COLUMNISTAS

Insultos y lenguas

No se habla aquí de esas lenguas anatómicas que disfrutan calumniando, sino propiamente de idiomas, y en particular de algunos modos como en distintas variantes de uno solo de ellos, el español, se practica la descalificación o el insulto. Así como esta nota no trata sobre las lenguas multífidas aludidas, no se debe esperar de ella nada parecido a un ensayo filológico, ni acerca de los insultos siquiera, pues también ellos han sido objeto de abordajes eruditos. Lo que sigue es solo una nota somera, aunque escrita con la voluntad de respetar eso tan necesario, ¡y tan raro!, que solemos llamar tranquilamente sentido común.

Empecemos por recordar que no existen lenguas superiores y lenguas inferiores. Las habrá que acumulen mayor o menor expediente por su condición de añejas, o desarrolladas, o elaboradas, o apegadas a raíces y ancestros, o “puras” —¿existirán realmente?—, o mestizas. Esta última cualidad la tendrán en algún grado, en general, todos los idiomas en su evolución, al igual que la especie humana. Otra cosa son las proporciones en que aparezcan los elementos mezclados, según los diferentes espacios geográficos y, sobre todo, históricos y culturales.

El mestizaje parece ser un camino fáctico para revertir el llamado “racismo”, crimen que lleva acuñada en su nombre la perversidad, aunque eso no se aborde en las presentes líneas. Baste de momento apuntar que ese vocablo tiene su origen en una falacia: la existencia de razas en la especie humana. En otras palabras, la manipulación de la existencia de supuestas razas en la humanidad está viciada y es aberrante desde la raíz y en su propia denominación.

Encarna un embuste que las fuerzas opresoras han manoseado con dolosa “maestría”, hasta fabricar insultos con que degradar al “inferior” y tener “razones” para someterlo. Contra esos crímenes se han pronunciado a lo largo del tiempo diversos pensadores que han defendido la emancipación y la dignidad. “No hay odio de razas, porque no hay razas”, escribió con especial claridad uno de ellos en el tránsito de 1890 a 1891, más de un siglo antes de que se descubriera el mapa del genoma humano.

Suponer que una variante lingüística es superior a otra u otras porque la primera está más apegada a sus ancestros, equivale —mutatis mutandis— a considerar que un hijo o una hija es mejor porque se parece más a sus padres, o a uno de ellos. Del patriarcado chino dicen que viene este juicio: “Hijo que se parece al padre, honra a la madre”. El sentido de tal veredicto daría para una larga meditación.

Hoy, sin embargo, las herencias de “monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas” —términos empleados por José Martí en la misma nota de “En casa” del periódico Patria en la que estampó un criterio que lamentablemente suele citarse desgajado de su contexto: “Patria es humanidad”— propician que personas humildes deseen que, antes que a ellas mismas, sus descendientes se parezcan a príncipes y princesas, y sus cónyuges a reyes y reinas. Si uno se pone a pensar en eso, podrían revolvérsele “insultos” en la mente, y no es el propósito del texto.

Aunque vengan de los mismos padres, y compartan la misma formación familiar y contextual, lo más esperable es que hijos e hijas cumplan lo que el torero cordobés Guerrita expuso en términos de sabia precisión: “Ca uno es ca uno, y hace su cauná”. De ovejas descarriadas y a veces detestables —lo de oveja negra nació con inocultable tufo racista, o lo adquirió por el camino— abundan muestras en el plano sociológico, político y ético, no en el lingüístico precisamente, sin que valga ignorar a los que por desconocimiento o por indolencia engrosen las filas idiomicidas, en las cuales abundan títulos universitarios y petulancia profesional.

También es cierto que, así como en todos los sentidos cada hijo tiene sus características personales —su personalidad—, para determinadas expresiones hay lenguas o zonas de ellas que pueden tener sabores propios, y hasta particular eficacia. Reconocerlo no tiene por qué favorecer menosprecios ni complejos culturales de ninguna índole.

En Cuba, digamos, no se usan ni camelo ni acamelar, vocablos que tanto acumulan en sí de realidades que no nos son ajenas. Y fue en España donde el articulista recuerda que hace años le llamó por primera vez la atención el calificativo imprensentable, aplicado —que no es dato menor— a un tal José María Aznar. Pero tampoco de seres impresentables estamos libres.

A uno le molestarán con razón esos (y esas) compatriotas que, no bien llegados de Taco Taco o La Maya —o de La Habana, o de cualquier otra aldea de Cuba— a la aldea capital de España, o a otra urbe de ese país, sustituyen parquear por aparcar, o escuela (o colegio) por cole, y empiezan a disparar muletillas como ¡vale!, ¡vamos a ver!, ¡venga! y otras de ese corte o similar jaez. Y cuando emplean tío, no suelen hacerlo ya ni con el sentido ni con la sabrosura de “A cualquiera se le muere un tío”.

Hacer esas observaciones no niega que en el español de España hay expresiones con sabores que las distinguen con peso propio, como otras de cualquier zona de la lengua, incluidas las variantes cubanas. Sí, también las hay en el español de Cuba. Cabría abundar, pero no hay aquí espacio para hacerlo, en que el rico idioma español tiene ese nombre por la metrópoli colonial donde apareció, y que lo usó como arma en su expansión colonialista. Aunque esa lengua ha devenido tesoro de numerosos pueblos.

Durante más de la mitad de su trayecto el español se ha formado y enriquecido a ambos lados del Atlántico. Hace mucho tiempo que solo una pequeña parte de sus hablantes —¿alrededor del 10%?— vive en España, donde se hablan también otras lenguas, que han sufrido discriminación y represión por “legítimo derecho de conquista”.

En general —todavía no ha dejado completamente de ser así—, el papel de las madres en la crianza y la educación de su prole suscita que de ellas nos llegue nuestro idioma. Todos tendremos grabadas en la memoria expresiones que en cualquier momento nos parecerá estar oyendo salir de sus labios. Quien esto escribe, recuerda que, para referirse a personas de comportamiento desacertado o poco plausible —no necesariamente por bajo coeficiente de inteligencia, sino más bien quizás por impreparación o por actitud—, su madre solía tener un dictamen entre implacable y algo como indulgente o tierno a la vez: “Ese no es completo” (o “Esa no es completa”).

En España, mientras tanto, para referirse a personas como esas características se esgrime una metáfora particularmente creativa: “Le faltó un hervor”. Si alguien lee estas líneas es probable que ya esté pensando en casos que conoce y para los cuales son igualmente válidas la expresión cubana y la española. Y funcionan también otras variantes para referirse al estadio mental de “incompleto” o “falto de hervor”.

Hoy en España la versión más aplastante de tales insultos se muestra “a lo bestia” —giro allí común—, y cabría imaginar que viene de nadie menos que de Francisco de Quevedo: tonto del culo. Y en todo el ámbito del español siguen empleándose los calificativos tonto, imbécil, estúpido, idiota… y otros, como palurdo y gaznápiro, que, quizás sobre todo el segundo, saben a extintos o en camino de estarlo.

A memoria limpia —pues no ha hecho búsquedas necesarias para decirlo con propiedad—, no recuerda el articulista otro ejemplo documentado más reciente del uso de gaznápiro en Cuba que su empleo por el dicharachero personaje gallego de “La Tremenda Corte”, programa humorístico que, escrito por un español aplatanado, tal vez solo ha tenido entre nosotros un émulo en altura y sostenida dignidad, y cubanía: “Alegrías de sobremesa”.

No se habrá dicho lo bastante que, en cualquier área donde se hable español, es aconsejable tener claras las diferencias entre sano, sanote y sanaco. Y hay otros calificativos que esta nota evade por el sesgo escatológico que tienen, como el que remite por derecho a la coprofagia. Otro calificativo, gil, prefiere omitirse aquí no solo porque no sea característico del español de Cuba —y sí del español de España, donde ha dado lugar a una combinación malsonante y tan devaluadora como “gilipollas”—, sino porque trae a la memoria nacional un caso que requiere información clara y urgente: el de alguien que intentó convertirnos en un colectivo de giles.

Hay otro adjetivo que anda por esos caminos tanto en España como en Cuba, aunque fue aquí donde un gran trovador de voz universal lo reivindicó no precisamente desde la ironía contestataria, sino desde la ratificación en la dignidad enfrentada a pragmatismos inmorales, y a traidores. Lo hizo —de un modo tan creativo, tan personalísimo, que parece aconsejable no imitarlo— con una canción: El necio.

Ese uso, que ha sonado de maravilla tanto en la voz más bien tenue, pero eficiente, de su creador como en los tambores indómitos y la vibrante entonación de la rumba, le recuerda al articulista una conversación suya con Roberto Fernández Retamar. El autor de En su lugar, la poesía le comentó sobre un verso de Ernesto Cardenal —¡qué pena no tenerlo ahora en mente!— que parecía un calco de otro de José Martí en sus Versos sencillos. Si bien recuerdo, llegó a decírselo incluso a Cardenal, y como este confesara que no conocía el texto de Martí, su amigo cubano le respondió algo así como que, aunque él no lo conociera, ya ese verso estaba ocupado. Así sucede con El necio, la canción de Silvio Rodríguez antes aludida.

Así como existe el plagio, práctica deplorable, son válidas la intertextualidad, la cita consciente a manera de homenaje, pero quien desee valerse de esos recursos debe tener el cuidado necesario para no quedar mal, para no ser aplastado por ellos ni quedar como un mero imitador o plagiario. Se dan también las reminiscencias involuntarias, y cualquiera que escriba se habrá topado con que una frase que creía suya estaba ya en textos de otros autores.

Después de haber terminado un soneto —“Primera cana”— con el verso “que no quiero a la muerte de vecina”, en una relectura de Miguel Hernández el autor del soneto, y de este artículo, halló o recordó que el poeta de Orihuela, en su poema “Vecino de la muerte”, había escrito: “aquí anduvo la muerte mi vecina”. Ante eso optó por citarlo como si lo hubiera escogido previamente para epígrafe del soneto.

Y cuando preparó la compilación de la poesía de amor de Martí, no halló otro título que el muy parco y factual Poesía de amor, no el que habría querido usar. La razón era sencilla: Nicolás Guillén se había adelantado, y con todos los derechos de su altura, tituló una selección de su poesía amorosa El corazón con que vivo, un claro, inocultable homenaje a Versos sencillos. Y Nicolás Guillén era, es… ¡Nicolás Guillén! Ignorar ese hecho, o no respetar lo que él implica, puede hacer que cualquiera se gane un insulto por su propia necedad.

Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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