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COLUMNISTAS

Responsabilidad y agilidad en la comunicación social

Es necesario que nuestra prensa se libre por completo de síndromes que le causen parálisis y esterilidad, y podrían llevarla a que, frente a temas vitales para el país, se imponga en ella el mutismo, un regalo que no se les debe hacer a las voces (o vocecitas) enemigas. A eso se ha referido en otros textos —entre ellos uno reciente— el autor del presente artículo, que de ningún modo pretende ser exhaustivo.

Y apenas días después se evidenció, una vez más, uno de los lastres que han aquejado a nuestra comunicación social: la lentitud, algo así como esperar a que los neonatólogos extiendan certificado sobre la salud del niño, y este se haya inscrito en el registro civil, con respaldo de testigos, para entonces dar a conocer el nacimiento de la criatura: de ser posible, algunos días más tarde, para mayor seguridad. Mientras tanto, circulará cualquier tipo de rumor sobre el niño.

“Nada, ni la mayor seriedad informativa, impedirá que surjan las más peregrinas conjeturas acerca de cualquier tema, y ningún cuidado bastará para que los maniáticos de las especulaciones y de la mentira se priven de dar riendas sueltas a su imaginación y sus infundios”, se dirá, y es cierto. Aunque se diga con motivaciones diversas: desde la resignación ante las torpezas hasta el afán de justificarlas.

Pero instituciones y personas que tengan responsabilidad en la comunicación social deben extremarse en lograr que su gestión no dé ningún pretexto para esas prácticas enemigas. Instituciones y personas, vale reiterar, porque sin las segundas son impensables las primeras, o no pasan de ser un nombre estampado en un reglamento.

Muy poco después de publicarse el artículo referido, se vio que nuestra comunicación social permanece lejos de la agilidad indispensable para su acertado desempeño. Y van aquí dos precisiones: se habla de comunicación social, no de prensa, porque esta última es una parte de esa función mayor, una parte importante, quizás la más visible, pero una parte, inscrita en el funcionamiento general de la nación, con todo lo que eso implica.

Por muchas y muy sólidas que sean la sabiduría y la voluntad de lucidez, y hasta la valentía —sin la cual poco o nada tendrá de soldado el periodista—, de quienes le dan vida, la prensa andará mal enrumbada si desde el tejido de la comunicación social en su conjunto no se aplica correctamente la política informativa. Y esta es informativa en segundo plano, y política en su base, valga una perogrullada en la que parece necesario insistir, porque no hay pruebas de que se piense en ella lo bastante.

Si ocurre un hecho tan lamentable como un atropello masivo en la vía, lo menos que se puede esperar de la información pública es que dé cuenta de ese hecho lo más clara y rápidamente posible. No hay por qué incurrir en conclusiones ligeras. Para que sean serias se requerirá una investigación determinada, que acaso ni breve resulte, pero se deben ofrecer sin demora aquellos datos elementales que de todas maneras se van a saber, aunque se requieran largas indagaciones para lograr al cabo una información rigurosa.

No hay por qué sucumbir a expresiones de crónica roja, ni a la vaguedad del misterio. Dígase pronto, si se conoce —y se conocía en el caso aludido—, la identidad de la persona victimaria, el conductor del automóvil, y los nombres de las víctimas y, de poder hacerse sin faltar a la verdad ni a normas de pudor, de ética, el estado en que estas han quedado por el atropello. No se sugiere aquí cultivar morbo de ninguna índole, para lo cual si algo es eficiente es el secretismo.

Sí, porque de todas maneras se van a conocer, y no es sano que en la lentitud de la información formal encuentren asideros los artífices del sensacionalismo ni, mucho menos, los enemigos del proyecto político y social del país. Esos son capaces de mentir sin el menor recato, porque carecen de dicha virtud, pero saben sacar provecho de las deficiencias presentes en la comunicación social con que está responsabilizado el país.

Si se habla aquí de información formal, y no de información oficial, no es para desconocer el peso de este último rótulo, ni las prerrogativas y la responsabilidad asociadas a él. La razón es que a veces ese rótulo se emplea para justificar silencios desmedidos, de un lado, y, del otro, para atacar dolosamente los reportes informativos emitidos por instituciones públicas y en medios de ese carácter.

Si un sitio contrarrevolucionario miente al publicar el nombre de quien ha cometido el delito, no pasa nada. Al parecer, el país no dispone de medios legales, o no los usa, para demandar a los mentirosos y manipuladores, aunque también es cierto que estos pueden estar buscando procesos jurídicos en su contra para que les sirvan de promoción. Y cuando los organismos y los medios públicos informan la verdad, entonces los voceros de la contrarrevolución se limitan a decir, con tono malévolamente insinuante, quién ha cometido el atropello, “según declaración del régimen”.

No informar puntualmente quién es la persona victimaria da pie a que los enemigos del proyecto cubano especulen sobre a quién estarán tratando de proteger las autoridades de la nación. Por ese camino hasta se propicia que los fabricantes de mentiras tilden de victimario a alguien que, lejos de ser un delincuente en potencia o de rozar esa condición, tenga vínculos de amistad o colaboración con instituciones del país. Así los difusores de injurias acusan directa o indirectamente al gobierno de complicidad con una persona cercana a él.

Las líneas precedentes podrían ser conjeturales, meros “recursos pedagógicos” para ilustrar la explicación que ellas intentan condensar, y ojalá lo fueran, pero son más bien factuales, para no decir sencillamente que lo son. A menudo nuestra comunicación formal marcha a la zaga de rumores irresponsables o, como en el caso aludido, mal intencionados, tendenciosos, inmorales.

No solo pudo parecer o insinuarse que Cuba ocultaba información con el fin que fuera, sino que se propició que fuera acusado de criminal alguien que —como se probó, o se sabía de antemano— estaba lejos de merecerlo, mientras que la sombra del silencio, del terco secretismo, servía de manto a un delincuente. Y que el manto fuera involuntario no resta gravedad al hecho, ni impide que la sombra de la duda sembrada por intrigantes siga afectando luego a quien fue objeto de inculpación infundada, calumniosa.

Pero ¿acaso procederes como el concentrado en ese mal manejo de la información son nuevos? No faltan indicios que apunten a que están muy lejos de serlo, y el articulista espera que nadie se crea con derecho a exigirle que reúna pruebas que calcen esa afirmación, simple reflejo de un conocimiento público y masivo.

Si hubiera que exigir pruebas, sería para negar la larga vida que entre nosotros ha tenido —¿no la tiene ya?— el secretismo, de una tenacidad contra la cual no han tenido el éxito esperado y necesario los reiterados reclamos de los trabajadores de la prensa, incluidos no pocos de sus directivos, ni las serias convocatorias lanzadas por la dirección del país desde sus más altas jerarquías.

El asunto es de la mayor importancia. Si cierta inercia o malos hábitos desinformativos podrían creerse tolerables, sin serlo, en un contexto donde la información la dirigían y la consumaban principalmente medios públicos —de índole estatal, añádase—, el apogeo de las redes sociales define otra realidad, en la que rumores y especulaciones pueden explayarse, y a menudo se explayan.

No se trata de ignorar el margen de desorden que dichas redes pueden favorecer, o favorecen de hecho. Y tampoco es cuestión de menospreciar el valor que tienen cuando, bien empleadas, con sentido de responsabilidad y decencia, contribuyen a la agilidad de la información y a la posibilidad de contrastar fuentes.

No es posible olvidar, por ejemplo, la eficaz rapidez con que recursos de las redes en manos de profesionales serios de la comunicación social contribuyeron al rápido esclarecimiento —hasta donde fue posible hacerlo en el terreno y en el mismo día de los hechos— de la tragedia ocurrida en el hotel Saratoga el 6 de mayo de 2022. El trabajo de esos profesionales, y de otros ciudadanos honrados, sirvió para desmentir con fundamento voces irresponsables y malsanas que se apresuraron a difundir que la tragedia la había provocado una bomba puesta por manos contrarrevolucionarias.

Frente a la ejemplar agilidad de entonces, a juicio de no pocas personas parece perdurar la idea de que aún falta ver si por otras vías se trasmitió luego toda la información esperable. Sí, la que en más de tres años podría haberse reunido a partir de las investigaciones sobre la posible negligencia, o lo que fuera, de quien o quienes tenían a su cargo el trabajo en un hotel recién remozado, o la veleidad material de una manguera con salidero de gas imprevisto, pequeño, pero suficiente para desatar un caos terrible, cruento.

El pueblo merece la información más rigurosa y verídica —y lo más ágil posible— sobre todo lo que afecte al país: es decir, al mismo pueblo. Cuanto más clara y rápidamente, sin faltar al rigor investigativo y legal, se informe, digamos, sobre un corrupto que guarde prisión por haber medrado a expensas de los fondos públicos, y que habrá causado graves daños a la economía con medidas y decisiones que él tomó, sugirió o apoyó, mejor preparado estará el país para seguir combatiendo corruptos y traidores, o traidores corruptos, porque la corrupción es, en fin de cuentas, o desde el inicio, una forma de traición.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

2 thoughts on “Responsabilidad y agilidad en la comunicación social

  1. Excelente análisis, con argumentos suficientes y ordenados de manera armónica, elegante y razonables. Bien a Cubaperiodistas por incluirlo . Recomiendo su lectura en particular en todo aquel que sea y se sienta profesional del periodismo, porque mucho nos toca por ser la piedra inicial de la difusión a tiempo, para lo cual hay que oir al otro, indagar, estar presente, buscar acreditación y cuando se tiene, que no debe demorar mucho, soltar la información, tal vez incompleta, pero con los elementos esenciales que todo profesional conoce. Y luego darle seguimiento, como se hace en todo el mundo con lo que se considera o quiere darse el rótulo de noticia. Para no hacerlo no bastan los argumentos con que demasiadas veces pretendemos rehuir nuestra responsabilidad, por reales que sean o parezcan.

  2. Concuerdo con Toledo. Son verdades bien dichas, y reiteradas, efectivamente con sentido pedagógico y ético, responsabilidad y compromiso para favorecer la mejor compresión, además de justísima intencionalidad transformadora. Y esto último es de lo más importante y urgente, también para que disminuyan confusiones, tensiones, así como lamentables acomodamiento y aparentes impunidades que añadan efectos negativos a las extremadamente difíciles y complejísimas situaciones críticas que enfrentamos y estamos obligados a vencer.

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