Cuando se exhibió en Cuba Hombre mirando al sudeste (Argentina, 1986), de Eliseo Subiela, el público desmenuzó dispares respuestas ante el visionado de un filme que presenta un protagónico de inusitados comportamientos, reforzado con diálogos que empujan a divisar un “erudito” de cejas henchidas, un premonitor de futuros. El actor principal evoluciona desprovisto de glamour y personalidad definida. Muestra tupidos acentos y gestualidades vertidas como pliegos de un libro donde el caos es también parte de su arquitectura. Este croquis apunta a fortalecer el misterio del personaje, la curvatura de los oficios de su vida, generando un cúmulo de preguntas sin respuestas que se leería, en tono cinematográfico, como bases dramatúrgicas relevantes en el filme. ¿Cuánto de empaque filosófico se advierte en los diálogos de Rantés, el protagónico de la película, interpretado por Hugo Soto? Subiela tan solo aspira a provocar que el lector cinematográfico se adentre en la “tarea” de hurgar en las costuras de esta pieza, más allá de sus velos fotográficos, impactantes por su opacidad y el ríspido signo de la noche. Los parlamentos del actor, de vocación filosofal, toman corporeidad y fuerza por la pensada contención y las semánticas curvas de calculada gestualidad del interprete que sabe componer los cercos de sus posturas dramáticas. Las respuestas: los signos de miradas perdidas hacia puntos no escrito, la danza de brazos que asemejan silogismos atemperados por una banda sonora integrada a otra suma de recursos aportadores de respuestas dramáticas a la puesta en escena de sobrios y encendidos encuadres. La fotografía delinea un estado de gracia en el que nos “descubrimos” atrapados por las metáforas de la vida de un otro que sabemos ficción. Es el pacto que todo lector cinematográfico suscribe con la gran pantalla, tejida de luces y sonidos, cada vez más plurales y eclécticos. Bienaventurados los que vean este filme otra vez, o tal vez lo descubran con todos los sentidos bien afinados para entrar en el gran acto de desgranar las fortalezas de un arte esencial para el descubrimiento del otro, y también de uno mismo. En ese estado se produce una suerte de monólogo introspectivo que enriquece a fuerza de leernos.

