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Gabriela

Dobla la página como quien tiende un cerco, deja de simular la lectura e interrumpe el andar por los hondos vericuetos de su pensamiento. Reposa inmóvil, carente de interés y motivación tumbado en el sillón que sirve de lecho a sus cavilaciones. Días atrás, ese tiempo propio lo habría lanzado a un mar de ansiedades capaces de romper de inmediato su lapsus de embeleso. 

Por un instante, el bullicio que circunda atrae los ojos de Abel Azpeitia que aún parece ausente, hasta que escucha acercarse a Gabriela. La mira sin verla y piensa en antes y en ahora, en lo que pudo ser y en lo que será. 

La mujer, que ya conoce esos ensimismamientos finge no advertirlo y hace una pregunta intrascendente para ocultar el desasosiego que la inseguridad de él suele provocarle. Ella siente que su cuerpo se estremece cuando Abel está cerca, pero sus emociones se desvanecen en el abismo de la indiferencia de su marido.

Abel tampoco ha perdido la singular sensación de deseo que desde el primer momento le provocó Gabriela. No olvida aquellas colisiones de miradas precursoras, roces de manos, convergencias de puntos de vista y sonrisas aprobatorias de que disfrutaban. Tampoco, las largas horas que entregaron a ese placer inaugural hasta que un impulso ya impostergable les empujó a apresar sus rostros, ya abrazados en sueños. Un fuerte estremecimiento invadió entonces su cuerpo y su espíritu. Y advirtió el alivio del que reposa en su justo espacio. 

Del encantamiento en que había estado sumido solo tomó conciencia cuando, luego de aquel torbellino, reconquistó su afán de continuo reflexionador. En ese instante, y a pesar de sus pocos años, supo que la empatía que había nacido entre los dos trascendía el universo de la atracción sexual para instalarse en la base de impensadas aspiraciones.

Evocaba estos recuerdos a la par que se balanceaba en su sillón de madera dura, curtido por el tiempo y el vaivén de todos sus ocupantes anteriores. Ahora, la mecedora se movía casi sin intermitencias, más ayudada por la inercia que por el impulso del hombre. El chirriar del viejo mueble le disponía siempre a escapes emocionales de apacible meditación, que casi siempre resultaban alucinantes. 

En esos abandonos nunca dejó de sobrecogerle el inevitable soñar al que se entregaba especialmente en momentos de absoluta intimidad, como cuando observa el perfil alargado y terso de su cuerpo desnudo y mojado en el espejo. 

El agua que resbala le devuelve la sensación del cuerpo húmedo de su mujer y las miradas de uno en el otro. Por mucho tiempo fue así, hasta que de manera fortuita supo que era portador del Virus de la Inmunodeficiencia Humana y por primera vez pensó que iba a morir. 

Fue de esa manera que su pasión dejó de obsesionarle, al menos momentáneamente. Ahora, tan solo la idea de tener cerca a Gabriela lo perturba al extremo de evadirla. 

– Necesito tiempo, le dice a ella. Y sin poder dormir le da la espalda en la cama.

En su largo vagar, antes de llegar a conciliar el sueño, Abel Azpeitia imagina los “accidentes” de su anatomía interna. Tal y como su pelo es rizado y oscuro, el “revés” de su cuerpo también debe mostrar peculiaridades, posiblemente reconocibles por los microseres que deambulan entre sus entrañas. Sus debilidades biológicas pueden ser muy bien aprovechadas por el Virus que toma como vehículo a determinadas células del sistema de defensa.

-Los humanos solemos obviar todo aquello que no vemos ni percibimos de manera convencional, piensa.

A pesar de ser un interesado en los orígenes de la especie humana y en asuntos relacionados con la psiquis, este hombre de mirada intensa y presencia sugestiva, nunca antes se había detenido a pensar en la existencia de un subuniverso que virtualmente ya había llegado a dinamitar su mente. 

Ahora se detiene en cada instante de su existencia y en ese vínculo privilegiado que tenemos los seres humanos con el mundo real. Lo comprende mientras observa su cuerpo en el cristal azogado y, ante su saludable hechura, descubre que morir tampoco es sencillo. 

Explora uno y otro surco de su raciocinio y no en un mero ejercicio de inteligencia. Más allá de las fuerzas de su propio organismo, necesita encontrar un camino a la perdurabilidad. 

Es en ese mar de ideas que cada noche y cada día se sumerge Abel Azpeitia, oculto en su habitación tras el ingenuo balanceo del viejo sillón de madera dura o cuando no consigue conciliar el sueño. 

La cama que comparte con Gabriela es ahora menos flexible y solo cede discretamente ante los movimientos que delatan el insomnio de Abel. Él apenas duerme y no podrá hacerlo verdaderamente hasta que no acepte la llegada a su vida del indeseable huésped.

Imagen de portada: “Nosotros los fantasmas”, obra de Isis de Lázaro (acrílico sobre lienzo).

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Flor de Paz
Periodista.

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