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La violencia

Por muy convencido que esté de la importancia de su profesión, un cirujano en su sano juicio no amará las amputaciones, ni las llevará a cabo para mutilar a seres humanos, sino para librarlos de miembros enfermos que pongan en peligro su vida. Algo similar cabe decir de la violencia, que engendra violencia y, considerada en abstracto, será indeseable, excepto para seres aberrados. Pero en casos concretos, como en la lucha contra la injusticia, puede ser ineludible.

Lo sabe un pueblo como el cubano, que se fraguó y alcanzó su soberanía acudiendo a la violencia emancipadora contra la violencia de poderes opresores. Como norma, el gobierno de los Estados Unidos procura neutralizar, o reducir violentamente, a los pueblos que se le opongan. Y durante seis décadas Cuba ha sufrido un bloqueo genocida, reforzado en los últimos años pese al repudio de la comunidad internacional.

El imperio cultiva y manipula los peores sentimientos, como el odio y la irracionalidad, que ciegan. Desarrolla tácticas criminales que los defensores de la libertad deben combatir sin dejarse contaminar por ellas, y sin que el agresor les ate las manos, ni propiciar que su justa lucha abra las compuertas al desorden que sus enemigos intentan fomentar como pretexto para sus maniobras.

En Cuba, hasta para el uso de las armas el Ejército Libertador en el siglo XIX, y el Ejército Rebelde en el XX, se guiaron por la ética. Emplearon el machete y el fusil, que no se habían fabricado para defender la libertad; pero no la tortura ni el hambre provocada, como hizo el régimen colonial español con la Reconcentración, y hace hoy en el mundo la potencia estadounidense, con guerras y bloqueos, como el que ha impuesto a Cuba.

Para quienes defienden la Revolución sigue vigente el reclamo ético de no dejarse dominar por el odio, ni por el lenguaje en que él se expresa. Así como la tortura es incompatible con la Revolución, que la rechaza, la vulgaridad y el odio conducen a odio y vulgaridad mayores. Trincheras nacidas de afanes revolucionarios no deben dar cabida a la jerga soez y degradante que abunda en la contrarrevolución.

No se debe confundir radicalidad con grosería, ni actuar irresponsablemente. El país vive amenazado con una invasión militar que tuvo un ostensible capítulo en Girón, y que hoy se enmascara adulterando el calificativo humanitaria. Quienes apoyan esos planes son capaces de exigir perdón para delincuentes que no solo saquean tiendas y roban bebidas alcohólicas y equipos electrodomésticos: también cometen otros actos vandálicos, criminales, como agredir a seres humanos y apedrear a un hospital pediátrico que cumple sus funciones. No se descarte que fabriquen muertos en su propio bando para culpar a las autoridades cubanas.

La confusión con que, al parecer, durante años se han tolerado en el país expresiones de vulgaridad y grosería, quizás haya tenido abono en lo que pudiera estimarse coqueteos “populares” con la marginalidad, calzados por sanos deseos de inclusión, o de que el lumpen no se rebele. Pero el lumpen es antisocial por naturaleza, y en esa medida es levantisco y manipulable.

Resentimientos y ausencia de valores mediante, puede ser nocivo, incluso letal, en medio de conflictos sociales, no digamos ya una guerra civil, en la que tanto el imperio disfrutaría ver a Cuba sumida. Frente a tales peligros, lo acertado será un más eficiente funcionamiento social, que incluya —además del esperado e impostergable crecimiento productivo— una labor verdadera y profundamente educacional, que a todos eleve hasta la luz, y contribuya a que nadie disfrute descender al lodo.

Antes de que alguien crea o quiera creer necesario recordárselo a quien esto escribe, quede claro que nada de lo aquí dicho intenta ignorar la existencia —él entre otros muchos— de revolucionarios insatisfechos con lo alcanzado y con las deficiencias internas que impiden lograr más. No solo entre contrarrevolucionarios y entre quienes integran grupos marginales habrá personas inconformes con el estadio a que ha llegado nuestra realidad. Pero no todas las motivaciones serán idénticas.

Sin descontar que habrá “equidistantes” afanados en aparecer como pontífices de la justicia, es necesario diferenciar rigurosamente el papel y la actitud de cada quien en las expresiones de descontento que hayan ocurrido u ocurran. Y cada quien será responsable de saber cuándo, cómo y dónde manifestar sus insatisfacciones. Tampoco faltan personas que no han sabido aprovechar para bien propio y de la colectividad las amplias opciones educativas propiciadas por la Revolución. Se diría que a veces ni siquiera han querido hacerlo.

Y no se debe olvidar que, aunque el país lograse el alto avance económico y material que le urge alcanzar, sin civilidad no se llegará a la vida amable que el pueblo merece. Para lograrla es ineludible cuidar la sanidad social en las calles, patrimonio de la ciudadanía, aunque en determinadas circunstancias recaiga en los revolucionarios y en su vanguardia, y en las autoridades, un papel decisivo para garantizar el orden y la paz.

Sean cuales sean los orígenes de la marginalidad —entre ellos el irrespeto a las normas de convivencia y a la propiedad social—, la delincuencia sirve a los enemigos del pueblo. Sería iluso descartar entre sus motivaciones la voluntad de actuar contra un proyecto justiciero que enfrenta obstáculos terribles, y ninguno lo es más que el bloqueo imperialista, que existe, digan lo que digan quienes no quieren verlo.

Grandes retos encara un país contra el cual el mayor poder imperialista del mundo decretó en 1962 ese bloqueo, con el fin expreso —que nadie debería olvidar— de que el hambre y las penurias privaran a la obra revolucionaria del apoyo mayoritario que la hizo posible, le dio el triunfo y la sostiene. Ahora, además de reforzar el bloqueo, los Estados Unidos buscan la alianza del coronavirus para demoler la Revolución Cubana.

No solo la inmensa mayoría del pueblo de Cuba fue consciente de una realidad apreciada desde la intuición poética y patriótica por Jose Lezama Lima: la Revolución abría una era de posibilidades infinitas. Esa realidad, estimulante asimismo para otros pueblos, especialmente en nuestra América, también la detectó pronto, pero desde la rabia, el imperio que vive de saqueos y acciones genocidas.

Ese es el poder que se empeña en impedir que las posibilidades abiertas por la Revolución se hagan realidad, y tiene el cinismo de acusar de fallido a un Estado que, pese a todo, cosecha logros que confirman la justicia de un proyecto de veras democrático, porque está pensado y hecho para bien del pueblo. No porque lo representen partidos que se autodenominen Demócrata y Republicano, aunque resulta cada vez más palmario que ni republicano es uno ni democrático es el otro: ambos son instrumentos del imperio y sus clases dominantes.

Si alguien tuviera dudas sobre la naturaleza de ese imperio, piense en por qué, con todo lo materialmente poderoso que es, necesita acudir a las mentiras más groseras y a prácticas criminales. Y por qué tiene de su lado a elementos de la peor estofa, que se proyectan como lo hacen y cometen los vandalismos que cometen.

Cuba no tiene por qué renunciar a defenderse para complacer a quienes apoyan que el imperio se apodere de ella. De conseguirlo, la sometería a prácticas de venganza, como el anunciado pase a cuchillo que aplicaría a quienes hayan sido fieles a la patria. A la vista está que para ejecutarlo no faltarían malhechores al servicio del invasor. Pero no cuenten con la resignación del pueblo cubano, que no traicionará su historia.

Imagen destacada: Obra de Isis de Lázaro.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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