Los temporales podían de pronto romper en la tarde. A uno y otro lado del callejón no se oían más que lamentaciones, y hasta parecía absurdo ese sentimiento de temor si las aguas podrían lavar el tedio entre tanta polvareda y calor reverberante que ponía como faroles de luz, en las mugrientas paredes y los techos bajos de las tímidas edificaciones. No había árboles copudos, ni canto de pájaros, el lugar estaba embrujado. No existían sombras en los mediodías tristes de esa calle en que las gentes —qué rareza— maldecían la llegada de los tiempos húmedos en que las flores silvestres ponen color al verdor monótono de los matorrales, a los helechos crecidos en las pequeñísimas grietas del adobe o en las piedras de los muros.
Cada año las lluvias traían un torrente de lodo calle abajo arrastrándolo todo. La certeza de esa maldición de los cielos desvelaba a los vecinos que permanecían pendientes de los nubarrones y las ventiscas, las noches relampagueantes, el relinchar de los caballos, la humedad de las pencas de bacalao holandés o de las hojas de tabaco llegadas en alforjas de lienzo desde Pinar del Río, atentos a un portazo estruendoso, a un incesante golpear de las ventanas, a los olores a hierba mojada, a tierra, a aguacero.
Cuando alguien anunciaba: “lloverá esta tarde” parecía acabarse el mundo, las mujeres levantaban las faldas por encima de los tobillos para andar apuradas en sus trajines mientras se persignaban y besaban —una y otra vez como enloquecidas en sus ruegos al Señor— la cruz del cordón anudado al cuello. Ellas apuraban las diligencias del día en un frenesí de anticipaciones y admoniciones a cuantos les rodeaban. Ponían a buen recaudo todo lo que el tiempo les permitiera, envolvían lo que podría echarse a perder con leve remojo en los torbellinos, soñaban con un tiempo de quietud y sosiego si les fuera dado alguna vez. Los hombres mascullaban arrepentimientos por haberse establecido allí, en el mismísimo infierno, fatalidad inapelable que parecía ineludiblemente eterna, preludio de inconveniencias y esfuerzos agotadores. Los niños saltaban de alegría como si en realidad fuera a comenzar una fiesta, imaginándose el río que deslizaría su corriente a la entrada misma de la casa. Los viejos enfermaban, la calle se transformaba, se volvía un hervidero presagioso y un tanto sombrío. Hasta los amores transcurrían sobresaltados y expectantes en crepúsculos y noches de tormenta.
Todo cambió repentinamente después. Aún no transcurría el año de 1642, cuando llegó la noticia al vecindario: un mar de murmuraciones se adueñó de todos, expandida la buena fortuna de los pobladores a la puerta de las casas se haría el milagro y la gente confiaba en que no volverían a repetirse las inundaciones y vivir tantas angustias. Todo era movimiento en el camino elegido y pronto repicarían sobre las chinas pelonas, los tacones de los borceguíes o las botas altas de montar sobre el sendero Empedrado. Las ruedas de las volantas se deslizarían fugaces y sería posible hasta escuchar el susurro de las alpargatas al rozar las piedras pulidas. El agua chasquearía al caer y fluiría limpia, ya no sería más una maldición de todos los demonios.
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.

