LA CÁMARA LÚCIDA

La línea de los Balcanes: por una vez, los rusos son los buenos

Aunque la película rusa La línea de los Balcanes (Balkanskiy rubezh, 2019) todavía no haya sido estrenada en muchas naciones occidentales, no sería difícil de imaginar los calificativos en la prensa allí, so caso de exhibirse: “misil ideológico al servicio del Kremlin”, “propaganda bélica de Moscú…” Posición que, por el contrario, casi nunca enarbolan dichos medios con los títulos de la pantalla norteamericana financiados por el Pentágono. La narrativa, sabemos, la domina Occidente y su eje central pasa por la satanización de Rusia en todos los planos; a niveles tales que llega a sobrepasar la retórica de la Guerra Fría.

El audiovisual y los medios occidentales tienen en su agenda de encargo, como tarea principal diaria, la demonización del país eslavo, que a escala mediática, ha encontrado algunos contrapesos como RT y Sputnik; si bien su respuesta en el primer campo, y fundamentalmente en el cine, es bastante débil hasta el momento. Esto pudiera tener una buena explicación: los rusos entienden que el cine es arte y no propaganda. De acuerdo, pero cuando te lanzan tanques de guerra ideológicos un día sí y al otro también, algo habrá que hacer, y una buena solución es la propuesta por La línea de los Balcanes, digno largometraje que mezcla con habilidad los géneros bélico y de acción con la verdad de Moscú, la cual también precisa ser oída, no solo la de Washington y su red universal repetidora.

La línea de los Balcanes se sitúa en el conflicto de Kosovo, y desde su mismo pórtico deja claro el carácter genocida de la coligada invasión imperialista a Serbia promovida en 1999 por el gobierno de Bill Clinton y sus satélites de la Otan. Entre marzo y junio de 1999, Estados Unidos y esa organización militar europea bajo su control, lanzaron 420 mil proyectiles, 2 mil 300 misiles crucero Tomahawk y su aviación realizó unas 38 mil  misiones de combate, el 38 por ciento contra instalaciones civiles. Solamente sobre Belgrado cayeron unas mil bombas. Los ataques mataron a 2 mil 500 personas e hirieron a otras 12 mil 500, muchas de las cuales perdieron brazos o piernas; destrozaron 300 escuelas, varios centros maternos y hospitales; arrasaron 25 mil edificios residenciales y dañaron 595 kilómetros de vías férreas, 38 puentes y 470 kilómetros de carreteras, lo que fue calificado por la Otan de “daños colaterales” de la primera “intervención humanitaria” de la historia. Daños que implicaron pérdidas materiales por unos 100 mil millones de dólares.

Algunas de las escenas iniciales del filme grafican los bombardeos a hospitales maternos, en pleno corazón de Belgrado. Las muertes en esas instituciones de niños y madres están documentadas en los registros de dicha agresión; como también lo está la carnicería étnica contra los serbios de los terroristas albaneses pro-occidentales en Kosovo. A su presidente, Hashim Thaçi, criminal internacional instalado en el poder por los Estados Unidos y cuyas bandas siempre traficaron con órganos humanos, droga y prostitución, el presidente electo norteamericano, Joe Biden, vicepresidente en el mandato de Obama, lo calificó en la década anterior como “el George Washington de Kosovo”, sitio donde al premier británico Tony Blair esta misma gente le entregó la Medalla de Oro de la Amistad.

El senador suizo Dick Marty, comisionado para investigar las denuncias de las atrocidades cometidas allí, expuso en su informe del 16 de diciembre de 2010 que “a los prisioneros serbios que sin saberlo iban a ser donantes de órganos, se les separaba de los otros prisioneros, recibiendo mayores raciones de alimentos, excusándoles de hacer trabajo manual, y permitiéndoles largas horas de descanso. Se les hacían revisiones periódicas de su estado de salud, hasta el día que llegaban los cirujanos al campo, en que les desplazaban, uno por uno, al quirófano y allí se les ejecutaba, y sus órganos eran extraídos inmediatamente. La mayoría de órganos se enviaba a Israel y Canadá y su precio variaba según los órganos. Esta práctica fue seguida después de la postguerra, siendo los prisioneros serbios sustituidos por gente humilde de los barrios más miserables de Kosovo”.

En La línea de los Balcanes, un grupo de soldados rusos debe tomar, en 1999, el aeropuerto de Pristina (capital kosovar) y mantenerlo bajo control hasta la llegada de refuerzos de su país. Afuera los asedia el Ejército de Liberación de Kosovo, organización terrorista financiada por Occidente.

La parte fundamental de la trama se centra en dicho enfrentamiento, el cual el realizador Andrei Volgin filma con pulso certero e indudable acercamiento a las formas narrativas occidentales de ese tipo de cine, no a la usanza de la pantalla soviética de guerra. De tal que, en una mezcla ambivalente pero a la larga operante pese a su potencial disfuncionalidad del Ridley Scott de El Halcón Negro derribado y el Michael Bay de13 horas: Los soldados secretos de Bengasi, Volgin no se limitará de una fisicidad desbordante que provoca en el espectador complicidad cuasi presencial, infinidad de cortes, explosiones, aparatosidad visual, ritmo imparable, viñetazos “psicológicos” para disimular la escasa descripción de personajes y hasta un romance entre un profesional del combate ruso (Anton Pampushnyy) y una atractiva doctora serbia (Miléna Radulovic), quien funciona como refrescador de pantalla en medio de la balacera.

Por momentos, el tono del filme coproducido con Serbia adquiere un poco de western de plaza sitiada; y en otros, es puro cine de acción, pero parece más una opción buscada que producto de las indefiniciones.

Cuanto sí no le perdono a Volgin, por meliflua y norteamericanamente manipuladora, es la secuencia epilogar del líder militar ruso en brazos con la niña serbia salvada, con aires de sinfonía heroica. Ya bastaba con la recurrencia del director a las imágenes de archivo elocuentes del fervoroso recibimiento popular de los militares rusos en Serbia, cariño mantenido hoy día, por cierto, hacia quienes ven como salvadores, aunque en la práctica poco haya podido hacer el gran país euroasiático para impedir el desmembramiento imperialista de Yugoslavia y los crímenes posteriores, dada su situación económico y militar en aquellos años.

Sí, para quien busque mensajes esto último queda bien claro: lo de los rusos como salvadores. No pasa nada, no es motivo de escándalo; el cine norteamericano estrena cada década centenares de películas y series en las que sus marines salvan algo. Moscú también tiene derecho a decir lo suyo y el espectador mundial a ver, por una vez, que los rusos son los buenos de la película.

(Tomado del 5 de Septiembre)

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