DE TODO EL PAÍS

Puse mi alma en Escambray

Ninguno de los dos se imaginaba entonces en funciones de dirección; acaso estaban intrigados, solamente, por las prácticas a iniciar. Parados en el portal de Escambray, intercambiaron comentarios que la redactora alcanzó a escuchar mientras acomodaba a su niña en el coche, luego de recogerla en el círculo infantil.

El intento de conspiración sana flotó en el aire, nada menos que en ruso, un ruso sin pulir aprendido en la escuela. Cazados in fraganti, los estudiantes escucharon otra frase en el mismo idioma, a la que siguió una observación: “Ia vas pañimaiu”, es decir, “Entiendo lo que dicen”. Sobrevino la risa.

Siempre que se habla de mis orígenes en el medio de prensa Humberto Concepción y Juan Antonio Borrego sacan a relucir la anécdota. Tuvo lugar, a lo sumo, tres meses después de que Luis Herrera me abordara en la calle, mientras fotografiaba, frente a la casa donde vivía entonces, a mi hija primogénita. Él iba de pasada, seguramente camino a Escambray, y ante mi impericia con el lente me corrigió, ni corto ni perezoso, el ángulo, la luz y no sé cuántas cosas más. Tomó algunas imágenes que todavía conservo y se presentó como fotorreportero.

Jamás habría supuesto que seríamos colegas, amigos, como muchos de los que me nacieron en el medio de prensa, adonde llegué llena de dudas en busca de una plaza para mi desempeño profesional. Debía hacer uso de una lengua que no estudiaba desde los años de adolescencia, por eso cada nueva jornada de estadía pensaba que sería mi último día allí.

Urgió vencer, a partir de entonces, múltiples pruebas; la primera, escribir a máquina. Suerte la brevedad de aquellas notas que nos enviaban los corresponsales desde los municipios, cuando el diarismo tragaba todo y más. Pero no era lo mismo si se trataba de la columna destinada a las cartas, que fue puesta en mis manos tan pronto llegué.

Si alguien me hubiera dicho en aquellos primeros meses de 1985 que asistiría a la era digital no lo hubiera creído. Mucho menos, que andaría sopesando y compartiendo materiales en ese inmenso saco que es Internet, un recurso pensado a la medida de Cuba y su verdad. Escucharía esa idea, nada más y nada menos que en boca de Fidel, cuando en aquel segundo Festival Nacional de la Prensa Escrita, al que tuve la suerte de asistir, habló del desafío que teníamos por delante y definió como artillería gruesa la letra impresa del país, en lo tocante a periodismo.

En Escambray se moldeó mi carácter, rebelde y justiciero aún, porque no cambian las esencias. Fue en la casona de Santa Ana No. 10 donde nació la periodista que nunca pensé ser, a fuerza de ponerle corazón a cuanto hacía y recibir a cambio comprensión, apoyo, cariño familiar.

Conocer a la gente de esta provincia fue posible, en primerísimo lugar, a través de los escritos llegados a la Redacción. A los lectores agradezco su confianza para con la publicación; es por cuenta de ellos que he incursionado en temas peliagudos, a los que pongo el pecho, procurando, tal vez, esa defensa que no siempre consiguen en otros escenarios.

A la hora del recuento muchas vivencias se superponen. Hay huellas imborrables, como el olor a plomo mientras nacían los titulares y las líneas en el taller contiguo; las guardias hasta casi la medianoche; la imagen de Peláez, nuestro administrador de tantos años, con la vieja máquina de escribir sobre el motor para que yo pudiera laborar desde casa incluso con alguna de las niñas enferma. Porque después de Zoia, la que asistió al diálogo en ruso, vinieron las gemelas, de cuyas travesuras todavía se habla en Escambray al evocar los duros tiempos del período especial.

Debo hablar, asimismo, de cursos y más cursos, en ese afán de superación sin el cual no se sobrevive en el medio. De la necesidad de atemperarse a las épocas, porque han cambiado drásticamente. De historias asombrosas, contadas por seres emprendedores y sencillos que pueblan la provincia. De coberturas impensadas, unas tremendamente placenteras; otras de las que rasgan el corazón, pero marcadas por la urgencia y la necesidad de dejarlas escritas.

No sé si conseguí, como procuro cada vez, hacer un periodismo digno. Puse mi alma en Escambray, y no es que vaya a dejar de seguir haciéndolo. Empleo el tiempo verbal exclusivamente por una razón: un alto en el camino, podría decir, a modo de contestación a quien ya no me podrá escuchar.

No es mi padre, escritor autodidacta, la única raíz de lo que soy, sino parte de ella. A mi madre debo la otra porción, la de los genes dados a la lectura, la de las metas a destiempo, la de la fe y el optimismo. Tal vez ella habría preguntado lo mismo de haber estado allí, así que saldo, o pienso que lo hago, una deuda con ambos.

Esa mañana procuraba, en Bayamo, rescatar a mi padre de una incipiente desmemoria y le hablé de Escambray. El orgullo danzaba en mis palabras cuando él me interrumpió, jocoso, para un cuestionamiento. Su humor era el de antes. Había visitado el periódico y conocido a algunas de sus gentes.

“Habría que ver qué has hecho tú (remarcó el pronombre) para que tu periódico sea uno de los mejores de Cuba”, dijo con una risa socarrona. Divagué. Hablé de una estrategia, de buenos periodistas, de un equipo. Desde entonces me ha perseguido aquella observación, a la que agregó luego, cuando lo interrogué, su deseo de haber sido un periodista crítico.

He hecho algo, le dije entonces y le confirmo ahora. Pero, a la luz de los acontecimientos, me encuentro ante una especie de dilema que no consigo resolver. ¿Cómo hablar de lo que hice por mi periódico, si fue el periódico quien me hizo a mí?

Foto de portada: Vicente Brito

(Tomado de Escambray)

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