LA CRONICA

Felicidad

Nuestra mayor fascinación era asomarnos a las viejas aguas del estanque, de lotos refulgentes y manjuaríes que salían a la superficie como asustados por entre la maraña de vegetación abundante en el fondo. Pasábamos horas enteras en aquel bosque de sueños del parque Almendares, donde nos reuníamos los primos para ir a pescar renacuajos que   celosamente guardábamos después en bolsitas de nylon, mostradas como trofeo con un orgullo ingenuo y feliz. En ese tiempo, mirábamos a nuestro alrededor aquel mundo de árboles gigantescos, raíces colgantes y florestas trepadoras como escenario de un tiempo antiguo o libresco que solo era dado ver allí, como una irrealidad palpable que evocaba aventuras como las de Robin Hood y Guillermo Tell.

Ya para entonces, nuestras miradas recorrían lugares distantes, al leer las páginas de Robinson Crusoe, La Esfinge de los Hielos, El hombre de Alaska o El Castillo de los Cárpatos.

En aquellos años era toda una prueba de confianza depositada en nosotros que pudiéramos irnos en pandilla bullanguera al cine Los Ángeles, porque para llegar hasta allí había que inevitablemente cruzar tres avenidas con nombres legendarios y patrióticos de generales de nuestras luchas independentistas: Lacret, Mayía Rodríguez y Juan Delgado.

Otras veces, y siempre en numeroso grupo, nos íbamos al Parque Lenin o al Río Cristal, donde aprovechábamos la base de la cortina de la represa para poner pie firme y bañarnos en la cascada, una osadía por la cual, después, nuestra madre levantaría las manos hasta la cabeza en señal de alarma acompañada por una frase rotunda e inusual: “¡Ave María, niñas, pero qué han hecho!”.

Nuestra felicidad expandida y profunda se componía de pequeños detalles y momentos, disfrutados en estado de euforia colectiva: el juego de la pañoleta en la calle, las salidas al Tropiquín  -adonde íbamos los sábados como salida de gran solemnidad para tomarnos un helado de barquillo luego de la tarde de cine en las salas amplias, cómodas y climatizadas del Mara o Los Ángeles-, o finalmente, las visitas al FrutiCuba, un sitio donde probamos por primera vez como manjar de dioses, el yogurt con trocitos de guayaba, piña, plátano, mamey o fruta bomba. Al regreso, siempre circundábamos la ceiba del pequeño parque próximo a la bifurcación de Lacret y General Lee. Los varones, tal vez por puro gusto o con el afán de que las muchachas nos refugiáramos en sus brazos, nos intimidaban con historias de jinetes sin cabeza o aparecidos que deambulaban por allí a la espera de la medianoche.  Los indicios eran el rumor del viento, la  borrasca próxima, un relámpago en lo nublado, una estrella especialmente luminosa, unas voces en la distancia, la oscuridad profunda de un sábado o el bullicioso roce de las hojas y ramas del árbol que aún permanece allí con su esplendor imperturbable.

Otras veces, poníamos en el portal de un vecino, un radio de proporciones desmesuradas para estos tiempos de tecnologías mínimas, y allí, al compás de las músicas que las emisoras ponían, disfrutábamos las noches de fin de semana, con una alegría sana y austera que siempre pongo de ejemplo a mis niñas, de cuánta felicidad puede darse -con tan poco- en pequeños y grandes detalles como la amistad compartida. (Originalmente publicado en Juventud Rebelde, 2004).

Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.

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Katiuska Blanco Castiñeira
Katiuska Blanco Castiñeira (La Habana, 1964). Periodista y ensayista. Fue corresponsal de guerra en Angola y redactora del diario Granma durante más de diez años. Es autora de libros como Ángel, la raíz gallega de Fidel, Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, y Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz.

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