Recorrió buena parte de la ciudad; anduvo por las célebres Mipymes, por kioscos y puntos sugeridos “al seguro”, pero todo fue en vano. Después de tantas vueltas vio en las afueras de un mercado agropecuario a un hombre que vendía el producto de sus sueños-pesadillas.
El comerciante informal tenía un saco con azúcar, con la boca de este suficientemente abierta, al punto que un ejército de moscas entrenaba distintos aterrizajes sobre la superficie blanca.
Sin importarle aquella granizada oscura que caía sobre el endulzante se acercó al vendedor y preguntó el precio. “A 450 pesos la libra, puro”, le respondió. El hombre abrió los ojos como si le salieran, un gesto que fue contestado con otra frase corta y seca: “Aproveche, que no hay en ningún lugar. Ayer estaba a 350”.
Finalmente el potencial comprador abrió su billetera, contó hasta el último peso y al percatarse de que no le alcanzaba terminó marchándose.
Camino a su morada, al pasar frente a una máquina moledora de caña, optó por una solución que jamás imaginó: comprar un litro de guarapo. Ya en su casa trató de endulzarse el día empleando el líquido como sustituto del azúcar, pero su paladar no estaba acostumbrado al reemplazo forzoso y se fue a la cama con más acidez que dulzor.
En su almohada pensó en cuántos otros tendrán historias parecidas a la de él, no solo en la ciudad, sino también en nuestros campos. Y recordó distintas variantes recomendadas por amigos y desconocidos para endulzar en tiempos de crisis: raspadura, miel, refresco en polvo, etcétera.
En medio de sus cavilaciones, moviéndose de un lado a otro, filosofó sobre los precios especulativos, los abusivos y los de desabastecimiento, muchos de estos a la vista pública, convertidos ya, por la fuerza de la costumbre, en ordinarios, cuando en realidad deberían ser extraordinarios.
Meditó sobre algo serio: hay quienes, como el vendedor de marras, se regodean con las necesidades, los déficits y las famosas distorsiones para hacer su zafra. También recordó aquella sentencia como roca, vinculada a la nación: “Sin azúcar no hay país”.
Entonces le vinieron a la mente las moliendas millonarias, las grandes movilizaciones a la siembra de la gramínea, las noticias diarias de los “complejos agroindustriales”, “la norma potencial” o el “rendimiento”.
Viajó por un momento, mientras se mordía los labios, a los días en que saboreaba en su hogar flanes, panetelas caseras, casquitos de guayaba y dulces de coco, preparados que hoy representan verdaderos lujos.
¿Algún día podrá sumarse el azúcar a la lista temporal de “productos exonerados del pago de impuesto aduanero por las importaciones y sus precios minoristas máximos” para evitar que se siga inflando su valor en el mercado? ¿Volveremos a tener alguna vez la suficiente producción como para hacer que en los estantes el azúcar esté en modo liberado? Así se preguntó el hombre, sin pretender descubrir el agua fría.
Por esas raras asociaciones que llegan al cerebro cuando se medita durante largo tiempo evocó el refranero beisbolero de José Antonio Salamanca: “caguazo”, moler en grande”, “caña cubana”, “afila la mocha” y “¡azúcar abanicando!”.
De esta manera quedó dormido. Al día siguiente, al levantarse, se dijo que pediría dinero prestado e iría por una libra de azúcar. Así lo hizo. Sin embargo, por más que buscó, el vendedor de la jornada anterior no estaba.
Lo peor es que en fechas siguientes vio cómo aumentaba el precio del azúcar. Crecía y crecía, él sufría y sufría, sin que sea rima inventada.
Al final, sentado frente al televisor, escuchó una noticia- titular: “Se venderán dos libras de azúcar por consumidor de la canasta básica”.
Agitó la cabeza y volvió al gran Bobby Salamanca: “la guardarraya limpia”, “caña de tres trozos”, “no dejó cogollo en la caña ni caña en el cogollo”, “bateando Larry Bubla (…), ¡azúcar abanicando!…”