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Martí imaginado en una noche de fiesta innombrable

Imagino a José Martí como un ángel que a la vez deviene hombre, le doy mi mano en diferentes escenarios, ya sea en la batalla o el silencio, cuando soplan los vientos de una muerte que es vida. Lo llamo Maestro, líder, dios vivo. Vamos los dos a vernos en los espejos del alma, en los remolinos de aquellos ríos deshechos entre cañas que sangran una verdad de historia profunda. El Apóstol no solo fue voz de una causa política, sino de una ética más allá, en los confines del bello canto de los justos. Hasta casi se oye, como en el film que recreara Fernando Pérez, aquel coro de los hebreos: “Oh mi Patria, tan bella y perdida”, del inmortal Verdi, quien pidió a su pensamiento un viaje en alas doradas hasta las orillas del Jordán (su ideal).

Cuba, nuestra morada, la roca fuerte, el asidero de tanta gloria y de resistencia. Tierra bendecida de muchas maneras, de hijos más luminosos que la turbia sombra de los viles y traidores. Así nos concibe Martí, así nos dejó aquel 19 de mayo, cuando decidió esperarnos para siempre en el margen. Del más allá, entre los dos ríos simbólicos, nos llega la canción, el vuelo dorado de un héroe, ópera innombrable y silenciosa, de ese misterio que nos acompaña como dijera José Lezama Lima.

Martí, a diferencia de la raza de los viles, tenía una alta capacidad de perdón, incluso en medio de su presidio a la edad adolescente él supo que jamás podría odiar y que la noción del bien flota sobre todo, sin naufragios. Si fuésemos a componer un poema sinfónico, Martí estaría sobre la melodía del heroísmo beethoveniano, siendo la fantasía una alternancia rítmica entre el misterio y la pureza. Lo que parece irreal solo es típico de un ángel, cuando se lee ese adagio suyo a María Mantilla: “Tu alma es tu seda”. Lezama, el otro José inmenso de nuestra cultura, miraría con el arrobo de los héroes hacia aquel que perdonara tanto, aún a cambio del odio. “Amad a vuestros enemigos”, dijo el Cristo redentor, porque el Maestro era así, un miembro del cielo entre nosotros.

¿Y por qué al cabo de tanto se le recuerda en combate, al hombre que fue más de paz y de ideas?, las batallas son siempre sucesos de la mente, se refieren a potestades intangibles y definitorias, a misterios que acompañan al hecho desde una noción sin nombre, siempre a punto de un parto hacia lo nuevo y lo revolucionario. En el film de Fernando Pérez sobre el Maestro niño, vemos a un Martí asustadizo con el brazalete negro por el luto ante la muerte de Lincoln, y casi sin pensarlo nos dejamos llevar por esa savia que hace a los hombres iguales y que fuese defendida allá en el norte por el gigante leñador. En el aura mistérica de esos instantes de la película, lo mismo que en tantos silencios, Fina García Marruz supo ver el significado de Cuba y así se lo hizo saber a Fernando Pérez, a la salida de la premier en un cine de la Habana.

Nuestro derecho humano a la vida procede del silencio, de lo humilde, de aquellos que en la meditación hallaron el sentido. Lo más sagrado, a menudo, está en el misterio. No hay grandes explicaciones ni sofismas, así, cuando revisamos el diario personal de Martí, vemos, junto a los dibujos de arabescos y autorretratos, reflexiones en torno a la naturaleza del pensamiento, la hondura de la búsqueda a través del instante reflexivo y autónomo. Él fue un genio pero, a diferencia de los demás que se mueven en un campo de mero instrumental de la cultura, la visión angélica empapa cada fibra de una obra más allá de toda política y partidismo. Martí era la totalidad buscándose a sí misma, en la historia hay hombres que llevan la vergüenza de muchos.

No hay que renunciar a la vida común, la de Pepe, el muchacho tímido y tierno que no sabía decir que no a las necesidades, ayuda y precariedad del otro. El que era capaz de sufrir amargamente por el castigo injusto hacia los demás. Ese que no soportaba la afrenta y que la entendió como una ofensa a toda la especie. Martí es un momento, además de totalidad, de civilización sin que mediase barbarie alguna. El viejo axioma de que, en la creación, siempre rompemos algo, se cae por sí mismo, ante el golpe de un ángel carnal que estuvo galopante y que ahora reside inmanente y eterno. Suelo ver a los dos Pepes cubanos, Lezama y Martí, sentados a la misma mesa, en la cena de Doña Augusta, durante el pasaje de la novela que ha resumido a la isla como símbolo de luz y creatividad en el seno de Occidente. Incluso hay en José Cemí, el personaje, la musicalidad del nombre del Maestro, poeta de la ficción que alude en alegorías y pasajes a la búsqueda, el autoconocimiento, el descubrirse paulatino hacia el hallazgo mayor.

No en balde Orígenes, proyecto inmenso de la cultura, era enemigo de toda barbarie. Hay que volver a esos pasajes, quizás olvidados, donde la volición cubana no era mero folclor y había, en el discurso de los Vitier y los Baquero, de los Gaztelu y los Eliseo, un país más allá, tan grande que solo cupo en la imaginación inabarcable del conquistador que confundiera a Cuba con las Indias Orientales. Debemos irnos a esa continentalidad que halla su raíz en Martí, allí está lo bueno y lo justo. La civilización que somos, y que incluye tanto al líder como al momento total de la historia que él representa, coloca a los hombres en un país en la centralidad del debate humano. ¿Barbarie o amor? Y una vez más estamos en el campo del misterio, en la noche que bordea los caminos, donde vamos ciegos y guiados por los golpes intuitivos y sobrenaturales.

Imagino a los dos Pepes de la fiesta innombrable encontrados en algún pasaje de Paradiso, o en la incompleta novela Oppiano Licario, justo en el instante en que se aprehende el alma cubana, pero las alquimias de la mente no alcanzan al misterio, solo van en la misma noche, a punto de perecer sin perecer.

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Mauricio Escuela
Lic. Periodismo por la Universidad Marta Abreu, estudiante de Ciencias Politicas por la propia casa de estudios, columnista de las publicaciones La Jiribilla y Cubahora. Se desempeñó como analista de temas internacionales en el diario Granma.

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