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¿Mano o guante?

No es necesario ser un especialista, un científico, para saber que, desde los más diminutos hasta los mayores, los organismos vivos necesitan y tienen mecanismos de defensa, que avivan al ser agredidos, y su autodefensa los puede desbordar, influir en su entorno. Esa realidad —similar a la ley de acción y reacción propia de la física— se manifiesta en la generalidad de ellos: desde los microscópicos y otros menores, pasando por una persona, un colectivo como una familia o un país, hasta el conjunto humano.

Pensemos en una familia que, en su barrio, sufra la hostilidad de un vecino indeseable. Junto con las desventajas que afronta en ese entorno, el acoso puede también granjearle simpatía y solidaridad de personas que tienen o sienten algún grado de identificación con ella o sencillamente responden a valores y sentimientos justicieros. Y vale suponer que esa familia agradecerá el apoyo que recibe.

Ahora bien, probablemente no todo ese respaldo obedezca a iguales intenciones y perspectivas, lo que puede complejizarle a dicha familia la percepción de la realidad: en particular, no únicamente, por los modos como se proyecten quienes se lo ofrecen. Será acertado tener en justa cuenta esos modos, y tratar de impedir desequilibrios al ejercer la gratitud.

¿Será inevitable que, por reconocer la solidaridad venida de fuera de la familia, ella ignore o minimice el reconocimiento merecido por sus integrantes, quienes sufren el acoso y plantan cara contra él? Dar por natural, sin más, el esfuerzo que sus miembros hacen dentro de ella en favor de la colectividad y de sí mismos, puede conducir, cuando menos, a silencios injustos.

En cuanto a cómo se proyecten o se autopresenten quienes la auxilian desde el exterior, quizás la verdadera solidaridad se ejerza de manera natural, como harán quienes saben que cumplen un deber, y no buscan elogios, aunque no tengan por qué renunciar a que se reconozca lo que hacen. El justo reconocimiento vale también como estímulo para que se propaguen las buenas actitudes. Para la familia beneficiada por la solidaridad es también un deber apreciar lo que recibe, cuidándose de no incurrir en desbalances ni guiarse irracionalmente por la pasión con que tal vez algunos practicantes de la solidaridad proclamen lo que hacen por ella.

Las desmesuras pueden llevarla tanto a ser injusta con personas a quienes solo obedecen a la satisfacción de hacer el bien calladamente, como a tomar otras posturas indeseables: en ellas cuentan no saber diferenciar el entusiasmo que puede ser consustancial a la voluntad solidaria, de un lado, y, de otro lado, actitudes que se acercan a la vanidad, o se adentran en ella, si es que no procuran obtener posibles réditos, aunque no sea más, ¡ni menos!, que en términos de prestigio.

La realidad se complica por lo variopinto de las mediaciones que pueden operar entre esos polos. Y si las complejidades son cosa seria para una familia, ¿qué decir cuando el organismo agredido es todo un país, asediado por una potencia poderosa y sin escrúpulos, que tiene cómplices incluso dentro del país que ella agrede? ¿Será fácil hacerlo todo bien? Los seres humanos no son ni dioses ni computadoras, y cuanto mayor sea la complejidad que deban enfrentar, más difícil les será actuar ante ella.

El análisis de la realidad debe ser permanente, y en él intervienen elementos heterogéneos. Por lo que respecta en particular a Cuba, en ellos se incluye con frecuencia un hecho de especial relevancia: quienes le profesan solidaridad no tienen ni remotamente con los gobiernos de sus respectivos países la identificación por la que apoyan a un pueblo empeñado en construir una sociedad justa.

Pueden correr peligros por esa identificación, que les da derecho a considerarse ideológicamente parte del pueblo agredido, y es elementalmente justo que él les corresponda con un reconocimiento muy distante del ninguneo, cuando no repudio oficial —sin descartar persecución—, que sufren en sus países. El autor de este artículo ha presenciado, fuera de Cuba, la reacción de personas ante medidas que se han tomado aquí, como destituir a determinados dirigentes o funcionarios.

Al calor de su reacción, exigían que Cuba les diera explicaciones, aduciendo que tenían derecho a recibirlas por sus vínculos con ella, aunque dichas medidas fueran parte de un proceso que concernía estatalmente al país que las tomaba. Quienes reaccionaban de ese modo actuaban con buenas intenciones, y también se debe considerar que podía moverlas el reconocimiento personal de que gozaban, hasta públicamente y a niveles altos, en una familia —un país— que quizás no trataba de igual modo a sus propios miembros, suponiendo que no hacían más que cumplir su deber.

En cuestiones humanas —de eso se trata— es difícil actuar siempre con la precisión aconsejable. Pero hacerlo es, cuando menos, un desiderátum al que no cabe renunciar. Es justo, por ejemplo, el afán de que la nación mantenga los mejores y más naturales vínculos con su emigración —la suya: no la integrada por quienes promueven contra ella agresiones armadas de la potencia que busca asfixiarla—, pero eso no debe conducir a equívocos, favorecidos además por cambios necesarios y a veces más o menos súbitos.

Quienes pese a todos los pesares permanecieron en Cuba decididos a trabajar por ella, y defenderla, no deben aspirar a reconocimientos especiales, pero tienen el derecho a reclamar que no se les ignore. En eso se piensa —y no es un ejemplo imaginario— cuando la televisión nacional, y no precisamente en un espacio de poca monta, propicia o admite acríticamente que un cubano emigrado, de visita en el país, declare que invertirá en su patria —desde el exterior— “para salvarla”.

Esa actitud puede calificarse de buena, o necesaria; pero el capital, mayor o menor, que las personas emigradas pueden emplear para esa “salvación” —partamos de estimar que es un afán sincero, limpio— no lo acumularon ni en Cuba ni de cualquier modo. Lo consiguieron porque, a diferencia de quienes permanecieron en Cuba dispuestos a correr su suerte, se fueron a otros lares, en particular a los Estados Unidos, donde los benefició una realidad hostil, violencia por medio incluso, a los ideales de justicia social y equidad defendidos por Cuba con las banderas del socialismo.

Que en las actuales circunstancias, marcadas por una derechización mundial galopante, la realización de esas metas parezca alejarse, o de hecho se aleje, no autoriza a echarlas por la borda olvidando cuánto han costado y cabe calcular que seguirán costando. Las buenas intenciones no bastan y, si no se tienen claras las ideas, se puede caer en confusiones graves, y no solo avalar entusiasmos sanos y bien ordenados, sino también actitudes no forzosamente limpias.

Aunque solo se tratara de algo que no hubiera pasado de ser una posibilidad, las implicaciones de ese peligro no son como para ignorarlas. La unidad revolucionaria está incompleta si no incluye elementos, fuerzas, que merecen formar parte de ella. Pero los corre igualmente, o más, si da cabida a intereses espurios. Viene al tema un discurso de José Martí que a menudo se cita para calzar una unidad amorfa, sin riberas, ajena a su propósito, como lo evidencian la letra y el espíritu del propio discurso aludido.

Se trata de la joya oratoria —una entre las suyas— que pronunció en Tampa, ante compatriotas emigrados, el 26 de noviembre de 1891. Del feliz lema final, “Con todos, y para el bien de todos”, suele abusarse sin contemplaciones, cuando no de manera culpable. ¿Habrán faltado oportunistas y demagogos que lo citen? Ojalá fuera ese el único texto suyo que con frecuencia ha sufrido usos tales.

Martí redondeó el discurso con este llamamiento: “Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: ‘Con todos, y para el bien de todos’”. Pero antes eslabonó señalamientos de individuos y, sobre todo, de fuerzas sociales que se autoexcluían de una totalidad que él no idealizaba. Era optimista, no iluso, y con los varios “¡Mienten!” que enfatizó a lo largo del discurso enumeró y reprobó obstáculos opuestos a los ideales que él defendía. A esos obstáculos, y a otros, se refirió reiteradamente en varios textos.

En el discurso citado impugnó a quienes menospreciaban —y pretendían que se les temiera— a los cubanos que venían de la esclavitud y eran parte inseparable de una nación que muchos de ellos defendían como el que más, incluso con las armas. Refutó asimismo a quienes pretendían separar a cubanos y españoles con barreras contrarias a la unión de quienes estaban dispuestos a dar su apoyo —o participar en ella— a una lucha que hermanaba a cubanos y españoles justicieros, mientras había cubanos que servían a la metrópoli. Y, así como a otros, impugnó también a quienes propagaban el miedo a la guerra y sembraban dudas fatídicas para el espíritu insurreccional necesario.

Antes y después de ese discurso, hasta la víspera de su muerte en combate, repudió las rémoras antipatrióticas, señaladamente a los anexionistas y autonomistas que en su carta póstuma a Manuel Mercado caracterizó como dispuestos a tener un amo, yanqui o español, que les mantuviese o les creara, “en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.

En el mismo discurso de Tampa trazó un deslinde válido no solo para la etapa en que se preparaba la guerra, sino proyectado hacia el futuro y que conserva su carácter de brújula para nuestros días no únicamente en lo relativo a cómo tratar los gestos solidarios. Advirtiendo contra la falsedad que puede concernir también a otras esferas, como el ejercicio de la autoridad y la condición revolucionaria en general, exclamó: “¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural! A todo el que venga a pedir poder, cubanos, hay que decirle a la luz, donde se vea la mano bien: ¿mano o guante?”.

El alcance en hondura y proyección de esa advertencia no se agota en unas pocas citas, pero quede esa para ejemplificar su previsión de peligros que no han cesado, y no cabe suponer que cesarán por decreto o pura voluntad. Ante ellos debemos mantener los ojos bien abiertos.

No se responde aquí a quienes pudieran escudarse en el reclamo de no incurrir en paranoia o desconfianza irracional. Esa no era la perspectiva de Martí en su tiempo, ni es la que hoy nos corresponde mantener. Tampoco estará de más dejar claro que este artículo no aboga por el mal de la ingratitud, ni intenta igualar bajo un único rótulo a todas las personas que, conocedoras del valor que tiene el elogio justo y oportuno, puedan reclamar, o esperarlo al menos, el que consideren merecer.

Volvamos a Martí, que tanto ilumina. Recordemos “La última página” del tercer número de La Edad de Oro. Refiriéndose al texto que aparecería con el título “Historia de la cuchara y el tenedor” en la cuarta entrega de la revista, escribió: “en todo lo de esta vida hay siempre un desventurado. Y el desventurado de La Edad de Oro es el artículo sobre la Historia de la Cuchara, el Tenedor y el Cuchillo, que en cada número se anuncia muy orondo, como si fuera una maravilla, y luego sucede que no queda lugar para él. Lo que le está muy bien empleado, por pedante, y por andarse anunciando así. Las cosas buenas se deben hacer sin llamar al universo para que lo vea a uno pasar. Se es bueno porque sí; y porque allá adentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien, o se ha dicho algo útil a los demás”.

Eso lo saben, y lo honran, quienes cultivan del modo más limpio y desinteresado, ejemplar, el espíritu y las prácticas de la solidaridad, y en general el servicio a los más elevados ideales. Merecen por ello la mejor gratitud.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

3 thoughts on “¿Mano o guante?

  1. Gracias —una vez más y siempre, sin cansarnos de ello— a Luis Toledo Sande, por iluminarnos oportuna y atinadamente con la luz martiana en un tema de tanta actualidad como importancia. En asuntos tan sensibles para nosotros como la solidaridad y la gratitud por ella, la medida y la
    compostura pueden ser fatales por defecto o exceso. Avivarnos ante esos peligros e invitarnos a rectificar conductas indeseables, por impertinentes, es el claro mensaje martiano de quien, desde la modestia pero con la firmeza de la autoridad moral, lo siente y expresa en su reconocida condición de discípulo
    aventajado del Maestro.

  2. Excelente artículo que ilumina y esclarece principios. Felicidades a Luis Toledo Sande que siempre está con la pluma en ristre

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