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Los premios Sájarov, un arma de guerra europea

Este año, los gerifaltes de la Unión Europea no han podido caer más bajo. Cierto es que eso es algo bastante difícil pero, desde luego, no desaprovechan ninguna oportunidad para intentarlo y con muy buen tino, a tenor de los resultados obtenidos. Si es verdad que alguna vez Europa fue un faro mundial para el respeto a los derechos humanos, la libertad, el bienestar social o la justicia; hace mucho que sólo es una triste sombra de su pasado.

En 1988, la UE creó el premio Sájarov a la Libertad de Conciencia. Como aseguran en sus documentos internos «es el máximo homenaje rendido por la Unión Europea a la labor en el ámbito de los derechos humanos» y «la expresión del reconocimiento a personas, grupos y organizaciones por su contribución extraordinaria a la protección de la libertad de conciencia». ¿Suena bien, verdad? Podría decirse que es una loable iniciativa de esas que hay que aplaudir por conveniente y necesaria y por la que habría que sentirse orgulloso.

Sin embargo ¿qué diríamos si este reconocimiento se otorga continuadamente a asesinos, golpistas y agentes extranjeros al servicio de la desestabilización de terceros países? Además de reconocer que es una nueva oportunidad perdida para la causa de la Humanidad, este hecho desacredita, tanto al Premio Sájarov en sí mismo, como a quien lo promueve: la Unión y el Parlamento Europeos.

El Premio Sájarov, dotado con 50.000 euros, se entrega en un pleno oficial que se celebra a finales de cada año en Estrasburgo. Cada grupo político del Parlamento puede proponer sus candidatos y candidatas, aunque también pueden hacerlo los diputados a título individual si tienen el apoyo de al menos 40 representantes. Finalmente, es la Conferencia de Presidentes del Parlamento Europeo quien decide al elegido o los elegidos, por lo que se trata de una elección puramente política.

Si echamos un vistazo a los últimos 10 años de galardones, comprenderemos perfectamente el papel que juega el premio Sájarov en la política exterior de la UE. De 15 reconocimientos, las desastrosas primaveras árabes han recibido cinco (dos Siria, Libia, Egipto y Túnez), otros dos han sido para su estrategia de guerra contra Irán, uno contra Venezuela, otro contra China y dos más contra Rusia (a través de Bielorrusia y Ucrania). Los otros cuatro podemos considerarlos como más neutrales y solo uno de ellos es un activista por la libertad de expresión en un país amigo de la Unión Europea (Arabia Saudí́).

Pero, ¿acaso no había activistas palestinos detenidos sin juicio en campos de concentración israelíes para un premio? ¿No había líderes sociales, indígenas o ecologistas en Colombia que se juegan la vida cada día por el medio ambiente o para recuperar sus tierras robadas para vivir con dignidad? ¿Hay alguien más merecedor de un premio por la libertad de prensa que Julian Assange? ¿No merecerían el Sájarov los médicos cubanos que han luchado desinteresadamente contra el Covid en Europa?

Pero no, no se trata de derechos humanos. En Europa y Estados Unidos solo se invocan los derechos humanos cuando sirven a sus intereses particulares. Sus aliados pueden vulnerar las normas internacionales siempre que lo deseen, porque ya se encargan de otorgarles la impunidad y protección que necesitan. Ambos tienen un largo historial de violaciones de las leyes humanitarias dentro y fuera de sus fronteras que sería prolijo enumerar; pero basta pensar en las guerras en las que estamos implicados, en las políticas de apoyo al yihadismo, en las cárceles secretas «contra el terrorismo» al margen de la legalidad, el apoyo a regímenes totalitarios, la venta de armas a países en guerra o que vulneran los derechos humanos, etc., etc.

Los nominados al premio de este año siguen la pauta del pasado. O quizá la empeoren. La terna finalista oficiosamente —no lo sabremos hasta el próximo 14 de octubre— la componen Alexei Navalny, Jeanine Áñez y un grupo de mujeres afganas.

Navalny ha sido propuesto por el Partido Popular Europeo. Es un agente norteamericano formado y pagado para desestabilizar a Rusia que forma parte del restringido club del «Greenberg World Fellows Program», programa que selecciona anualmente a un pequeño grupo de elegidos de todo el mundo para convertirlos en «líderes globales», una especie de Escuela de las Américas, pero no para militares, sino para civiles golpistas. Un gran ejemplo para nuestra clase política, ¿cierto?

Jeanine Áñez, al contrario que nuestro anterior nominado, no es una aprendiz de dictador, sino una golpista consumada responsable de la muerte de decenas de bolivianos en la represión posterior al golpe de estado de 2019. Autoproclamada presidenta de facto, dirigió́ un gobierno ilegal, liberticida y corrupto, que solo gracias a la voluntad y determinación del pueblo por retomar la democracia, fue doblegado en poco más de un año en una convocatoria electoral forzada por la movilización permanente y no por la voluntad de la dictadora, como quieren hacernos creer desde los escaños del Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos, sus mentores.

Los socialdemócratas y los Verdes, en una especie de lavado de conciencia colectivo, apuestan por las mujeres afganas para el Sájarov. Pero sólo por las afganas, olvidando a tantas y tantas mujeres que, gracias a Europa y Estados Unidos, han sido puestas bajo los designios de al Qaeda y el Estado Islámico en tantos y tantos países donde jugaron a las primaveras árabes para acabar con los regímenes laicos más sociales de la región.

Que no nos cuenten milongas. No son derechos humanos. Es pura geopolítica.

Tomado de Nueva Revolución

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