COLUMNISTAS

Entrados ya en el año 66

Solo cabe imaginar lo que el proyecto revolucionario cubano —Cuba— sería hoy de no haber sido por la implacable hostilidad de los Estados Unidos. El gobierno de esa potencia no tardó en reaccionar contra una Revolución que no se limitó a derrocar la tiranía vernácula y proyanqui sufrida por Cuba en la cadena opresiva que él le había impuesto con la intervención militar de 1898.

La injerencia imperialista ató a Cuba con distintos lazos, incluyendo la fuerza de las armas y, durante décadas, la Enmienda Platt, artimaña cuyo espíritu no se extinguió con la derogación jurídica de su letra. Todavía hoy perdura la ocupación ilegal, e inmoral, de territorio cubano de Guantánamo por parte de los Estados Unidos.

Lejos de resignarse a un triunfo parcial, la Revolución se decidió a lograr que la nación dejara de ser el botín de guerra —our colony of Cuba, la llamó una voz ilustrada y “objetiva” de la cultura imperial— con que la potencia injerencista se había alzado. Si la complicidad de la Corona española con el poder que la humilló en 1898 pareciera cosa del pasado, hoy siguen en pie, y no son sus únicas manchas, los rejuegos de esa Corona con la marroquí en contra del pueblo saharaui.

El imperialismo estadounidense —ahorremos calificativos implícitos, como criminal y soberbio— no podía permitir que Cuba se librase de sus garras y, con ello, diera ese ejemplo al mundo. De ahí la rabia que ha incluido acciones armadas, desde actos de terrorismo, con bandas de alzados en varios puntos del territorio nacional, hasta la invasión de 1961 por Playa Girón y sus inmediaciones.

El número de Judge correspondiente al 10 de agosto de 1895 —ya Cuba, desde el 24 de febrero, en un nuevo período de guerra por su independencia— apareció con esa ilustración de cubierta del caricaturista Bernhard Gillam, nacido en Inglaterra, pero estadounidense como la citada revista. Recientemente lo reprodujo en su perfil de Facebook el periodista cubano Miguel Fernández Martínez, con la siguiente traducción del pie de grabado: “El problema en Cuba – Tío Sam: ‘Hace tiempo que le tengo echado el ojo a ese bocado; supongo que tendré que asimilarlo’”.

En semejante hostilidad descuella el bloqueo que dura ya más de seis décadas, instaurado —como desde el comienzo han reconocido sus voceros— para causarle al pueblo cubano penurias que privaran al gobierno revolucionario del apoyo con que ha derrotado una tras otra las maniobras imperialistas dirigidas a reconquistar Cuba. En esa arena brillaron el ejemplo y las lecciones del Comandante en Jefe Fidel Castro, quien seguirá siendo El Líder de la Revolución y su pueblo, sobre todo si de lucha se trata.

Al celebrarse el aniversario 65 del triunfo de la Revolución, el general de ejército Raúl Castro Ruz, el líder vivo de mayor jerarquía que hoy ella tiene, trazó un balance del camino recorrido y dijo: “hemos tenido que enfrentar la permanente y perversa agresividad del enemigo”.

Tras citar ejemplos de esa agresividad, expresó: “La política de hostilidad permanente y de bloqueo del gobierno de los Estados Unidos es la principal causa de las dificultades de nuestra economía. No tengan duda de esta realidad, aunque el enemigo invierta millones de dólares y mucho esfuerzo para ocultarla”.

Al denunciar esos actos criminales —que tienen resumen y cúspide en el bloqueo—, el dirigente que ha sobresalido en la vida nacional desde 1953, y que tan estrechos vínculos ha tenido con las decisiones revolucionarias adoptadas desde 1959, en especial durante las últimas décadas, también sostuvo: “Lo anterior no significa en modo alguno que desconozcamos nuestras deficiencias y errores, que nunca han sido de principios”.

Tal reconocimiento no es solo expresión de la honradez propia de una Revolución verdadera, erguida en el camino de José Martí y Fidel Castro. Es asimismo un vital acto de estrategia, por los efectos que nuestras deficiencias y errores podrían acabar teniendo en el seno del pueblo, garante decisivo de la permanencia de la Revolución. Aun teniendo el bloqueo el peso que tiene, el propio Comandante advirtió que, en lo determinante, la existencia de la Revolución depende de nosotros.

En su conocido discurso del 17 de noviembre de 2005 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, conocido pero nunca excesivamente citado, hizo más, mucho más, que recordar el motivo visible del acto en que lo pronunció: los sesenta años transcurridos desde su ingreso en esa Universidad, donde quedó sellada su entrega a la lucha revolucionaria, su alea jacta est.

Limitarse a tal rememoración, por legítima que fuera, habría sido un narcisismo político ajeno a la conducta del orador, para quien toda circunstancia daba pie a reflexiones guiadoras. En el acto de la Universidad, surgido de una conversación suya con jóvenes dirigentes estudiantiles, El Líder iría —como el martiano radical que era— a raíces profundas. Sabía lo nocivo que era y seguiría siendo el bloqueo, y declaró: “Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”.

Así hablaba quien había calado a fondo en lo que él llamó desmerengamiento de la URSS y el campo socialista europeo. Si de esa experiencia —con frutos como el retorno al capitalismo en hombros de exitosos oligarcas — no se hubieran extraído todas las lecciones, habría que apurarse en hacerlo, y tenerlas debidamente en cuenta, antes de que sea demasiado tarde.

El zahorí guerrillero revolucionario, que predicaba con el ejemplo, sabía que la hostilidad del enemigo fortalece la conciencia patriótica y la voluntad de lucha del pueblo; pero los errores internos pueden debilitar esos bastiones y propiciar la insatisfacción colectiva. Ese objetivo estaba y está entre los más sórdidos y también más perspicaces fines del bloqueo.

El esclarecimiento de esa realidad es cardinal, y puede verse entorpecido tanto por dudas, temores y vacilaciones como por una paralizante noción de la autoridad. Frente a ello tienen deberes primordiales todas las personas interesadas en salvar la patria, los caminos de su Revolución y, si dolorosamente ya en lo inmediato no fuera posible salvar en su plenitud el socialismo, las conquistas alcanzadas en el afán de construirlo. Solo así podrá lograrse que perdure como ideal para el futuro.

Se tratará, siempre, de cambiar todo lo que deba ser cambiado o no haya más opción que cambiar, no necesariamente todo, peligro de bandazo sobre el cual ha insistido en sus advertencias la sabiduría popular, el genio colectivo. Como acto de supervivencia, no lujo teórico, la necesaria disquisición impone a cada quien, o a cada sector o frente, los grados de responsabilidad propios de su posición en la estructura social.

La prensa, que tiene en ello una misión relevante, no puede resolver por sí sola todos los problemas, y todavía menos hará si no se le permite cumplir cabalmente su cometido.

Aunque la Revolución ha tenido como premisa no acudir a terapias de choque en la aplicación de medidas y cambios, las consecuencias de pifias y deficiencias internas pueden ser muy costosas, aunque se pueda pensar que no han sido de principios. Para poner apenas un ejemplo, pasos considerados reordenadores y necesarios han conducido a tener una gran cantidad de jubilados que se ven en el trance de intentar vivir con pensiones que —para no atascar el texto en cifras y cálculos— vale apuntar que no alcanzan ni para comprar un kilogramo de leche en polvo.

Esa es una forma de quedar, si no desamparados, con un amparo muy exiguo, y sería triste reservar la compensación a medidas de asistencia social. No a todas las personas jubiladas, porque no todos los sectores han corrido la misma precaria suerte, pero sí a una amplia mayoría se les fijaron pensiones establecidas a partir de cálculos que se definieron como pragmáticos, para consternación de quienes saben qué es el pragmatismo.

De hecho, el resultado fueron pensiones insuficientes establecidas sobre bases irreales, mientras quienes empezaban su vida laboral recibirían salarios varias veces mayores que las penosas pensiones asignadas a quienes habían entregado décadas de su vida a trabajar para el país. La necesaria reversión de tan doloroso desequilibrio no se debe encomendar ni al asistencialismo ni a la filantropía de sello capitalista. Sobresalta ver magnificado acríticamente, como ejemplo de solidaridad, una cena auspiciada por nuevos ricos para personas mal amparadas, “regalándoles” alimentos adquiridos con el mismo dinero que se le arranca al pueblo por la vía de precios abusivos.

“Que el rico dé de lo que le sobra, es justo, y bien poco es, y no hay que celebrarlo, o la celebración debe ser menor, por ser menor el esfuerzo”, afirmó José Martí en “Los pobres de la tierra”, artículo publicado en Patria el 24 de octubre de 1884. Al enaltecer la contribución que esforzadamente daban a la lucha revolucionaria los más humildes no lo frenó la búsqueda de la unidad entonces necesaria —y de la que él era artífice mayor—, no para mantener el poder revolucionario que no se había alcanzado, sino para preparar la guerra indispensable que aún demoraría más de un año en comenzar.

Mucho se debe meditar sobre un tema tan importante, y un artículo da para muy poco. El autor, a quien ni de lejos se le ocurre creer que ha dado veredictos infalibles, no rehuirá volver sobre el tema. No es economista, y la economía no debe ser tiránica, pero requiere especial atención, y dominar conocimientos que él no tiene. Solo puede aspirar a que los errores cometidos en tanteos económicos —sin tiempo ya para prolongarlos indefinidamente— no los pague el pueblo: no lo merece, y sería un triunfo del imperio que intenta asfixiarlo con bloqueo y otras formas de agresión criminal.

Imagen de portada: La Bandera de la Estrella Solitaria y la de Carlos Manuel de Cépedes ondean en La Demajagua. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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