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Matemáticas

Cuando le dije a mi madre que mi profesora de Matemáticas del Pre Universitario  se llamaba Nelsa Peñalver, dio un salto. Había sido su compañera de estudios. Era su amiga. Cuando le devolví a la maestra, aquella cercanía inesperada, desplazó sus espejuelos, me miró fijamente, como escrutándome.  Y un tono desconocido recorrió aquel pasillo, aquel pasillo inmenso:

―¿Eres el hijo de Caridad?…  Si fueras tan inteligente como ella.

No agrego ni una letra de más.

El aire se congeló. Agradecí el elogio vasto; pero sin saberlo, sin quererlo, había depositado sobre mis hombros adolescentes, una carga extra. O tal vez despejaba una ecuación de tercer grado, que el destino le había puesto delante, justo ahora.

Cuando todo comenzó a complicarse, cuando emergieron las integrales y las derivadas, reconcentré mi  atención. Se me fundieron la pizarra, la libreta y los libros. Lo que no lograba comprender en el aula, lo retomaba en casa. A marcha forzada.

Así, no sé como, logré el máximo en la asignatura. Suspiré al escuchar aquel cincuenta, aquella redondez. Era la mitad del camino. En el interín ― ya la Universidad a tiro―, llegaron las boletas. Será Periodismo, me dije, y a eso me abracé con todas mis fuerzas… aunque restaba el examen final de Matemáticas.

No tengo a menos confesarlo. Era mi varilla a saltar y andaba alta.

El día cero llegó una mañana decisiva. La recuerdo fresca, demasiado fresca. Cuando leí los enunciados, cuando  repasé las cinco preguntas, empecé a caminar por la Luna. Era otro idioma. Me dieron ganas de salir corriendo, de bajar  las escaleras, sin mirar atrás.

Me sujetó la cordura. Me ató el porvenir. Miré en la lejanía, imperturbable,  el rostro de Nelsa, mi profesora, la amiga de mi madre.

Lentamente logré descifrar un inciso, luego una pregunta completa, la mitad de otra… y me incliné sobre la mesa. Viajo a ese instante ahora mismo. Tiemblo. Me increpé, me exprimí.  Cuando entregué la hoja ―con varios espacios en blanco―, musité para mis adentros  una oración de factura propia.

Una sombra me siguió camino a casa. Hice silencio cuando me preguntaron. Silencio, por largo tiempo.

Pasaron unos días, unos pocos. Y heme aquí ante el mural, ante un enjambre de muchachos desesperados. Yo, uno de ellos.  No vi mi nombre a la primera. El papel bailaba, los números se corrían. En el segundo intento, logré ver la C y deslizé el dedo hasta la calificación. Cuántas cosas se me juntaron de pronto.

Había aprobado con el mínimo. La guilotina se había detenido a un centímetro de mi cuello. Podía haber saltado, pero bajé la vista, me encogí… cuando la profesora me increpó en silencio. Será la última vez con estos números. Me equivocaba.

Cuando la vida exige despejar sus ecuaciones, cuando los guarismos andan cuesta arriba, cuando el tiempo ya comienza a pesar;  uno se da cuenta que las matemáticas te rodean, te sacuden. Te examinan a cada paso.

No habrá milagros.  No prometo las notas más altas. No… pero una cosa sí puedo decir:  yo lo sigo intentando.

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Reinaldo Cedeño
Periodista, poeta y promotor cultural. Ha ganado en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo Cultural. Premio Latinoamericano de Crónicas (Portal Nodal Cultura, 2016). Creador del Concurso Caridad Pineda in Memoriam de Promoción de la Lectura. Entre sus libros: El hueso en el papel (Editorial Oriente, 2011), A capa y espada, la aventura de la pantalla (Fundación Caguayo-Editorial Oriente, 2011), Poemas del lente (Hermanos Loynaz, 2013) y La noche más larga. Memorias del huracán Sandy (compilación, Ediciones Santiago, 2014 y 2015). Actualmente es redactor-reportero de la emisora Radio Siboney, miembro del Consejo Nacional de la UNEAC y vicepresidente del Comité Provincial en Santiago de Cuba. (Santiago de Cuba, 1968)

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