Las calles de La Habana se precipitan en la conversación con sabor a sal, ruidosas y leves. Es una maravilla escuchar a Eusebio, el leal Spengler, afanoso caminante y restaurador no solo de la estructura edificada, sino también del alma de la ciudad. Hablamos de los nombres de las veredas adoquinadas, sinuosas y marineras de esta urbe portuaria y cosmopolita. Recuerdo a Emilio Roig, y cómo él recordaba a Bolívar “que cuando piensa que alcancen los hijos de Cuba los beneficios de sus campañas libertadoras americanas, nunca habla, ni en cartas ni en otros documentos, de la independencia de Cuba, ni de enviar expediciones a Cuba, sino de la independencia de La Habana (…); y en cambio, al incluir en esos proyectos independentistas a los hijos de Puerto Rico, no habla de San Juan, sino de Puerto Rico”. El historiador Roig lo explicaba como importancia excepcionalmente representativa concedida a La Habana. Y de esa Habana en el anhelo, la desmesura y el sueño, Roig nos dejó sus trabajos y los indicios para descifrar las historias que pueblan las casas, las plazuelas, las avenidas, los conventos y las iglesias, los portales, las fortificaciones…
Menciono Empedrado, que fue un camino maldito que enlodaba todos los años la tranquilidad del vecindario con sus torrentes desbordados hasta poco antes del año de 1642. Empedrado, repite Eusebio en un susurro, y evoca la belleza de las chinas pelonas, esas piedras preciosas, abundantes en los ríos de Oriente, de los afluentes que se despeñan de las sierras, de los arroyitos traviesos y efímeros desbocados presurosamente en la costa sur, piedras pulidas que sin embargo, eran, en tiempos coloniales, inalcanzables para La Habana, más remotas que las propias piedras de Veracruz empleadas en adoquinar la calle, pues estaban al alcance de la mano desembarcadas de sus travesías lastreras.
¡Ah! Cómo se disfruta pasear las calles, recordar sus orígenes, sus angosturas, sus encantos. Como una volanta pasan por nuestro pensamiento, en la maravilla de sus exuberancias: enrejados, voces, sábanas colgantes, tiestos mustios o floridos, aldabas que son lo mismo una cabeza leonada, un ángel desnudo, una llave antigua, una cariátide desterrada de un portal, un hombre anfibio, un rostro egipcio o una imaginación figurada en hierro o bronce.
Las calles son un rumor de lo pasado, hasta las piedras tienen su misterio y las llaman en cualquier parte por los acontecimientos, las personas y las imaginaciones que las habitaron. Oficios denominaron a la calle de los escribanos y funcionarios. Ánimas por sus desamparos. Luz definía la sombra breve de los balconcillos en el empedrado, y se “iluminaba” por uno de sus vecinos principales don José Cipriano de la Luz, Regidor y Correo Mayor de la Isla. Alambique destilaba aromas y delirios. Ángeles nombraban a una vereda por unos seres alados pintados en un portón. Los angelitos, de tanto bailarle en la memoria y la palabra a las gentes, se quedaron allí para siempre con su batir de alas despacioso y el encanto de su presencia, en un sedoso vals eterno en esta caja de música que es nuestra Habana en sus abrazos. (Crónica originalmente publicada en el diario Juventud Rebelde, 2004).
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.

