Cuando se acerca la celebración anual por el Día de los Padres, recuerdo a Manuel, el progenitor de aquella familia, allá en Barajagua, en el municipio de Cueto, provincia de Holguín.
Este año cumpliría Manuel 119 diciembres, de no haber fallecido en 1985.
Es interesante recordar los 14 años que viví en aquel lugar, donde nunca conocí ni la luz eléctrica, ni el agua fría, ni la televisión. No eran tiempos de apagones ni de “alumbrones”. Sencillamente no teníamos luz. Pero la familia era feliz y mis años de niñez y juventud, constituyeron una escuela, no para exclamarlo en palabras de estos tiempos, sino de aquellos que, cuando más, un viejo radio de pilas, brindaba a Manuel y a Josefa, mi madre, la posibilidad de «conectarnos» allende las cuatro paredes de tabla, el piso de tierra y el techo de guano, que nos albergaba.
Mi papá, sin embargo, aunque nunca asistió a la escuela, era un especialista en la cultura de la vida. Aprendió a leer ya en Revolución y devoraba cuanto papel escrito, fuera Bohemia o una revista de modas traídas desde Cueto.
Nunca lo oí hablar de fertilizantes ni químico alguno para los cultivos agrícolas que nos autoabastecían. Eso sí, desde que cumplí seis años me acostumbró a dos cosas: primero ir todos los días a la escuela rural número 36 de Barajagua, y la otra, aprender bajo su égida de campesino pobre a arar la tierra con una yunta de bueyes que él preparaba, hasta que muy pronto también supe enyugarlos y llamarlos por sus nombres de “Ojinegro” y “Canelo”.
El día de las madres o de los padres no pasaba de una visita a casa de abuelo Pedro, “allá arriba” donde vivían. Recuerdo el beso a cada uno de ellos y quizás degustar alguna que otra golosina de las que tenían guardadas en el “cajón de los mandados”.
No llegamos a conocer por aquellos tiempos el significado de la palabra egoísmo, ni las hoy abundantes y hasta populares “malas palabras”. Una vez—recuerdo— le dije loca a mi hermana Estela, y mi padre, cinto en mano, estuvo “sonándome” mientras yo corría por el patio de la casa. “Mis hijos no pueden decir malas palabras”, me espetó, mientras sentía el ardor en mis escuálidos glúteos.
Lo cotidiano era ir todos los días a la escuela, aunque estuviera a varios kilómetros de distancia, hacer la tarea de día porque en las noches oscuras —todas— era imposible, y dedicar fines de semana a arar y sembrar la tierra, y cuando más algún que otro atardecer, junto a mi primo Alcides, sentarnos en la tierra, al lado de la carretera, para adivinar si el próximo carro que pasaría, era un camión, una máquina o la Guagua Crespi, que hacía su recorrido de Holguín a Mayarí.
Hoy, cuando dedico a Manuel, mi padre, estos pocos recuerdos, lo hago convencido de que, aunque eran otros tiempos, muchas de sus enseñanzas curtieron mi vida y me convirtieron en un hombre feliz.
Manuel siempre fue y sigue siendo el padre al que debo todos los cimientos que construyeron mi existencia.
Para él y para mi hermano Eloy, convertido en padre, ejemplo de periodista y de ser humano, todo el amor de quien se siente orgulloso de haberlos tenido como guías que me enseñaron a ser también el padre que soy hoy.
Felicidades papá.