Por el camino de las remembranzas, Raúl siempre llega a Birán, entrañable rincón del alma donde confluyen los rostros y el paisaje con idéntica intensidad. Allí permanecen los espigados caguairanes, horcones de la casa grande donde él nació y creció junto a sus padres y hermanos. El cariño hacia ellos brota como manantial que baja de las montañas de los Pinares de Mayarí, es un caudal fresco y presuroso; permanece en el espíritu a pesar de las tempestades y el tiempo.
Luego de sobresaltos y penas familiares por la muerte de la tía María Antonia en el año 1929, el nacimiento de Raúl, el 3 de junio de 1931, fue una noticia feliz que alivió y alegró a todos los que rodeaban a Lina, en especial a don Ángel, quien ansioso, daba vueltas a su sombrero entre las manos, mientras tenía lugar el paritorio, una circunstancia que le parecía interminable. También Angelita, Ramón y Fidel, los niños de la casa, percibieron la felicidad inundándolo todo como un bálsamo. Fidel recordó siempre aquel día de gritos, olores a alcanfor y dicha inmensa, cuando Isidra Tamayo dio la buena nueva de que, tanto la madre como el niño recién nacido, se encontraban bien.
Años después, transcurrida toda una vida, mientras repasa los aconteceres de su existencia, Raúl recordará a sus padres como seres de trabajo, de despertar madrugador y laborioso, de cercanías afables a quienes los rodeaban, con una dosis de cuidado por el patrimonio familiar y una actitud generosa hacia los pobladores sencillos. Más allá de las amplias habitaciones y los corredores que circundaban la casa, para Raúl todo era próximo, natural, apreciado: lo mismo los haitianitos, que los rumoreos del monte, los campesinos veteranos de las guerras, los amigos de juegos, el paisaje de los Pinares de Mayarí en lontananza, el quejumbroso andar de las carretas y el susurro del viento en las cañas, el escándalo en la valla de gallos, los dulces de harina y miel y, ya de joven, los velorios como recurrente ámbito de intercambio social , las fiestas y las lidias de gallos, al tiempo que repara en injusticias con una mirada que va siendo más lúcida pero aún espontánea[…] esparcimientos y aconteceres antes de irse a La Habana con Fidel y comenzar a estudiar Derecho Administrativo y en especial, la sociedad, en libros marxistas como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Federico Engels, que Fidel le dio a leer y le introdujo en una catarata de inquietudes y lecturas, fervientes involucramientos y acciones políticas.
Birán es sitio de árboles recios y frondosos follajes y los hijos del lugar se le parecen en su natural compostura y limpieza de alma, en sus afectos a la tierra y los vecinos, la reciedumbre, sensibilidad y pulcritud en la conducta y los sentimientos que harían de Fidel y Raúl hombres de la historia, en favor de la dignidad y la justicia para todos y una nación independiente, soberana.
Cuando niño, después de un tiempo en la ciudad de Santiago de Cuba, en el Colegio católico de los Hermanos de La Salle, Raúl fue inscrito en una escuela cívico militar. De esa época, recuerda;
“[…] en La Salle, y luego en la otra experiencia en la escuelita cívico-militar, me gustaba cuando estaba en Birán porque iba todos los días a caballo y me gustaba mucho montar a caballo, iba y venía; después viví la experiencia de Los Hoyos, no la encontré mala, estaba libre allí y en la otra escuela había cierta disciplina militar, por lo que yo no podía estar por la edad; entonces me llevan a Dolores”.
De Benito Rizo, el muchacho encargado de llevarlo a la escuelita comenta:
“Muy buen muchacho, era mayor que yo”. Benito le tenía mucho agradecimiento a Lina porque a él le decían Viejito debido a problemas —parece de crecimiento— y Lina fue la que les dijo a los padres. “No, yo lo voy a cuidar”, y así lo salvó, posibilitó que siguiera creciendo al proporcionarle vitaminas todos los días. Raúl, cuando conoce los testimonios, comenta: “la vieja era médico de coser a los heridos […]”.
Benito lo llevaba a él en un caballito llamado Revolico y él agrega:
“Revolisco. Realmente le decíamos Revolico, pero el nombre correcto es Revolisco […] después que crecí me di cuenta, un día leyendo, que la palabra revolico no existe, es revolisco; era un caballo que se agitaba…
“Por entonces Batista, puede haber sido en el año 1938, algo así —Batista era coronel todavía, en la etapa en que cambiaban los gobiernos constantemente, era el evidente poder detrás del trono—, desarrolló tales escuelitas y algunos institutos por ahí. Donde está la escuela de cadetes Antonio Maceo, creó un tecnológico de cierto nivel, así hizo varios. Hubo uno de menos nivel en Mayarí Abajo, que el viejo ayudó a construir. Viene el 28 de enero y Batista da la orden de que los muchachitos, los mejores alumnos de cada escuelita, vengan a La Habana, y ni yo era el mejor alumno ni un cará, pero me escogieron por ser el hijo de don Ángel, y me traen a La Habana, creo que es la primera vez que yo vengo a La Habana. Veníamos con unos trajecitos de mambises, unos sombreritos y debimos haber parado por Columbia —en las revistas militares debe de estar—, y me pusieron la mascota oriental, porque era el más chiquito de todos los muchachos.
“No me acuerdo ni en qué grado estaría yo, debe de ser el primero, a lo más, segundo. Entonces Batista va al campamento —mi padre tenía sus relaciones tradicionalmente con los jefes de escuadrones, los jefes de Ejército de la zona, siempre iban a pedir algo allí, a la finca, o un cerdo para la fiesta del 4 de septiembre, tales cosas siempre estaban picoteando— y me presentan a Batista. Batista me carga, al lado estaba el presidente de turno, Laredo Brú —hay fotos de Batista—. Yo le estoy mirando sus medallas y me dice: “¿Te gustan las medallas?”. En el segundo encuentro, me condecora con una medalla del 4 de septiembre. Todo se quemó cuando se incendió la casa, eso estaba guardado. Ahí empiezan mis problemas también con Armando Núñez, que considero que fueron peores que los de mis hermanos con Eufrasita. Me acuerdo que me sacó de allí y me llevó donde el hijo de un veterano llamado Teófilo, al que le faltaba una pierna, no sé si la perdió en la guerra, y tenía dos o tres hermanos, una hermana ya divorciada con varios muchachos chiquitos… Dormíamos, por lo menos yo recuerdo, en Vives, donde vivían unos parientes de él. Se dormía en el campamento, pero recuerdo que él me sacó de allí y me llevó a casa de unos parientes y me paró delante de un espejo. Ya él sabía que Batista iba a otro encuentro con nosotros y que siempre me llamaban, y me paró delante de un espejo y me hizo aprenderme de memoria, hasta con pescozones, un discurso breve: ´Señor coronel Fulgencio Batista y Zaldívar: En nombre de los alumnos de la escuela cívico-militar de Birán 1, pedimos a usted que haga teniente a mi sargento´”.
Imagino el vidrio azogado del espejo y el desamparo de Raúl ante aquel hombre ajeno. Él narra jocosamente, pero la imagen es desoladora, por algo dice que lo que vivió fue peor que lo que pasaron sus hermanos mayores en Santiago de Cuba. En lo hondo está la huella, sin que él la perciba con dramatismo. ¿No dicen los viejos: a mal tiempo buena cara?
Con sentido del humor continúa el recuento:
“Así lo dije en el segundo encuentro. Bueno, se rieron las gentes que estaban alrededor, y Batista mandó a Armando a estudiar un cursillito de tres o cuatro meses. Lo ascendieron a teniente, pero entonces no podía seguir en la escuelita primaria. Ya estaban haciendo una escuela cívica de otro nivel, técnica, en Mayarí. El viejo dio la madera para hacerla, aunque era de mampostería, dio toda la madera de los Pinares de Mayarí, que él explotaba con Cristóbal, o, por lo menos, tenían aserríos en común por allá arriba —aún quedan las ruinas—. Entonces mandaron a Armando para esa escuela; yo, por mi nivel escolar, no podía estar allí, y, a pesar de eso, él me llevó con él. Ya en Mayarí, más cerca de Birán que de Santiago, le plantearon que yo no podía estar allí. En vez de decírselo a los viejos —quienes me mandaban dinero y todo lo demás—, me llevó para Santiago de Cuba, para el barrio de Los Hoyos, cuando Los Hoyos eran Los Hoyos… estaba encantado de la vida. Iba a una escuelita pública, iba a comprar a la bodega, pedía la ñapa. La ñapa eran dos caramelos después que tú comprabas. Ahí estaba la hermana divorciada —iba mucho por allí, aunque vivía en Sagua—, los padres también, además el viejo Teófilo, que le faltaba la pierna, y con el dinero que mandaban mis viejos vivíamos allí.
“No puedo decir que pasé hambre, pero era una casa humilde, la calle sin asfalto, y yo fajado, jugando bolas y pelota con los muchachos de la casa que eran más o menos, unos más grandes y otros más chiquitos que yo. Allí estuve varios meses —habría que precisar— hasta que la vieja o alguien fue a Mayarí a verme, y yo no estaba. Empezó el qué sé yo, qué sé cuándo, y me mandaron para Dolores. Ya estaban Fidel y Ramón, otra vez nos pusieron en un cuarto a los tres”.
Raúl reconoce con tristeza las durezas de la vida y hasta trata de explicarse por qué las personas obraban de un modo o de otro en aquellos tiempos difíciles.
Acerca de lo vivido vuelve a los padres. Se perciben el cariño y el respeto por ellos en las palabras de quien recuerda.
“Cuando el Moncada —a alguien había que echarle la culpa— dicen que el viejo dijo que lo que no perdonaba era que Fidel le hubiera llevado al pequeño al matadero. Dicen que lo decía llorando[…]”.
De Birán algunas armas fueron al Moncada. Imagino el armario donde don Ángel guardaba los rifles, las escopetas y las municiones. Debió ser de madera y cristal. Vienen a mi memoria las tantísimas anécdotas de cacerías y exploraciones a los Pinares que los hermanos Castro Ruz realizaron en innumerables ocasiones durante su adolescencia y juventud. Los parajes abruptos nunca les arredraron ni los temores a un salteador de caminos o montes, si ellos iban armados con qué defenderse. ¿A qué habrían de tener miedo en la vida? A nada. Una vez narró el pasaje casi insólito:
“Hay un español gallego, llamado Pedro Lagos —como todos los que vivían allí trabajaba con el viejo—, era el sereno por la noche, desde que nací yo lo conocía. Él hacía su guardia con un Winchester de los que salen en las películas del oeste americano, corto, que se ponen en el caballo. Mi viejo tenía varios, y el sereno tenía en su cuarto como dos o tres también. Pero, bueno, yo me puse a limpiarlos, a ver cómo se desarmaba, quitándole la culata, y a él le dejé su Winchester, pero fui a la casa y cogí dos iguales, había más largos, más cortos; cogí dos cortos. Ya yo había coordinado con Lester y con Miret. La noche antes hice eso, salí para Marcané, Holguín, cogí una guagua Santiago-Habana, que iban de La Habana a Santiago, llegué antes de tiempo, el ómnibus estaba vacío todavía en la terminal, estaba en la oficina de Santiago-Habana. Le quité la culata y se quedó un paquetico así corto, lo puse en la parte de arriba de los primeros asientos, y me senté atrás con el resto del equipaje, unos maletines, para observar desde ahí, si lo descubrían, ver cómo libraba. Le mandé desde Holguín un telegrama a Lester —al mismo cuartico donde fui a buscar las armas con Tassende—: ´Llego mañana a tal hora´. Él sabía por dónde era. No existía esta terminal de ómnibus que está aquí. ´Llego mañana, voy con mi primo Winche´. Y ya sabía, porque yo me dije: ´Me voy a llevar un par de Winchester, por lo menos´, y así mismo, ese se fue para la casa de Lester.
“Con el otro, llegué hasta Holguín. Un paquetico, para no ir con dos paquetes, si se perdía uno, salvaba el otro, lo envié por expreso, y lo mandé a casa de una novia que yo tenía —se llama Marcia Montoya, vive, está casada con un oficial retirado de la marina, tiene hijos, que era vecina del hotel Andino—. Pero el desgraciado paquete llegó antes que yo, y cuando llego allí, la mamá y ella discutiendo, porque la mamá quería botarlo en la basura por la noche, y ella: ´No, esperen a que Raúl llegue´. Y a ella yo no le había dicho nada, o le mandé también un telegramita: ´Llego tal día´; la cuestión es que salvé los dos fusiles, uno para casa de Lester y otro […] Cuando el Moncada agarré uno, porque yo sabía tirar con ellos, y Pedro Miret me dice: ´Suelta eso y coge una escopeta de balines que es mejor, más segura, porque abarca más espacio´. Bueno, y cogí mi escopeta, con la cual no tiré ni un tiro. Nos vestimos allí y fuimos; voy de simple soldadito, no era jefe”.
En las acciones por el ataque al Cuartel Moncada, específicamente en el asalto al Palacio de Justicia, Raúl salva a sus compañeros con una actitud valiente y audaz. Cuando consigue eludir al enemigo, emprende el camino a las proximidades de Birán, lugar de refugio y regreso siempre, tal como hace después del Presidio cuando va a visitar a su mamá y su papá. Con el viejo conversa sobre el viaje que emprenderán sin falta porque la situación política no les permite otra cosa a él y a Fidel. Mientras conversan, por los noticiarios, culpan a Raúl de una acción en La Habana, es la prueba de que no pueden permanecer en Cuba, a pesar del pesar de sus padres. Al viejo, ya no volverá a verlo.
“Cuando estábamos en México yo pensaba en el desembarco, me decía: ´ ¿Qué va a pasar en la casa cuando sepan del desembarco? ´. El viejo murió en octubre y casi, casi preferí que fuera así, porque lo que sufrió la vieja luego fue tremendo… Eso de la muerte nuestra, porque constantemente repetían la noticia en la radio… Constantemente daban la noticia, y pienso que eso le afectó mucho el corazón, ella después murió del corazón. Además, de joven empezó a parir unos muchachones, sobre todo, Angelita, Ramón y Fidel, que pesaban 12 y 13 libras, oye, casi el doble de un muchacho normal ahora; la costumbre de la época, era comer mucho para engordar. Pero pienso que los sufrimientos que pasó, lo del presidio y todo lo demás, tiene que haber dejado huella en su salud; era una gente muy buena”.
La personalidad de Raúl se desdobla en las palabras, un ser muy familiar, recto en los principios, enérgico, y a su vez, campechano; de una disciplina forjada en el sacrificio como los antiguos mártires, o quizá como los misioneros jesuitas, la orden religiosa de la que, sin apenas percatarse, recibió enseñanzas. Una persona de hábitos y costumbres organizadas que se vislumbra desde las páginas de sus cuadernos de francés o gramática en la Academia Abel Santamaría en el Presidio, ejemplos de una voluntad de estudio y cuidado, fácilmente perceptibles. Alguien de amistades sólidas y perpetuas, con cercanías que no se distancian al pasar de los años hacia personas como el ruso Nikolái Leónov o el español Antonio Gades. Un ser franco, trabajador y accesible, fiel a lo aprendido de sus padres en la casa grande de Birán, con una determinación indeclinable por Cuba y sus gentes, por la soberanía y la justicia, porque permanezca el recuerdo de los que cayeron un día para iluminar el destino de la Patria.
(Originalmente publicado en la Revista Verde Olivo, Edición Especial, 2021)