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Roger Ricardo: “La guerra es un susto”

Minutos antes de subir al IL-18 de Cubana de Aviación rumbo a Nicaragua, Roger Ricardo Luis dio el último beso a Iraida y la pequeña Patricia. Se agachó a la altura de su hija de nueve años y le dijo: “Voy a estar un tiempo lejos, tú verás que vuelvo pronto”. Abrazó a la esposa, como solía hacerlo en aquellas puestas de sol que disfrutaban juntos en la playa de Santa María, y abordó la aeronave un día de agosto de 1986.

“Sentí el fantasma de la separación con la posibilidad del no regresar, pues como corresponsal allí, tenía la guerra como un destino seguro”. Para el joven reportero la ida para el país centroamericano devenía gran compromiso. “Mi generación es raigalmente guevariana, teníamos muy cerca en el tiempo la epopeya del Che y hacia su ejemplo mirábamos con absoluta convicción”. Amigos y familiares ya lo habían antecedido en Angola y Etiopía, y otros menos jóvenes combatieron en la limpia del Escambray y estuvieron movilizados cuando la Crisis de Octubre.

“Luego, la Revolución Sandinista no fue para mí una estación de paso, una casualidad, sino un destino previsto entre las opciones que ya estaban presentes en el mapa geopolítico de la época y, además, tuve la gran oportunidad de hacer mi primera misión internacionalista ejerciendo mi trabajo de reportero y sentir con absoluta modestia que seguía los pasos de Pablo de la Torriente Brau a quien le debo, desde la adolescencia, mi vocación por el periodismo”.

Con todos esos pensamientos, Roger abordó en la madrugada el vuelo con destino a Managua. Las despedidas de ese tipo dejan huellas profundas y para siempre: “Es muy fuerte ese instante cuando uno entra al salón de última espera, se hace inminente el abordaje de la aeronave, y observas a través del cristal a los tuyos diciéndote un adiós que, por momentos, sientes que puede ser definitivo. Solo cuando el avión levanta el vuelo y el país se te va haciendo chiquitico hasta desaparecer bajo las nubes, te dices: ¡Me voy, pero me llevo a mis seres queridos conmigo!”.

En ese viaje de “primerizo” se suele repasar lo vivido. Roger recordó entonces en esa suerte de retorno a la semilla lo que le dijo su padre cuando a los 13 años de edad dejaba su natal Holguín para irse becado a La Habana: “¿Usted se montó en el caballo?, pues ahora dele pa’lante y no se atreva a bajar”.

El reportero divisó los primeros claros de luz a 24 000 pies de altura, mientras atravesaba el Caribe. “Había vuelos casi todos los días hacia Managua. Fue un viaje de poco más dos horas, donde iban compañeros de la colaboración civil y militar, diplomáticos, nicaragüenses y ¡hasta un cargamento de huevos!”.

Por un problema de seguridad, las aeronaves cubanas tenían que subir a una altitud donde no las pudieran alcanzar las armas de la contrarrevolución. “Siempre se especuló que en cualquier momento los contras podían disponer de cohetes antiaéreos portátiles suministrados por Estados Unidos. Hasta llegaron a decir que derribarían un avión lleno de comunistas. Por eso, los pilotos de Cubana se mantenían a una altura donde estuvieran fuera del alcance efectivo de cualquier proyectil enemigo y, al sobrevolar Managua, describían una espiral descendente sobre la ciudad donde sí era posible la protección hasta tocar la pista del aeropuerto internacional Augusto César Sandino”.

Tras su arribo a la capital nicaragüense, se hospedó en el hotelito de Los Robles, gerenciado por Cubatécnica, empresa encargada de servicios de la Isla en el país centroamericano. Allí tenía su “cuartel general”, el grupo de prensa integrado por colegas de la televisión, Radio Rebelde, Radio Habana Cuba, Juventud Rebelde y Granma, y a Roger como jefe del equipo.

Cuenta que a su llegada, observó un grupo de niños escarbando tenazmente en los tanques de desechos ubicados frente a la instalación.

“Empezaron a tomar de la basura las latas de leche condensada con las cuales habían preparado el desayuno al personal cubano llegado antes. Le pasaban los dedos y se los chupaban con desesperación. ¡Fue como un terremoto en mi conciencia! Era mi primer choque, en vivo y directo, con la miseria. Después vi cosas peores allí y en otros países, pero esa imagen me acompaña como si la estuviera viendo ahora mismo”.

El periodista recién llegado pulsó rápidamente la vida de la capital nica, con su lago como espejo gigante y las ruinas del terremoto de 1972 que coronaban aún el centro de la ciudad como recuerdo y advertencia. “Managua era una mujer alegre y soñadora. La urbe parecía disfrutar la paz, como si la guerra se librara en el otro extremo del mundo y no a unos treinta kilómetros camino a Matagalpa.

“Claro, Managua no era París, pero allí cantaban, bailaban, jugaban pelota; las calles y los mercados estaban llenos de público; se sentían los aromas de los platos hechos a base de maíz;  las fiestas patrias, revolucionarias y religiosas eran multitudinarias y hasta por las noches se tiraban fuegos artificiales; los cines, salones de fiestas y discotecas estaban repletos. Mucha gente joven, con la sonrisa a flor de labios, proclamando, tal vez, la divisa existencial de esos tiempos: ¡La vida es hoy! Pero al mismo tiempo, uno percibía la atmósfera bélica porque había gente con fusiles al hombro, vestidas de camuflaje, mujeres de luto, los lamentos apagados y sentidos de los funerales de los caídos, los rezos por ellos y las historias de los combates estaban en los medios de comunicación”.

En las zonas de guerra (más de la mitad del país), las personas trataban de hacer una vida lo más normal posible de día, aunque en la mayoría de los rostros se percibía una mezcla de angustia y tensión por momentos. El entrevistado ilustra con palabras sus vivencias:

“Al caer la tarde, por ejemplo, la gente se recogía en sus hogares a cal y canto. Daban la impresión de ser pueblos muertos. Y cuando los perros ladraban a medianoche, se producía un sobresalto colectivo y silencioso. Todo el mundo se erizaba, pues se vivía con la posibilidad muchas veces comprobada de un ataque de los contras”.

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Para este corresponsal, la divisa existencial de esos tiempos era: ¡La vida es hoy! Foto: Guillermo de Jesús.

Roger aprendió en la práctica que la guerra como continuidad de política no se “cocinaba” solo en la capital. Había que ir a su verdadero epicentro: “La vida profesional con demasiada rapidez me corroboró una regla de oro para comprender y trabajar una situación tan compleja como esa: si me quedo en Managua, aunque sea el centro político neurálgico del conflicto, solo tendría una parte de la información, pues entonces había que ir a la guerra para tocarla con las manos. De ello dependía la mayor objetividad posible en mis despachos periodísticos y la información de primera mano a la que no llega ni el más avezado diplomático”.

–¿Cómo se desarrollaron las relaciones con las fuentes de información militares?

“Si obtener fuentes de información confiables y estables en tiempos de paz es una construcción de tiempo y paciencia, en tiempos de guerra es lo mismo, pero con olor a pólvora.

“La dirección sandinista tenía cabal compresión del papel de la comunicación en el conflicto y por extensión el Ejército Popular Sandinista (EPS). La victoria vietnamita sobre los yanquis había dejado importantes enseñanzas en ese campo y el Síndrome de Vietnam estaba muy a flor de piel todavía en la opinión pública estadounidense, en los altos mandos castrenses y la cúpula política del imperio.

“Es así como los nicas se mostraron hábiles en el manejo de la prensa, en especial la extranjera y, dentro de esta, la de Estados Unidos. De ahí su interés por brindar todas las facilidades posibles a los corresponsales nacionales y foráneos en materia informativa mediante boletines, conferencias de prensa, entrevistas exclusivas, organizando viajes a las zonas de guerra, coordinando peticiones para enrolarse en expediciones militares o facilitando el permiso a quienes se aventuraban a adentrarse por su cuenta y riesgo en ‘tierra caliente’.

“La institución militar se encargaba de organizar expediciones a las zonas de guerra, casi siempre de un día, donde prevalecía el interés por denunciar los desmanes de los contras o hacer una demostración de fuerza. Sus organizadores, en honor a la verdad, tomaban todas las medidas posibles de seguridad; pero aun así, muchos de nosotros sabíamos que se corría el riesgo de caer en una mina no descubierta por los zapadores del EPS, ser blanco de un furtivo francotirador, de un ataque comando y hasta de secuestro, pues en la guerra, como se dice, nada está escrito de antemano.

“El EPS y la Cancillería se encargaban de tener a la prensa en jaque permanente, pues el desarrollo del conflicto bélico marcaba el rumbo de nuestras agendas de trabajo. Se podía estar una madrugada entera esperando una información de última hora en la Casa de Gobierno y de ahí partir, con el amanecer, en helicópteros hacia una comunidad campesina remota donde los contras habían ejecutado una matanza, y regresar en la tarde a Managua y partir para una conferencia de prensa para informar de las gestiones del Canciller en Naciones Unidas. A la mañana siguiente, ir para el aeropuerto porque llegaba un equipo de embajadores del Grupo de Contadora (después se denominó Grupo de Río), entidad de gobiernos latinoamericanos interesados en gestionar un acuerdo de paz”.

–Usted afirma que los sandinistas tenían un gran sentido del espectáculo político…

“Hay un caso muy famoso, el de Eugene Hassenfus, piloto norteamericano que volaba el primer avión que derribaron los sandinistas. Fue una prueba fehaciente de la presencia de Estados Unidos en la guerra, pues el gringo tenía la misión de abastecer militarmente a la contra.

“Al prisionero lo tuvieron guardadito unos días. Citaron a toda la prensa nacional y extranjera en el sitio donde había caído la aeronave y mostraron al grandulón americano con las manos atadas y escoltado por unos pocos sandinistas aindiados, con sus AKM en ristre. La puesta en escena era similar a la que años atrás hicieron los vietnamitas con un piloto de combate yanqui capturado en los arrozales del país indochino, tras derribar su caza de combate. Aquella instantánea le dio la vuelta al mundo. Y con la de Hassenfus pasó lo mismo, recordándoles a los yanquis que la historia de Vietnam podía repetírsele en Nicaragua”.

Por aquellos tiempos el país se convirtió en un foco de atención mundial por la escalada de tensiones entre el gobierno sandinista y la Casa Blanca, y la presencia de corresponsales y enviados especiales creció notablemente. Roger recuerda que hubo un momento en que coincidieron más de 300 periodistas en Managua.

“Pero los primeros en asentarse de manera permanente fueron las grandes cadenas de televisión norteamericana, pues como decían sus representantes, ellos querían estar en territorio nicaragüense antes de que desembarcaran su marines. Motivos tenían, pues cuando la invasión a Granada, en 1983, los militares los dejaron fuera del juego. Pero esa arribazón de informadores americanos ya era de por sí una señal de alarma de lo que podría pasar en cualquier momento”.

–¿Cómo eran las relaciones entre un grupo tan numeroso con disímiles intereses, lenguas diferentes, personalidades complejas?

“Un funcionario de la Cancillería nos llamaba la ‘tropa loca’. En términos generales prevaleció entre todos los corresponsales una relación profesional, en ocasiones de ayuda mutua, pues en materia de información nadie tiene la llave del candado. En ese ‘policromático’ conglomerado había periodistas con un sentido muy acendrado de la profesión, por suerte, la gran mayoría. De su actuar aprendí mucho. Al llegar a Nicaragua, me enfrenté a un ejercicio periodístico muy diferente al que se hacía en Cuba, lo que constituyó desde el primer día reto y aprendizaje a marcha forzada.

“También había colegas que estaban allí para reportar la llegada de los marines, mientras algunos hacían sus reportes en un refrigerado bar y mandaban a sus redacciones refritos de lo que decían los medios locales y lo que sacaban del cotilleo con otros colegas y funcionarios invitados a comer o a darse unos cuantos palos de ron. Pero en honor a la verdad, pocos se enrolaban en los operativos, pues ellos mismos decían que eran ‘alérgicos a las balas’”.

La oposición interna era también un objetivo informativo. Roger tiene el criterio que los partidos políticos tradicionales no pasaban de ser un circo, pero la cúpula de la iglesia católica sí se las traía.

“Siempre recuerdo al cardenal Miguel Obando y Bravo. Sus homilías dominicales, camufladas con las palabras de la fe cristiana, eran verdaderos comunicados subversivos. En Nicaragua, a mi juicio, no había ningún liderazgo político antisandinista de la estatura e influencia de ese cura en una población eminentemente católica. A las misas acudían casi todos los corresponsales extranjeros, pues allí se sabía, entre otras cosas, por dónde irían los tiros…

“Anticomunista furibundo y por extensión anticubano, recuerdo que en una oportunidad, mi colega Antonio Gómez (El Loquillo), se acercó al obispo con su cámara de televisión y Monseñor no pudo contener la ira, interrumpió su liturgia y dijo a sus feligreses: “¡Tenemos aquí enviados del Diablo!”.

–En la práctica, ¿cómo era la dinámica de ir a las zonas de conflicto?

“Por lo general, los corresponsales hacían la solicitud a la oficina de Relaciones Públicas del EPS. Cuando se salía en un operativo con los Batallones de Lucha Irregular (BLI), se sabía casi de sorpresa el día de partida. Daban una fecha estimada de regreso que, como regla, era la primera baja por razones obvias. Ellos, por ejemplo, calculaban de una semana a diez días, pero podían alargarse hasta 45 días. Un corresponsal no se podía alejar de Managua por tanto tiempo por razones de fuerza mayor, a no ser que fuera de una revista o tuviera interés muy especial el medio para el cual trabajaba.

“Por otro lado, las acciones combativas se daban sobre la marcha. Parafraseando la canción de Adalberto Álvarez, el escenario era a lo ‘yo te embosco y tú me emboscas, ¡a bailar el toca-toca!’. Solían ser operaciones tácticas para cercar, tomar posiciones, poner fuera de combate a fuerzas de tarea enemigas, perseguir y aniquilar a las bandas que cometían crímenes con la población civil, acciones de protección de la frontera norte, por ejemplo. Se basaban en golpes sorpresivos, relámpagos, en escenarios complejos por desarrollarse en selvas y regiones montañosas muy inhóspitas. Como se puede advertir, se trataba de una guerra eminentemente irregular con mucho movimiento y actividad”.

–Se dice que en Nicaragua, Estados Unidos aplicó el concepto de guerra de baja intensidad. ¿En qué consistió en el terreno?

“Nicaragua desde siempre fue un país agrícola y su renglón exportable más importante era el café. La guerra se desarrolló en las zonas cafeteras que quedaron en ruinas virtualmente; asimismo, hubo desplazamientos forzosos de población campesina, imperó el terror en algunos sitios. Por demás, el resto de la endeble economía nacional se vio paralizada por la guerra, le aplicaron un bloqueo. Comenzó el desabastecimiento, se acrecentaron las dificultades en los servicios básicos públicos, la cifra de los muertos fue creciendo.

“El objetivo de Estados Unidos era mostrar al gobierno sandinista ante su pueblo como un ‘estado fallido’, como suelen decir ellos ahora. Bajo esta concepción no había que arrasar con bombardeos ni enviar miles de marines (aunque estuvieron dispuestos y preparados para invadir a Nicaragua), sino desgastar, estrangular a todo un pueblo día a día, hasta que el sandinismo dejara de ser una opción positiva”.

Roger recuerda la primera vez que participó en un combate y vio morir a un Cachorro de Sandino, como se le conocía a los soldados del Servicio Militar Patriótico. La avanzada de exploración palpaba el terreno, pero el factor sorpresa comporta siempre una ventaja del enemigo.

“Cuando se desató el tiroteo, lo primero que hice fue tirarme al suelo, busqué de dónde venían las balas y una posición para protegerme y disparar. De pronto, vi a un cachorro que me recordó a uno de mis hermanos menores, que puso rodilla en tierra y empezó ‘¡ratatatáaa!’ y, con el influjo de su ejemplo, mi AKM también cantó bonito. ¡Si te dejas ganar por el miedo, te cagas! Siempre recuerdo a mi abuelo Justo que cuando niño me decía sentencioso: ‘¡Al miedo hay que irle pa´rriba, coño!’”.

Para andar por los montes de la guerra, Roger cargaba fusil AKM-47 y vestía el uniforme del EPS: “Fui a Nicaragua convencido de qué lado yo iba a reportar y las vivencias de cada día me la reafirmaron. No padecía de la ortodoxia de la imparcialidad que llevó a muchos colegas de otros países a enrolarse en un operativo vestidos de civil, sin armas, con chalecos con rótulos que casi gritaban: ‘¡Prensa. No disparen!’. Como si las balas supieran leer…”

–¿Cómo era la comunicación con La Habana?

“En aquellos tiempos ni en ciencia ficción aparecía Internet… La información se despachaba por el teletipo o dictada por teléfono a la redacción central con un grado de dificultad parecido a un combate: ‘¡No te oigo! ¡Ese pititico de mierda no me deja escucharte! ¡Repite! ¡Llama más tarde, coño!’. Otra vía muy socorrida era el envío de los materiales, especialmente los rollos fotográficos, con algún compañero que retornara a Cuba y coordinar que fueran del periódico a buscarlo al aeropuerto. Uno no estaba tranquilo hasta que al día siguiente o más allá me confirmaban la recepción.

“Cualquiera puede pensar ahora hasta en una escena del medioevo, pero finalmente las cosas funcionaban. Todo era un asunto de cogerle el tumba’o, como decimos los cubanos. Las cosas se complicaban si mi jefe, Juan Marrero, me llamaba para pedir algo especial, siempre solicitado para ‘ayer’. Otro tanto cuando pedía aguantar el cierre porque tenía una información muy importante que se debía publicar sin falta. Solo de pensar en las comunicaciones hacía que me comiera las uñas y hasta los dedos… Eso solo les pasa a los periodistas, claro”.

–En la vida de campaña, ¿cómo se las arreglaba un periodista?

“Como un soldado más, pero con la desventaja de no estar fogueado como los jóvenes, casi niños guerreros, con los que tuve el privilegio de compartir esas travesías, y por quienes siempre tuve una extraordinaria admiración.

“Me eché a la espalda una mochila en la cual cargaba 600 balas, las raciones de alimentos, el nylon para protegerme de la lluvia, la hamaca, una frazada, abrigo, toalla, una muda de ropa, cantimplora de reserva (con ron) y una libretica de notas donde muy poco anoté, pues solía grabarlo todo en mi cabeza. Llevaba una pechera con tres cargadores para el AKM con culata plegable, dos o tres granadas, otra cantimplora con agua colgada a la cintura y calzaba unas botas soviéticas, las cuales, hasta que no me acostumbré, las sentía como par de anclas. Ah, y el sombrerito de tela distintivo de las tropas sandinistas”.

–La comida…

“Del módulo de alimentos de campaña inicial que nos daban, siempre me recuerdo de unas galletas soviéticas tan duras como si fueran del tiempo de la Gran Guerra Patria.

“Todo el mundo estaba claro de que, en la marcha, la comida caliente era casi una ilusión imposible, y cuando se acababan las cajitas con las minidosis de leche condensada, carne prensada, chocolate, pinolillo y las célebres galletas de marras, venía la alimentación de supervivencia hasta llegar al punto de abastecimiento previsto en el itinerario que, por razones de la propia guerra, a veces no era posible montar o llegar a él. Por suerte, conmigo iba una botella plástica con miel de abeja que llegué a administrar casi con un gotero. Fue una costumbre adquirida desde los tiempos de las escuelas en el campo”.

–En su libro Guerra adentro, en proceso de edición por la Editora Verde Olivo, usted habla de una situación con los monos…

“Recuerdo que los simios, a lo largo de determinadas trayectorias, chillaban de lo lindo y nos tiraban ramas, frutos desde la fronda de los árboles donde se escondían… Ciertamente se ponían ‘pesaos’. En una balacera murió un monito y la madre persiguió a la tropa gritando con su cría moribunda cargada. Óigame, ¡aquella mona lloraba con un desconsuelo terrible!”.

El agua…

“Para bañarse, casi siempre cuando llovía. Por suerte, los aguaceros eran todos los días, pero si resbalabas y rodabas cerro abajo, el lodo que recogías te convertía en una suerte de soldado de terracota chino. El agua de los caudalosos ríos ni para bañarse y mucho menos tomar, porque venía enlodada y, tras los combates, uno se podía encontrar cadáveres inflados como globos arrastrados por las crecidas. También existía la posibilidad de agua cristalina en pequeños manantiales en algunos tramos del camino, o la que prodigaban los propios árboles cuando apretaba el zapato de la sed”.

–Otro susto…

“Fue en otra emboscada. Tuve la impresión por unos segundos de haberme quedado ciego, tras una explosión que me lanzó al suelo. De manera intuitiva y desesperada, me pasé una de las manos por los ojos y descubrí una mezcla de tierra y sangre sobre ellos. Pensé que estaba herido; pero no, la sangre pertenecía a un compa, quien había caído destrozado por la metralla casi sobre mí”.

–Los muertos…

“Me impactaron mucho, más si eran compañeros míos; al final, si bien yo iba como periodista, me consideraban un soldado más. Aunque uno mismo no lo crea, todos los muertos de la guerra se van con uno y, cuando menos te lo piensas, ahí están recordándote el pasado”.

–Crímenes de guerra…

“Una vez nos topamos con una mujer famélica, de luto riguroso y descalza con un AKM al hombro y en sus manos una azada. La encontró la exploración en medio del monte donde nadie imaginaba existiera una persona. Estaba labrando un pequeño paño de tierra contigua a una champa o bajareque donde vivía y, al lado, tres tumbas con flores silvestres. Nos dijo que estaba allí cuidando a sus muertos. Contó que una noche los contras se le aparecieron y primero decapitaron a su esposo, luego mataron a su hijo mayor y finalmente al más pequeño. La cabeza de su compañero de la vida la pusieron en una estaca, luego le prendieron fuego a la casa y le dijeron que la dejaban viva para que hiciera el cuento de lo que le pasaba a los sandinistas. Un volcán de odio nos salió a todos de bien adentro. ¿Se puede ser imparcial ante hechos como ese?”.

–¿En algún momento percibió que estaba solo?

“Estaba por la costa atlántica, cercana a la frontera con Honduras, y quería hacer un reportaje a un grupo de médicos cubanos que trabajaban en esa zona de guerra. Debía ir por río, pero el barquero me llevaría a la mañana siguiente, por lo que esa noche me iba a quedar en su casa.

“Después de un torrencial aguacero al anochecer, el hombre me dijo, sobresaltado, que ‘el aire venía raro’, como si detectara que se acercaban personas. Podían ser los contras, pues era zona proclive a las infiltraciones. Entonces me escondió en algún rincón de aquel monte y se fue.

“Me quedé solo. Sentí por primera vez en mi vida estar inmerso en el desamparo, con la posibilidad de ser cazado, pero en la adversidad hay que crecerse, de lo contrario, te matas tú mismo. El ser humano tiene infinitos mecanismos para sobrevivir y los míos en ese momento fueron mi esposa y mi hija. Así que me preparé a repartirle balas al primero que apareciera en la oscuridad de la selva, preñada de ruidos nocturnales que me tenían los oídos erizados.

“Luego de un tiempo que se me tornó eterno, escuché el ladrido de unos perros que venían hacia donde estaba. Puse en automático la cadencia de disparo del AKM y, en ese momento providencial, el barquero gritó. Al amanecer, salimos con rumbo al sitio donde estaban mis compatriotas, pero a medio camino, río abajo, otro lanchero nos hizo saber que a los cubanos los habían evacuado con urgencia para Puerto Cabezas el día anterior”.

–¿Cuál fue su valoración de la situación de Nicaragua quince meses después de su llegada?

“Lo resumo así: el conflicto ya contabilizaba unas 50 000 muertes en una población de apenas tres millones de habitantes. La economía estaba en ruinas. Había una fuerte presión para rendir al país, o por las armas, o una paz negociada favorable a Estados Unidos. A ello se sumó la onda expansiva de la Perestroika. Recuerdo que a Managua llegó a principios de noviembre de 1987, Boris Yeltsin, entonces miembro del Buró Político de Partido Comunista de la URSSy, cuando se marchó, se filtró que el hombre había ido de parte de Gorbachova decirle a los sandinistas como una vieja canción cubana: ‘¡Sujétense de la brocha que me llevo la escalera’. Este escenario llevó a que en 1990 ganara en las urnas la representante de la oposición Violeta Barrios de Chamorro y se cerrara así el primer ciclo en el poder de la Revolución Sandinista.

“Si algo puedo decir con absoluta convicción es que más allá de presiones, agresiones, errores internos y un cambio brusco del contexto internacional desfavorable a la Revolución, en Nicaragua encontré a un pueblo bravo, heroico y muy valiente”.

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Reportando desde Cuito Cuanavale, Angola, en su segunda misión como corresponsal de guerra. Foto: Ricardo López Sánchez.

En un paneo de la memoria, Roger regresa al caimán. En Cuba se había preparado de 1983 a 1984, como corresponsal militar en la Academia de las FAR “General Máximo Gómez”. Dos años después, poco antes de viajar a Nicaragua, recibió de manos del General de Ejército, Raúl Castro, la Réplica del machete del Generalísimo, el mayor galardón que entrega las Fuerzas Armadas Revolucionaras a personalidades de la cultura cubana.

Recuerda que tras concluir el curso en la institución militar de referencia, muchos de los periodistas y fotógrafos del grupo cumplieron misión en Angola o Etiopía. Su guerra, en cambio, fue seguir publicando en el periódico las dos páginas que, cada miércoles, se dedicaba a la defensa como parte de la preparación de los cubanos en la doctrina militar de la Guerra de todo el pueblo.

–¿Cuánto influyó esa preparación militar en su trabajo como corresponsal de guerra en Nicaragua?

“Fue de mucha utilidad porque aprendimos cultura de Estado Mayor con todas las implicaciones que tiene en el ejercicio del mando militar. Es decir, algo muy importante para el periodista que escribe de guerra. Profundicé el conocimiento del lenguaje militar, aprendí a leer los mapas, conocer el desplazamiento de las tropas, supe de táctica, de ejército enemigo a partir de disciplinas teóricas y prácticas”.

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Durante la entrevista en su casa, más de 30 años después de haber participado como corresponsal de guerra en Nicaragua. Foto: Iraida Calzadilla.

Tres años antes de la derrota sandinista en las urnas, Roger regresó a Cuba en noviembre de 1987. El relevo de nuevos corresponsales de guerra significaba el fin de sus quince meses de cobertura en el conflicto nicaragüense, su primera experiencia periodística en el extranjero y su mayor aventura profesional. El tiempo que estuvo en casa, con Iraida y Patricia, apenas le alcanzó para contar las historias. En un IL-62 de Cubana de Aviación salió en los primeros meses de 1988 de La Habana hacia Angola, con destino final en Cuito Cuanavale, como enviado nuevamente del periódico Granma. Pero esa es una historia para otra entrevista.

Después volvería a sus reportajes sobre ciclones, desastres naturales; formaría parte del grupo de periodistas que participaban en la cobertura de actividades del Comandante en Jefe, Fidel Castro y, como el maestro que siempre ha sido, cargado de experiencias profesionales y anécdotas, se enredaría en un aula universitaria de la cual no ha podido escapar desde 1992. Tampoco le interesa hacerlo.

Siempre que habla de Nicaragua se emociona. Motivos tiene. La medalla de Combatiente Internacionalista de Primera Clase que ostenta lo respalda.Pero el mayor orgullo lo siente cuando su nieto Ignacio dice a los amiguitos del barrio y la escuela que su abuelo estuvo en la guerra.

–Entonces, ¿cómo la definiría?

“¡La guerra es un susto!”.

Tomado de Cubadebate

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Andy Jorge Blanco
Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista en Cubadebate

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