Algunas lecturas del artículo “Ni ellos hablan ya de comunismo” le han confirmado al autor una verdad rotunda que ya él sabía: la riqueza del tema no cabe en un texto. Se explica no solo por la falibilidad humana y el conocido axioma, o hecho, de que la realidad es más rica que sus representaciones posibles.
Con respecto al artículo aludido —y al presente, que intenta darle continuidad, pero tampoco pretende ser exhaustivo— se deben tener en cuenta las complejidades de un asunto que ha suscitado esperanzas colosales y ha sido objeto de muy diversas manipulaciones. Al escribirlo, el autor no solo tenía en mente episodios cubanos, sino también que en muchos lares del mundo y en diferentes circunstancias el rótulo comunismo y sus derivados no se usan para designar sus verdaderos contenidos.
A eso contribuyen malas intenciones, y que, como proyecto social, el comunismo ha sido una síntesis de ideales no alcanzados, un desiderátum que se defiende y se busca incluso heroicamente, pero no se ha consumado. La debacle del socialismo autocalificado de “real”, y que se estimó “realmente existente”, no puso fin a las aspiraciones de veras socialistas; pero fue un duro golpe para ellas y para quienes las abrazaban, o siguen abrazándolas.
Ya antes, cuando el calificativo comunista se esgrimía contra países que protagonizaban afanes socialistas y declaraban la aspiración de construir el comunismo, quienes los acusaban perseguían fines concretos. Empleaban todos sus recursos, y su desvergüenza, para que los ideales comunistas perdieran simpatizantes y no se lograse su realización, que sería la sepultura del capitalismo.
Hoy no ignoran que ese peligro se mantiene, porque perduran las causas que, pese a la maquinaria ideológica y los medios represivos del sistema capitalista, pueden seguir impulsando la lucha contra las desigualdades y otros crímenes que él impone. Pero, desde que el desmontaje de la URSS y del campo socialista europeo alejó —tanto objetiva como, quizás sobre todo, subjetivamente— el horizonte de la factibilidad plena del socialismo y, aún más, del comunismo, decidieron modificar sus estratagemas.
Para los imperialistas, en particular para los gobernantes de los Estados Unidos, la mayor preocupación asociada a una declaración comunista es actualmente el partido que, con esa denominación, rige las transformaciones de China. Esta no es ya una nación pujante, sino una potencia establecida, y aunque utilice mecanismos capitalistas —en los que acaso haya quienes vean hasta herencias, modernizadas, del discutido modo de producción asiático—, ha cosechado frutos que aterran a los imperialistas.
Son logros vinculados con el beneficio común, lo que de algún modo se extiende como norma a sus relaciones económicas con otros países, basadas en un ganar ganar ajeno a la ambición capitalista de ganar únicamente yo, que genera guerras y otros grandes desastres. No es casual que China se abra en el mundo el camino que está abriéndose.
No solo ha conseguido mejorar las condiciones de vida de su población al erradicar en alto grado la secular pobreza extrema que gran parte de ella sufría, sino algo de significación global para la humanidad. Su desarrollo económico y tecnológico es uno de los elementos que más vulneran el poderío estadounidense, que día tras día ve decrecer lo que venía siendo su hegemonía planetaria.
Sin excluir al cínico Donald Trump, que cuando lo ha creído conveniente ha jugado a parecer amigo de Vladimir Putin, y hasta ha sido acusado de complicidad con el “oso ruso”, frente al declive mencionado los gobernantes estadounidenses pueden propalar la confusión de la Rusia capitalista con la Unión Soviética. Pero, aunque también esa Rusia sea un peligro para los planes de los Estados Unidos, a quien de veras teme la potencia imperialista es a la China guiada, a diferencia de lo que sucede en Rusia, por una organización que sigue llamándose, hasta con orgullo, Partido Comunista.
A esa realidad —en la que los Estados Unidos, decadentes y en descomposición, pero no tontos, ven algo más que un nombre— se añaden la voluntad y el logro de que las enormes ganancias de sus empresarios aporten beneficios masivos para el pueblo. Aunque eso quizás se vea como algo más cerca de un capitalismo de estado con orientación menos deshumanizada que el capitalismo a pulso que representan los Estados Unidos, para el programa del Partido Comunista Chino puede tratarse de otra realidad: ir dando hacia el socialismo los pasos que las circunstancias permitan, y ciertamente erradicar la miseria generalizada es un logro significativo en tal empeño.
La dirección china ha tenido que plantearse con firmeza frenar la corrupción. Es un mal que parece inevitable, pero el Partido y el Estado —el segundo bajo la dirección del primero— muestran una apreciable voluntad de combatirlo, incluso con la pena de muerte. Si los Estados Unidos no campearan como campean en la aplicación de esa condena —sobre todo, en su caso, contra pobres y discriminados, no contra magnates o altos funcionarios corruptos—, usarían con encono ese hecho para denigrar a China.
En un mundo donde la edificación socialista no está en el orden del día y, por tanto, mucho menos lo está la del comunismo, los políticos imperialistas pueden hacer un uso particularmente perverso de los términos propios de los ideales del socialismo y el comunismo. Los enarbolan incluso para descalificarse grotescamente entre ellos mismos, sin temor al ridículo, porque de ese temor los libran su orgánica desfachatez y su menosprecio de la opinión pública.
Si al menos por agudeza tuvieran tal temor, no se acusarían mutuamente de revolucionarios y comunistas. Oír a Donald Trump lanzando semejantes acusaciones contra quienes, como Joseph Biden, son tan imperialistas, cínicos y enemigos de la justicia y la paz como él, resulta escandaloso y patético.
Se trata de un país donde la atmósfera de Las brujas de Salem sigue siendo mucho más que una metáfora, y el individualismo constituye la columna ideológica de la sociedad. Allí la acusación de comunista busca sembrar terror contra quienes, aunque estén lejos del comunismo, defiendan la justicia social y repudien crímenes como el genocidio de Palestina a manos del Israel sionazi. Vale acotar, de paso, que en diccionarios de lengua inglesa puede hallarse que a radical se le atribuye el significado de communist.
Todo abona allí la existencia de males como, de un lado, la ignorancia de un pueblo ensimismado en la necesidad de trabajar como máquinas para encarar el costo de la vida arrastrada por un consumismo compulsivo, y, de otro lado, la propaganda que promueve el mesianismo supremacista de los Estados Unidos como paradigma de la democracia y país elegido de Dios, algo que también los emparienta con su compinche Israel. Muchos hechos explican la cantidad de seguidores que apoyan a políticos enemigos del pueblo, como de distintos modos ocurre asimismo en otros países.
El supuesto mesianismo de los Estados Unidos ha tenido expresiones importantes en la vida cotidiana de esa nación, y para su imagen, como el llamado sueño americano —en realidad, sueño estadounidense—, que la terca realidad va quebrando. Lo sustituyen cada vez más visos de pesadilla, pero lo que perdura de él calza ilusiones vendidas como algo que, si hoy parece mencionarse poco, fue un gran somnífero ideológico: el American way of life, que debe traducirse como modo de vida estadounidense.
Tal manipulación ideológica, cultural y política se ejerce desde un poderío mediático basado en la solvencia económica y tecnológica, en una fuerza de trabajo altamente calificada, y en la ausencia de ética. Lo más peligroso estriba en que la pertinaz y engañosa propaganda llega a minar —dentro y fuera de los Estados Unidos— medios y profesionales de la información que deberían desmentir las falacias capitalistas, y quizás hasta desean hacerlo, pero las repiten acríticamente.
En sus maniobras para atacar y deslegitimar a quienes representen siquiera sean algunos mínimos pasos de oposición a lo más recalcitrante del ideario imperialista, los voceros de este último se valen también de quimeras que vienen de muy atrás: las concentradas en la socialdemocracia, que se fundó precisamente para frenar la radicalidad socialista y vive a expensas del socialismo.
En los Estados basta ser portador de un reformismo tipo Bernard Sanders para que la prensa dominante lo llame socialista y halle en esa calificación “razones” para atacarlo y obstaculizarle sus aspiraciones presidenciales. Por supuesto, de triunfar en ellas, Sanders llegaría a presidente de los Estados Unidos, de la mayor potencia imperialista en el mundo y, por tanto, aunque no fuera ese su deseo —y nada sugiere que no lo sea— tendría que comportarse como otro césar, acaso con determinados rasgos distintivos y hasta bonachones, pero un césar imperialista como el que más. ¿Saldrá sobrando apuntar que en esa realidad un tal Barack Obama consiguió, y parece que aún consigue, engañar a incautos, para no hablar de cómplices voluntarios?
Incluso en Cuba, al hablarse de una izquierda estadounidense los ejemplos no suelen buscarse en verdaderos opositores al imperialismo, sino en políticos tipo Sanders. Vale imaginar que en la primera contienda electoral entre Biden y Trump no faltó algún cubano residente en los Estados Unidos que reclamara, no que en Cuba pensáramos que el segundo, dicho sea con perdón de la gramática, sería “mucho más peor” que el primero —lo que podía intuirse—, sino que apoyáramos a Biden, porque él distendería las relaciones entre los dos países, favorecería el cese del bloqueo y sería la salvación de Cuba. El propio Biden mostró que él es tan siniestro como Trump, y acaso más hipócrita. El hipotético cubano “demócrata”, ¿se percataría del ridículo que hizo?
La confusión entre socialdemocracia y socialismo no se da únicamente en los Estados Unidos, sino también en otros ámbitos. Así ocurre en Europa, donde algunos partidos gobernantes ostentan rótulos socialistas, como en Francia y España. En esta última se llama Partido Socialista Obrero Español, nombre donde lo menos inseguro es el gentilicio final, pero el sometimiento a una Europa cada vez más plegada a los Estados Unidos le merma la que debería ser su españolidad más profunda.
En el gobierno español del PSOE, y en otros que actúan en circunstancias similares, su imagen “de izquierda” la beneficia el contraste con sus opositores, ultrarreaccionarios, de herencia franquista, aunque algunos se hagan llamar “populares”. Al mismo tiempo, los errores o insuficiencias de dichos gobernantes propician que sus adversarios más retrógrados consigan crecientemente votos en una ciudadanía desencantada por una falsa democracia, que en el caso español es, valga el oxímoron, monárquica.
Es necesario tener claro qué pueden ocultar o falsear las palabras, y cuándo se usan para denigrar un ideal. Esa responsabilidad deben abrazarla especialmente, y cumplirla, quienes deseen defender las aspiraciones socialistas y comunistas, aunque su realización parezca o sea cada vez más difícil.
Para eso en Cuba se requieren saberes básicos: entre ellos, que sería suicida esperar pasivamente a que los Estados Unidos levanten el bloqueo que implantaron para asfixiarla, y la advertencia, hecha por El Líder cubano, Fidel Castro, de que, por muy poderosos que sean los enemigos del país y de su proyecto revolucionario, estos solo podrían destruirse desde dentro. En tal desastre desempeñaría un papel primordial la corrupción, que —volvamos a China— Xi Jinping ha calificado como el mayor peligro para su Partido Comunista. De hecho lo es, y no solamente allí y para ese Partido.


Clara, concreta y útil esta segunda vuelta al tema de las referencias mal o dudosamente intencionadas al socialismo y al comunismo. En este caso centrada en el ámbito internacional, en tanto que en el primer trabajo se miraba más a lo interno cubano. Ambas reflexiones, en las que se precisa que no agotan un asunto de tantas aristas, merecen atención porque alertan y ayudan a aclarar no pocas confusiones e interpretaciones equivocadas, además del uso perverso o descuidado y erróneo de las palabras. Valen los atinados comentarios acerca de la significación de la experiencia socialista china. Y no me extiendo más, porque el autor me ha hecho saber que le preocupa, si mis valoraciones sobre su trabajo, por entusiastas, pudieran ser desmedidas; aunque en eso le falta razón.