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La guerra de los símbolos

El símbolo sintetiza la representación de una idea, y su significado puede coincidir con el real o bien ser fruto de la imaginación o la manipulación. Los griegos sabían que se pensaba en imágenes y que era posible convertir en símbolos algunos conceptos esenciales o reiterados después de un proceso complejo, a veces convencional o arbitrario, que actuaba sobre la percepción, el reconocimiento, la memoria o el recuerdo. Explicar, por ejemplo, la identificación de la paz con una paloma llevaría a una serie de consideraciones fuera del propósito de estas páginas.

“Durante siglos, numerosos elementos de la mitología se representaron de manera simbólica de acuerdo con la ideología de cada cultura”. Foto: Internet

Lo simbólico se estudia dentro del campo de la semiótica, la comunicación, el arte, la literatura, las ciencias, etc. Durante siglos, numerosos elementos de la mitología se representaron de manera simbólica de acuerdo con la ideología de cada cultura, y dieron paso a la construcción religiosa de la que se nutrió la iconografía del Occidente cristiano: la cruz fue definitiva y ha formado parte del patrimonio cultural común.

La política ha empleado el símbolo para aportar valores nacionales como bandera, escudo e himno; la identificación con la pertenencia a un país, región o partido mediante emblemas, enseñas, distintivos o íconos fortalece la ideología de identidad. Pierre Bourdieu acuñó el término “violencia simbólica” por los años 70 para describir la relación entre dominador y dominado —lo que Antonio Gramsci había llamado “hegemonía cultural”—, incluso mediante inconscientes simbólicos; un poder muy estudiado posteriormente por la psicología, la sociología, la antropología, y no siempre aplicado y manejado con éxito, especialmente por ciertas zonas de las izquierdas que renunciaron a estos estudios por considerarlos “burgueses”.

Concluida la Segunda Guerra Mundial, se comprobó que el nazismo fue el generador en la Edad Contemporánea de la mayor cantidad posible de símbolos exitosos, con una impresionante efectividad y, al mismo tiempo, con un resultado nefasto: la cruz gamada y el saludo con el brazo derecho levantado llegaron a conmover a millones de europeos. La llamada Guerra Fría produjo una confrontación de símbolos entre la “sociedad de consumo capitalista” y la “sociedad colectiva del socialismo”. La “libertad” y la “democracia” contra el “peligro comunista” y la “cortina de hierro”, expresiones que se inoculaban en un imaginario común: el bienestar y el libre albedrío de un lado, y el miedo y la dictadura del otro. Los supuestos “valores occidentales” sustentados mediante una poderosa maquinaria alimentada por una economía que expoliaba el mundo; los del “socialismo real”, basados en una política a la defensiva, incluso en el campo simbólico.

Entre 1947 y 1957 se hicieron famosas las investigaciones del senador estadounidense Joseph McCarthy sobre personas acusadas de agentes o simpatizantes del “comunismo”, en quienes se depositaba toda la perversión del mundo, porque se les había “lavado el cerebro”. Luego de las denuncias a las purgas estalinistas —hasta su reconocimiento parcial en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética de 1956—, la propaganda macartista obtuvo cierta legitimidad. El método acusatorio en el Comité de Actividades Antiestadounidenses partía de un precepto muy simple: si no estás conmigo, estás contra mí. Esta “cacería de brujas” fue una de las expresiones en el período posbélico de la lucha entre potencias por ganar la supremacía militar, pues ya se había comprobado que dominaba la situación mundial quien más y mejores armas tuviera. También se había demostrado la eficacia de la guerra cultural —dentro de la que se incluían los símbolos—, en tanto esta podía ir inclinando la balanza, a veces inconscientemente, para aceptar, simpatizar o adherirse al “sueño americano”: se estaba al lado de la “estatua de la libertad” de Nueva York, o con “la hoz y el martillo” de Moscú.

Paralelamente, Allen Dulles, quien llegó a ser director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y sirvió a Harry Truman, Dwight D. Eisenhower, John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson en la Guerra Fría, además de a Franklin Delano Roosevelt en plena Segunda Guerra Mundial, creó un poderoso sistema de Inteligencia para Estados Unidos. Dirigió la Operación Paperclip para llevar a su país a los científicos nazis especialistas en armas, sin desdeñar la experimentación médica en seres humanos; emprendió la Operación MK Ultra, investigación sobre el control mental mediante el desarrollo de sustancias y procedimientos para ser usados en interrogatorios y torturas; planificó y desarrolló la Operación Sinsonte en los medios de comunicación masivos, iniciada en la década de los 50 para derrocar a gobiernos extranjeros, con mucho éxito cuando se combinaba con otras operaciones más duras. Por ejemplo, en 1953 Sinsonte, unida a la Operación Ajax, provocó el derrocamiento de Mohammed Mossadegh en Irán, quien había nacionalizado el petróleo; en 1954 se desarrolló una campaña periodística de descrédito junto a la Operación Éxito, decisiva en el derrocamiento del gobierno legítimo de Jacobo Arbenz en Guatemala, aunque su proyección nacionalista no revelaba simpatías por las posiciones comunistas. Palabras como “nacionalización” o “reforma agraria” eran símbolos muy inconvenientes, y englobados como “comunistas” reforzaban el espacio simbólico ganado por Occidente en una sutil guerra para descalificar a países aprovisionadores de materias primas. La guerra cultural de los símbolos daba resultados.

“La Revolución Cubana se había vuelto intolerable para la política imperial en América Latina”.

Dulles creó la Operación 40 destinada a derrocar gobiernos poco afines con la política de sometimiento a Estados Unidos, que fue dirigida por el vicepresidente Richard M. Nixon. La Revolución Cubana se había vuelto intolerable para la política imperial en América Latina, entre otras razones porque era un violento generador continuo de símbolos perjudiciales, no solamente “reforma agraria” o “nacionalización”, sino la propia palabra “revolución”, sus programas y los discursos frecuentes de Fidel Castro. Dulles fracasó en sus múltiples intentos de asesinar a Fidel, y ello, sumado a la escandalosa derrota en la invasión por Playa Girón, liquidó su carrera, al ser destituido por Kennedy como director de la CIA; hay quienes lo han señalado como posible autor intelectual del asesinato del presidente en 1963.

La Operación 40 sirvió para reclutar asesinos como Frank Sturgis, participante del escándalo de Watergate; Félix Rodríguez, implicado en el asesinato del Che; Luis Posada Carriles, autor de varios crímenes, incluida la explosión de la nave de Cubana de Aviación en Barbados en 1976; Orlando Bosch, fundador de la organización contrarrevolucionaria CORU, quien organizó el asesinato del exministro chileno Orlando Letelier en 1976. El presidente Johnson nombró a Dulles dentro de los siete puestos de la Comisión Warren para investigar el magnicidio de Kennedy, y como era de esperar, después de una demorada investigación no se arrojó luz sobre las causas del asesinato. Durante la década del 60, una parte de la izquierda, y sobre todo, la Revolución Cubana, le arrebató la iniciativa a Estados Unidos en la generación de símbolos, y se vio al imperio, entonces, en una posición defensiva.

No solo se habían multiplicado los símbolos en nombres y hechos manejados en la cotidianidad, lo cual afectaba las bases de credibilidad de la sociedad capitalista estadounidense, sino que comenzaron a descollar personalidades que perturbaban los esquemas del sistema cultural occidental. Patricio Lumumba, líder nacionalista que ocupó el cargo de primer ministro en la República Democrática del Congo en 1960, después de la independencia de Bélgica, fue salvajemente asesinado en 1961 con la complicidad del gobierno belga y del oficial del Servicio Exterior estadounidense Frank Carlucci, con el propósito de favorecer los intereses de las multinacionales en ese país. Transcurridos cuatro años, Lumumba no solo fue nombrado Héroe Nacional, sino que se convirtió en un símbolo de la lucha anticolonialista en África. El pastor bautista Martin Luther King Jr. desarrolló un activismo esencial en el movimiento por los derechos civiles de los afroestadounidenses en los momentos en que sus protestas se unieron al rechazo de los jóvenes a la guerra en Vietnam; adquirió un prestigio extraordinario en su lucha antisegregacionista mediante métodos no violentos y por ello fue reconocido con el Premio Nobel de la Paz en 1964; cuatro años después fue asesinado en Memphis y de inmediato se convirtió, hasta hoy, en un símbolo de los derechos civiles. Ernesto Che Guevara, incluso desde antes de su asesinato en 1967, se había erigido en símbolo mundial de lucha de los oprimidos, a lo cual contribuyó la enorme difusión de la imagen fotográfica de Alberto Korda y un movimiento artístico, cultural y hasta publicitario contracultural, que, por mucho que se haya querido revertir gastando millones, todavía emerge en diversos países.

“Ernesto Che Guevara, incluso desde antes de su asesinato en 1967, se había erigido en símbolo mundial de lucha de los oprimidos”.

La Operación Sinsonte de Dulles fue retomada en 1972 con un considerable flujo de dinero al periódico El Mercurio en Chile para contribuir, junto a la Operación Cóndor de Henry Kissinger —su creador y activo participante— al derrocamiento del presidente constitucional Salvador Allende, quien había despertado simpatías y esperanzas con su propuesta de una vía chilena pacífica al socialismo.

Sin embargo, quien iría recuperando poco a poco las fuerzas simbólicas para Estados Unidos fue Zbigniew Brzezinski, politólogo nombrado por Jimmy Carter como consejero de Seguridad Nacional. Diseñó un programa de pensamiento cultural para las relaciones internacionales basado en el realismo político, en oposición al idealismo, adoptado en Estados Unidos y en algunos países de Europa, muy eficaz para detener el declive simbólico del capitalismo para revertirlo a su favor. Su gran éxito estuvo en el enfoque del compromiso —selectivo— con los “derechos humanos” y las denuncias sobre violaciones de estos derechos a “disidentes” u oponentes, críticos y desafectos al socialismo. Términos como “democracia”, “libertad” y “sociedad civil” se resignificaron, y el socialismo se los dejó arrebatar de su propio lenguaje.

La CIA se tomó muy en serio la importancia de la influencia simbólica en la opinión pública. Revelaciones desclasificadas del gobierno de Estados Unidos demostraron el éxito de las operaciones encubiertas de propaganda en Chile con el Proyecto Fubelt. El lingüista y politólogo Noam Chomski, basado en la cínica expresión de “fabricación de consenso” del periodista Walter Lippmann, estudió los sesgos cognitivos del falso consenso en la manipulación de la opinión pública, mediante el concepto de “consenso manufacturado”; se dejaba atrás la represión autoritaria en el lenguaje y se conducía la conciencia de los votantes hacia la apariencia de un “consenso democrático”, que en realidad era una fabricación lingüística. La construcción del mundo simbólico se enriquecía con nuevos aportes.

La “propaganda negra” de los años 80 fue uno de los pilares externos en la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; lo que hoy llamamos “falsas noticias” difamaban, falseaban, adulteraban, mixtificaban, confundían, tergiversaban y descalificaban con técnicas de sesgos, omisión, distorsión, seducción, montaje, amplificación y repetición a una velocidad vertiginosa. Fueron superadas o “microlocalizadas” las antiguas guerras “de primera generación” con armas de fuego y ejércitos profesionales; las de segunda generación, iniciadas con la Primera Guerra Mundial y sus inmensas movilizaciones de grandes ejércitos, alto poder de fuego y millonarias muertes; también quedaron atrás las de tercera generación, que combinaban la rapidez, la tecnología, el espionaje, la capacidad de actuar en el aire y la tierra, el dominio de las comunicaciones, el apoyo logístico, la guerra psicológica y el bombardeo de información para desacreditar, desalentar y desmoralizar al contrario. En la guerra de cuarta generación no solo se emplearon todas esas armas posibles, incluidas la guerra de guerrillas, la guerra de baja intensidad, la guerra de terrorismo de Estado, entre otras, sino que ha cobrado un mayor protagonismo la influencia en la población civil para provocar un conflicto, bajo el uso de las nuevas tecnologías de la ciencia y la información: una guerra irregular urbana, y para tener ganado el teatro de operaciones se necesita poseer el universo simbólico.

Las llamadas “revoluciones de colores” constituyen la última versión en la transformación de la guerra actual, usando la llamada “guerra híbrida”, en que se une todo lo anterior con una descomunal actividad de las redes sociales usadas mayoritariamente por jóvenes, y representantes de la cultura como activistas o agentes de presión. En la guerra contra Libia de 2014 se publicó muchas veces por diferentes medios que el gobierno de Muamar el Gadafi envenenaba las aguas; falsas informaciones creídas por una buena parte de los libios. Para llevar a cabo este tipo de guerra hay que contar con millonarios presupuestos para sobornar —algunos llaman “pagar”— a los principales activistas. Se buscan o fabrican líderes de opinión capaces de atraer la atención de personalidades significativas, y a veces a otros de diferente linaje que aspiran a figurar; algunos de ellos, inconformes, críticos y en desacuerdo con ciertas políticas injustas, inadecuadas, obsoletas…

El escenario funciona. Bourdieu ha explicado cómo la violencia simbólica ha condicionado no solo la manera de percibir, sino la forma de pensar y actuar. Hoy es tan importante como la violencia real, porque no es “espiritual” como algunos pudieran creer, sino que ocasiona efectos reales con resultados devastadores. La cultura y la información son las plataformas principales para ensayarla. No es casual que se actúe en el caso cubano contra símbolos nacionales como la bandera y la imagen de José Martí. Tenemos actualmente el blindaje de la Constitución, y nadie ni nada debe ir por encima de ella; pero ello no excluye crítica, debate, transparencia, participación y acción parlamentaria, no solo para lo objetivamente imprescindible, sino con lo esencialmente necesario para la cultura, la información, la política. No es un asunto privativo del Ministerio de Cultura: se trata de una guerra de Inteligencia en que los símbolos desempeñan un papel primordial, y nos atañe a todos.

(Tomado de La Jiribilla)

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