Blanco,  Antonio de la Torre, Antonio de Reina, Baltasar de Ávila, Francisco Martín, Antonio López, Juan Cabrera, Bernardino Soto, Sebastián Bravo, Tomás Daza, Jerónimo Rodríguez, Domingo Alonso, Cristóbal Galindo, Francisco Pérez Borroto, José Rojas y otros más.

Fueron ellos los primeros en levantar bohíos cerca del Puerto de Carenas, devenido en enigma devorador, razón, y esperanza de la propia existencia.

Pues, por el mar llegaron harina, vino, pólvora, azufre, prosperidad, fuego, nuevos pobladores, amigos y enemigos como corsarios y piratas. También llegarían  las armadas de Francia, Holanda e Inglaterra. Más tarde, en el puerto se reunirían las flotas de tránsito hacia el Viejo Mundo, cargando los tesoros para los reyes, Mientras los viajeros traían a La Habana las noticias buenas y malas, las enfermedades de Europa, la Ilustración y los inventos de otras latitudes.

Con diáfana caligrafía, dijeron los habitantes antiguos que el escribano anotaba los sucesos de la villa. Eran las actas del cabildo o del gobierno, que es lo mismo. Una carta así lo recuerda:

Majestad, ya pacificamos y nos repartimos los indios, pero no logramos que se vistan y andan por doquier desnudos, continúan bañándose con frecuencia y eso hace daño a la piel. Sólo las mujeres casadas usan naguas, unas faldas tejidas de algodón. Son tan inmorales que las parejas se aman a la vista de todos y las mujeres se nos ofrecen para consolar nuestras soledades.

Por la fantasía de los cuenteros que entonces solían reunirse en las plazas se recogió este relato: Un día desapareció la aldea india. Sin embargo, en el monte quedó la voz del cacique Habaguanex que se oía como plegaria durante las noches bordadas de estrellas. No era lamento, pero estremecía los corazones.

— Yo vi la aldea volar –fantaseó un cuentero- . Se perdió por el camino de las nubes con todos los indios, después que los ríos se quedaron sin oro y la viruela los emponzoñó. Se habían entristecido mucho cuando les quitaron sus ídolos, sus sueños y la libertad.

Del monte es difícil conocer todas las historias y leyendas. Sin embargo se sabe que los llegados de tan lejos, invocando un rey y dios que nunca los aborígenes vieron, fueron sometidos a otras costumbres y creencias. Pronto, muchos murieron de hambre, maltrato y por las enfermedades que trajeron los conquistadores. Otros preferían suicidarse antes de continuar con la mácula de siervos.

Un escribano debió escribir:

Ya nos repartimos los indios y los cristianizamos. Son mansos como las vacas y trabajan 14 horas en los lavaderos de oro. Estos siervos apenas causan gastos; sólo comen el pan de yuca, llamado casabe. Son enfermizos y mueren por montones antes de cumplir los 30 años de vida y, por ir las madres al trabajo del río, en tres meses murieron 500 niños y 400 niñas. Ya mandamos a decir todo al rey el 2 de noviembre de 1525.

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba

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