El vuelo rumoroso de los tules danza, flota, gira, salta, en las pupilas de los espectadores. Una señora de anteojos nacarados demuestra su admiración al inclinarse una y otra vez hacia delante, como si no bastara la cercanía que los lentes suscitan para apreciar aquel prodigio divino que es todo un acontecimiento, un primor de taconeos, cadencias, movimientos, en la ciudad principal de la Isla de Cuba, el territorio más preciado que España aún conserva en ultramar. La isla de los puros habanos ya conoce la novedad de los caminos de hierro, la máquina de vapor, la alquimia de hacer “hielo” o “nieve”, la afición a la botánica de los jardines y el arribo de buques de vapor al puerto.
Un hombre en primera fila ha dejado vacía la butaca del teatro en varias oportunidades y como electrizado se ha levantado a aplaudir a solas, eufórico y conmovido, mientras el resto de los asistentes a la función permanecen impávidos y en silencio, la vista fija en aquel vendaval de pasos y giros de La Cachucha, en El Diablo Cojuelo que interpreta la joven bailarina, y como extasiados en el sonido de adoquín de las castañuelas que sus manos incansables hacen retumbar con excelentes y desconocidas connotaciones de sonidos muy españoles, evocadores del chasquido de las piedras, los maderos o las conchas.
La bailarina austríaca ha subyugado París con su sensualidad, y ahora baila en La Habana. Nada ni nadie puede sustraerse al influjo arrollador, al encanto de su presencia, al repiqueteo de sus diminutos pies sobre el entablado, a los estremecimientos de su cuerpo flexible y frágil, vaporoso e insinuante, al sentimiento que su alma pone a centellear sobre el escenario en fulgurantes ballets que han hecho época en Europa y la traen al mágico mundo de las Américas, a la mayor de las islas antillanas, tras una travesía trasatlántica de oleajes intensos y temores huracanados.
El destino definitivo de la danzadora es el puerto de Nueva Orleans, desde donde se adentrará en los Estados Unidos para cumplir una gira que vislumbra demorará dos años, o tal vez más tiempo. La Habana es un magnífico preámbulo para ese recorrido, ciudad cosmopolita, punto obligado de reabastecimiento de las flotas y las navieras, paisaje insólito de verdes exuberancias y amanecidas frescas, donde confluyen lo nuevo y lo viejo, las tradiciones y los audaces rompimientos. Al llegar, se hospeda en el Palacio del Conde de Peñalver, no muy lejos del palacio del Capitán General español que representa a la Corona y ejerce sus desafueros en la Isla.
En enero de 1841, la joven debuta en el Teatro Tacón con el ballet La Sílfide. En la amplia y afamada sala ofrece seis funciones a teatro lleno que dejan inaugurada la temporada de danza. Ella es la celebridad que motiva todos los comentarios y rumores en las tertulias y las fiestas, los cafés y los restaurantes, en las oficinas y los comercios, las páginas de los diarios y especialmente, en las discusiones y sutilezas políticas. La sacarocracia isleña ha demostrado su poder en cortesías desmesuradas y donaciones altruistas que no han pasado por alto las autoridades peninsulares y han sido entendidas ciertamente como insinuación deliberada de pujanza y robustez, como reto sutil o guante de seda lanzado por los criollos, mientras Fanny Elssler fascina, seduce y deja de ser ala de lo real para convertirse en susurro danzarino en sueños, mito por siempre.
(Originalmente publicado en Juventud Rebelde, 2004)