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George Floyd, ser humano, estadounidense asesinado

No pretenden estas líneas discurrir sobre el concepto “afrodescendiente” —que el autor ha tratado en otros textos—, y menos aún negar su valor como uno de los recursos para llamar la atención sobre seres humanos víctimas de una lacra que lleva el crimen hasta en su nombre: “racismo”. Ese término abona una falacia que ha sido largamente desmontada desde sólidos fundamentos éticos y científicos —la existencia de razas en la humanidad—, pero que perdura en la imprecisión y, sobre todo, manipulada por intereses dominantes, opresores.

Mientras gritaba desesperadamente “I can’t breathe”, fue asesinado en Minneapolis un ser humano y, más allá de cualquier parcelación, estadounidense.

En la práctica, proclamarse afrodescendiente —cualidad factual de toda la humanidad, cuyos orígenes están en África— sobresale en la defensa de los orígenes de quien lo hace, y como reclamo de derechos conculcados. Pero, desde perspectivas discriminatorias, y en especial desde la mentalidad supremacista imperante en los Estados Unidos, sigue siendo una manera de decirles a las personas oprimidas y que tienen ancestros africanos: “Ustedes no son estadounidenses, sino un subproducto de esta gran nación, que no les pertenece”.

Equivale a retomar la invitación o conminación a que se vayan para África. Y sobre lo que ha sufrido la inmensa mayoría de la población de ese continente, ¿qué decir? La opresión es un hecho sistémico, no cromático, aunque manipule los colores, incluso con éxito. En los Estados Unidos hay afrodescendientes opresores, y cómplices hasta del asesino Donald Trump. Eso no niega lo ostensible de una cruel realidad donde quienes más sufren, hasta en medio de una pandemia, son las personas más discriminadas, las más pobres en general, máxime si tienen el color de quienes allí —como en tantas partes— fueron esclavos tras haber sido arrancados de África.

Pero quienes en los Estados Unidos tienen ancestros africanos, si han nacido allí y allí han crecido son estadounidenses, y tienen tanto derecho como el que más a reclamar justicia y a luchar por transformar aquella sociedad. ¿Acaso no es estadounidense el patán Donald por ser germanodescendiente, o bávarodescendiente o, dicho con mayor precisión, bárbarodescendiente, en el sentido peyorativo concentrado en “bárbaro”? Todas las sociedades son heterogéneas y complejas, y las entrañas de aquella son conocidas. Para quien de veras desee ver, están a la vista.

A estas alturas, hasta decir que los Estados Unidos les pertenecen únicamente a los herederos de las pobladores originarios masacrados o marginados en la brutal fragua de aquella nación, sería también, al margen de sus posibles buenas intenciones, y de su valor simbólico, un acto racista. El país le pertenece a toda su ciudadanía, y toda ella debería tener el derecho a ejercer plenamente su condición de hijos e hijas.

El asesinato del estadounidense George Floyd está generando en aquel país un movimiento popular que podría conducir a que, ¡por fin!, la mayoría del pueblo se niegue a que sus gobernantes sigan manipulándola como a “una mula mansa y bellaca”, lo que denunció claramente José Martí.

Ahora los mismos supremacistas, y también los discriminados que dolorosamente le sirven de instrumento y caja resonancia al criminal supremacismo, dirán que son protestas fabricadas, y otros embustes. Querrán identificarlas con actos vandálicos que se cometen —o se dice que se cometen— al calor de las manifestaciones que reclaman justicia, para desacreditarlas. Y más se afanan en lograr tal descrédito al ver una de sus más estimulantes señales: su policromía. Llamarlas “plurirraciales” supondría aceptar la existencia de razas, pero son significativa y alentadoramente polícromas, como la humanidad toda.

En búsqueda de justicia, algunas personas pueden equivocar el camino, pero no se descarte la posibilidad —o seguridad— de que en mayor o menor medida sea un vandalismo orquestado y hasta financiado, ¡y capitalizado en todos los casos!, por fuerzas del sistema interesadas en justificar la represión violenta contra los manifestantes, aunque estos se conduzcan pacíficamente. ¿Se debe descartar que la famosa bomba que estalló en Chicago en 1886 haya sido obra de provocadores pagados por el sistema? De antes venían tormentas, y tormentos, que no han cesado.

Vale recordar —se cita aquí de memoria— lo de Bertolt Brecht tomando a los bancos como emblema del capitalismo: “¿Qué es el asalto de un banco si se compara con la fundación de un banco?” O lo de Martí: “¡Banqueros no: bandidos!”

Un último detalle en relación con el asesinato del estadounidense George Floyd: ¿nadie ha notado que su nombre es el mismo del primer presidente de los Estados Unidos? ¿No cabe señalar eso, aunque no fuera eso nada más, como identificación de un estadounidense? ¿Tampoco se habrá percibido el simbolismo del apellido de su asesino directo y menor, puesto que el indirecto y principal es el sistema que allí impera?

Ese apellido, Chauvin —¿será galodescendiente el homicida?—, aunque en las noticias se pronuncie a lo anglosajón, remite a un militar francés, napoleónico, cuya arrogancia fanática dio origen al vocablo “chovinismo” (o “chauvinismo”), que vale considerar representativo de esencias del pensamiento capitalista, imperialista, en general, y particularmente característico del supremacismo que mina a los Estados Unidos.

Mientras esa realidad perdure, la decencia no podrá respirar plenamente.

(Tomado del Facebook del autor)

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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