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La heterodoxia, fundamento de un pensamiento cultural

Cabalgaba ya el Che sobre la dura osamenta de Rocinante cuando se hizo público el legado de su carta de despedida. Sintético y preciso como siempre, mostraba en ella la punta del hilo necesario para desentrañar el complejo ovillo que envuelve el pensamiento de Fidel Castro. Existió entre los dos comandantes una esencial complicidad. Sus trayectorias diversas ilustran todo lo que une y separa un inmenso territorio, modelado por el colonialismo, el neocolonialismo y la mezcla de razas y de culturas superpuestas en permanente contaminación mutua. El mensaje de Ernesto Guevara estaba dirigido al pueblo y, también, de manera sutil al amigo que no podía compartir su destino por las ataduras impuestas por el compromiso contraído con su nación. El guerrillero tenía que subordinarse al estadista, aunque simbólicamente conservara, hasta la hora del retiro, el uniforme de campaña verde olivo, vestuario de un hombre en constan­te batallar con empleo de las armas y de las ideas.

A los veinte años de la caída del Che, Fidel reivindicó su pensamiento, reclamó la necesidad de rescatarlo. Hizo una con­fesión íntima, infrecuente en sus discur­sos. Reconoció que la imagen del amigo lo había acompañado siempre, hasta el punto de soñar con él. Como ha sucedido muchas veces, impregnados por la retóri­ca reduccionista de nuestras propias con­signas, no supimos interpretar el sentido último de sus palabras.

Desentrañar las raíces y el desarro­llo de las ideas de Fidel exige atravesar la tupida selva de sus discursos, denotar intenciones y circunstancias, entender las razones de la cautela necesaria y saltar por encima de las zonas de silencio. Aún ahora, consciente del poder de su palabra, las razones de Estado son insoslayables. En plena globalización neoliberal, está en juego el porvenir de la nación. Su trayec­toria vital demuestra que, siempre lúcido, asume el difícil equilibrio entre desafío y negociación. En todo momento, ha sabi­do construir consenso y edificar alianzas preservando, como en la Sierra Maestra durante la ofensiva batistiana, el espacio de los principios irrenunciables. Intuyo que en sus estudios de bachillerato leyó, según lo establecido en los programas de entonces, los textos fundamentales de la literatura española de los Siglos de Oro. De esas fuentes y de la obra de José Martí procede el empleo frecuente de los con­ceptos de honor y decoro, en la voz altiva de un pueblo pequeño.

Político es un sustantivo demasiado genérico. Engloba una amplia gama de personajes. Abundan quienes se hacen profesionales de un cargo en el que per­manecen atrincherados, para amasar for­tunas en paraísos fiscales. Constituyen excepción quienes se entregan a una cau­sa movidos por la vocación de trasformar una sociedad. Ese llamado configura las vidas del Che y de Fidel. Ambos coinciden en la capacidad de leer los textos a través de infinidad de interrogantes y procesar críticamente el aprendizaje adquirido. En la carrera de Derecho, la Economía Políti­ca era un obstáculo casi insalvable para los estudiantes, sometidos a exámenes orales. El memorismo habitual no funcionaba porque el profesor se tomaba la libertad de multiplicar las preguntas. Contaba una amiga que compartió con Fidel los años universitarios en la misma casa de huéspe­des, que a altas horas de la noche el joven egresado del Colegio de Belén se concen­traba en el estudio del manual de Charles Gide. Leía despacio. Una a una, iba ras­gando las hojas. Con esa lectura analítica, venció la prueba sin dificultades.

En la Universidad de entonces, el paso por las aulas se completaba con una atmós­fera que irradiaba inquietud. La plaza Cadenas era un hervidero. La frustrada re­volución del 30 sobrevivía en la memoria como parte del ambiente. Con las puertas abiertas y los sillones acogedores, el Salón de los Mártires era un sitio informal, donde podía llenarse el tiempo de espera. Las fotos vistas tantas veces se convertían en presencia familiar. El debate del momen­to se remitía a ese referente, tantas veces revisitado. Las tertulias azarosas acogían a una minoría en medio de la masa de bus­cadores de títulos para hacer carreras en un bufete de abogados, en una consulta médica o en un estudio de arquitectos. Eran los que compartían, con distintos grados de compromiso, inquietudes inte­lectuales y políticas. Apenas un puñado, los comunistas desarrollaban una intensa labor de captación. Estadista y estratega, el político de vocación es un intelectual.

Para seguir las huellas del pensamien­to de Fidel Castro, hay que establecer la co­nexión entre lo escrito y lo actuado, en correspondencia con su modo particular de vincular teoría y práctica. De esa dia­léctica dimana la razón esencial de su he­terodoxia. Lector omnívoro, ha asimilado de manera creativa las enseñanzas de José Martí, de los fundadores del pensamiento marxista, de la historia entendida como proceso, vista siempre desde la perspec­tiva latinoamericana. En la Universidad, intervino en las contiendas electorales de la FEU. El azar lo llevó a vivir en Colombia los días trágicos del Bogotazo, brevísima e intensa lección de las realidades concretas de Nuestra América. El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, líder popular reformista, y el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala, mostraron los límites de una utópica tercera vía en el enfrentamiento al imperialismo. Algo similar ocurriría muchos años más tarde con la caída de Salvador Allende en Chile.

Sin embargo, esa experiencia personal tendría que convertirse en verdad tangi­ble para las mayorías. Tomando distancia de la aplicación mecánica del análisis de los factores objetivos, su visión procesual de la historia le ha permitido comprender el papel primordial de la subjetividad para contribuir a la maduración de las condiciones propicias para la acción revo­lucionaria. Afirmaría luego en la Segunda Declaración de La Habana: No podemos esperar con los brazos cruzados el desfile del cadáver del imperialismo.

Al comprender que su aprendizaje universitario había concluido, Fidel ter­minó con rapidez los estudios de Derecho y se lanzó a la batalla por la nación desde un partido reformista muy popular que anidaba en su variopinta membresía una base con radicalismo potencial.

El golpe de Batista se sumó a la crisis estructural de la economía cubana para evidenciar la quiebra definitiva de la de­mocracia burguesa liberal. El Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) se atomizaba en debates bizantinos, resultantes de su heterogénea composición. Para ganar la contienda electoral tenía que contar con la maquinaria política tradicional. Hubo que hacer concesiones a los caudillos. Otro sector estaba compuesto por inte­lectuales que se movían en los variados matices de centro izquierda. En cambio, la base juvenil era portadora de un signi­ficativo radicalismo. De ella nacerían las cédulas iníciales del Movimiento 26 de julio. A contrapelo de la línea del Partido Socia­lista Popular, rezago de las tendencias do­minantes de la Tercera Internacional, Fidel comprendió que la única alternativa viable se encontraba en la insurrección armada. Rompía todos los esquemas trasforma­dos en cultura del sentido común. Parecía utópico concebir la derrota de un ejército profesional armado por el imperialismo. No emprendió la tarea clandestina antes de haber cerrado el círculo de la legalidad. Acudió a los tribunales para condenar la inconstitucionalidad del golpe perpetrado.

En sus actos y en sus pronunciamien­tos públicos, Fidel ha tenido siempre clara noción de su interlocutor verdadero. Au­sente de la sala donde se celebró el juicio por los acontecimientos del Moncada, el pueblo era el verdadero destinatario de La historia me absolverá. Lo definía de manera muy precisa en aquel programa memora­ble. La elaboración del concepto se funda­mentó en el conocimiento concreto de la realidad nacional. Es el núcleo original de un pensamiento que adquirirá mayor den­sidad teórica en los años por venir y eje central de un lineamiento renovador y he­terodoxo. La contraposición clasista asu­mida por Marx en el Manifiesto comunista entre el proletariado y la burguesía se re­mitía al panorama de los países donde la revolución industrial irrumpió para enca­denar al obrero a la máquina y someterlo a un grado extremo de expoliación. En los países periféricos, pesaban las herencias de la colonia y del neocolonialismo gene­radoras del subdesarrollo.

Fidel se apropió del método de Marx para aplicarlo a otro contexto. El peso de la clase obrera se concentraba en los tra­bajadores temporales contratados por los centrales durante tres meses de cada año. Precaristas, aparceros, los campesinos no tenían la propiedad de las tierras que cul­tivaban. Formado en medio de una crisis permanente, el estudiantado había de­mostrado con creces su radicalismo.

La Revolución del 30 aceleró la apari­ción de un pensamiento articulador de la acción política, involucrado en el debate latinoamericano sobre un diseño socia­lista, ajustado a nuestras especificidades. Sandino y el gran Amauta proyectaron su influencia. Algunos, como Mella, Rubén, y Guiteras cayeron muy jóvenes. Pablo de la Torriente Brau se inmoló como inter­nacionalista en Majadahonda durante la Guerra Civil Española. Raúl Roa se hizo cargo de ese legado y alcanzó a desempe­ñar un papel significativo como Canciller de la Dignidad, hermoso calificativo que portó con gallardía.

Los conflictos que laceran la Améri­ca Latina de nuestros días y socavan los proyectos posneoliberales invitan a me­ditar acerca del matizado análisis de la burguesía implícito en La historia me ab­solverá. Descartado el sector dependiente, subsistía un sector ambivalente, sujeto a ataduras en el plano de la subjetividad. Conformado por empresarios con recur­sos para impulsar el desarrollo de una base industrial, por profesionales de alta calificación, por terratenientes no azu­careros, el texto programático mantenía abierta la posibilidad de su incorporación a un común propósito liberador. Sin em­bargo, los ligámenes de la dependencia lastraron el crecimiento de una concien­cia de clase para sí. Imbuidos del sueño americano, obnubilados por la aparente modernización que asimilaba rápidamen­te los avances técnicos a la vida cotidiana de una zona restringida de la capital, in­fluidos por la arrasadora campaña anti­comunista, optaron por emigrar después del triunfo de la Revolución. Los funcio­narios de empresas siguieron el camino de sus jefes, muchos profesionales acom­pañaron a su clientela. Al igual que Cuba, otros países del Continente padecieron las consecuencias de un legado que vincula inexorablemente neocolonialismo y sub­desarrollo.

Ante el poder hegemónico, la resisten­cia se articula en el rescate de la cultura, así como en el cabal ejercicio del arte y la ciencia de la política.

En su discurso en el campamento Co­lumbia, al llegar triunfante a La Habana, Fidel se apresuró a poner en práctica este concepto. Definió en el pueblo a su inter­locutor verdadero, aliado imprescindible para solventar conflictos internos y exter­nos. En plena euforia, anunció que lo más difícil comenzaría en la hora de la victoria.

Conjuró la fractura latente represen­tada por los combatientes atrincherados en el Palacio presidencial. Funcionó de la misma manera en la salida del presiden­te Urrutia. En la denuncia del sectarismo y de la microfracción. Lo hizo de manera magistral en los hermosos y difíciles días de la Crisis de Octubre. Ante un auditorio dispuesto a inmolarse, planteó los cinco puntos sustantivos en defensa de los dere­chos soberanos de un pequeño país. Hizo pública la discrepancia con nuestro único aliado de entonces. En plena Guerra Fría, Cuba no se resignaba a ser pieza de inter­cambio entre las grandes potencias. Con todo ello, reafirmó la ética como principio básico para la defensa de la nación. La his­toria habría de darle la razón en más de un sentido. Volvería sobre el tema en el discurso pronunciado en el Aula Magna de la Universidad habanera al cumplirse cincuenta años de su ingreso en ese cen­tro de estudios. Nunca puede sacrificarse la visión estratégica en favor de la inme­diatez. Aludía en esos términos al pacto Ribbentrop-Molotov y también, sin lugar a dudas, a las consecuencias de la miopía manifiesta en la apresurada solución de la Crisis de Octubre.

En las palabras de Columbia, el lector atento, distante ya del fragor de un aconte­cimiento que volvió a estremecer al mun­do, descubre en una frase reveladora la preocupación por el retraso de las ciencias políticas con respecto a otros abordajes de los problemas de la sociedad. Ofrece una clave de primera importancia para valorar la razón de la incapacidad del pensamien­to de izquierda para hacerse cargo de los problemas contemporáneos, permeado él también por las ideas que emanan del po­der hegemónico. Embargado en el diario batallar desde el inicio de la lucha insurrec­cional, Fidel nunca ha dejado de estudiar. Lo hizo en la prisión y también en la Sierra Maestra. Confrontó teoría y práctica a tra­vés de su contacto con el campesinado. Lo hace ahora, desde la perspectiva de la Isla, al interrogarse sobre el futuro de la hu­manidad. Su responsabilidad de estadista le ha impedido hacer públicas las zonas más íntimas de su pensamiento. Queda en manos de los investigadores la tarea de armar el rompecabezas juntando datos, contextos y palabras.

El trasfondo de las ideas de Fidel su­giere una visión muy crítica del papel desempeñado por la Tercera Internacional. El estallido de la Revolución de Octubre había proyectado una esperanza hacia el planeta todo. En la década del 20 proliferó el nacimiento sucesivo de partidos comu­nistas en el centro y la periferia del plane­ta. La rigidez dogmática y la decisión de optar por la defensa del socialismo en un solo país subordinaron la conducta de los recién creados movimientos a una línea general adoptada al margen del análisis de las realidades concretas de cada lugar. Hubo conflictos soterrados, separación de militantes y dirigentes y el sometimiento a decisiones oscilantes según las circuns­tancias. Se pasó del obrerismo sectario a la constitución de los frentes populares. Disuelta la Internacional, a falta de un examen crítico del estalinismo que pro­fundizara más allá de la denuncia formu­lada por Jruschov en el XX Congreso del PCUS, la conducta adoptada no se modi­ficó en lo esencial. Atrapada en las redes de la Guerra Fría, la coexistencia pacífica, conveniente para las relaciones entre po­tencias, intentó congelar los movimien­tos liberadores surgidos en el proceso de descolonización. En esta coyuntura, se produjeron discrepancias entre el partido soviético y el cubano. Explícita en los idea­les del Che, la posición de la Isla se atenía a principios éticos de solidaridad, al con­cepto de que la supervivencia propia se entrelazaba con la multiplicación de focos revolucionarios.

En septiembre de 1960, Fidel acudió a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Con la suspensión de la cuota azucarera y del suministro de petróleo, el conflicto con los Estados Unidos bordea­ba el abismo. Al propio tiempo, habían echado a andar los preparativos de la inva­sión de Playa Girón.

Las Naciones Unidas ofrecían una tri­buna para mostrar al mundo la verdad de Cuba. Como siempre, el conductor de la Revolución tenía clara noción del alcance estratégico de sus mensajes, así como de su destinatario real. Emergían las persona­lidades que habrían de impulsar el Movi­miento de los No Alineados. Un numeroso grupo de países, roto el vínculo formal con las antiguas metrópolis, ingresaban con plenos derechos en el foro internacional. Recordado sobre todo por el anecdotario que condujo a instalar la delegación cu­bana en el Hotel Teresa de Harlem y por la inusitada duración de la pieza oratoria, poco se ha analizado la originalidad del pensamiento conductor del discurso. Ante la expectativa de la prensa y de la amplia audiencia, el mensaje se dirigía a un inter­locutor bien definido. Era un tercer mundo polivalente, hecho de pequeños y grandes territorios, portador de varias culturas, matices en algunos casos, dominado por una civilización occidental que las aparta­ba de su memoria, urgido de necesidades y amenazado (como lo demostrarían los años subsiguientes) por el ejercicio de la violencia y por la traición de títeres corrup­tos. Los conceptos expuestos entonces respiran una atmósfera epocal. Expresan el núcleo generador de una reflexión que arriba a su plena madurez. Situado en una etapa que parecía anunciar un estallido emancipador, mantienen vigencia en la actualidad, después del derrumbe del so­cialismo europeo y la instauración de la globalización neoliberal. Nunca abando­nada en sus esencias, la herramienta analí­tica se irá eslabonando atenida a diferentes circunstancias históricas.

La controvertida toma de partido adoptada en ocasión de la invasión so­viética a Checoslovaquia merece una re­lectura contemporánea. Tras la premisa inicial respaldada, por necesidad políti­ca, la decisión tomada por los aliados del Pacto de Varsovia, el desmontaje crítico de las causas que condujeron a lo que en verdad constituía el reconocimiento de una derrota, resulta implacable en lo conceptual y en los términos empleados.

Sin paños tibios, coloca sobre la mesa las discrepancias entre el Partido cubano y sus aliados europeos. Afirma la total autonomía e independencia de la Revo­lución cubana y su dramática soledad en este lado del Atlántico, resultante del error estratégico cometido en el acuerdo Kennedy-Jruschov que dio término a la Crisis de Octubre. Plantea la indiferen­cia europea ante los problemas del tercer mundo, las concesiones derivadas de la política de coexistencia pacífica y su correlato, el proyecto de acuerdo de no proliferación de armas nucleares. Subra­ya, como profecía de una muerte anun­ciada, los riesgos latentes en la renuncia a los principios. Advierte las causas que determinaron las fisuras del sistema, tales como la pérdida de contacto con las ma­sas, la burocratización de los métodos, el abandono del internacionalismo, la aten­ción exclusiva a los estímulos materiales y el espacio creciente concedido a las rela­ciones monetario-mercantiles.

Las ideas de la posmodernidad han diseminado un falso antagonismo entre visión totalizadora y acercamiento frag­mentario. Establecen también un corte radical entre la tradición de la moderni­dad y el trascurrir contemporáneo. De esa manera, se instituye una nueva forma de maniqueísmo entre el bloque de lo defini­tivamente periclitado y las directrices de un presente avasallador, como si los tiem­pos no se solaparan en el rejuego de una memoria remota, la supervivencia de ayer y la configuración de lo nuevo, dejando de lado, además, la asincronía de etapas diversas en el planeta que distancian los centros de poder de zonas que sobreviven al margen de los adelantos de los medios de comunicación, junto a aquellas que, al modo de los mapuches chilenos, se aferran a su territorio y a sus costumbres. Un aná­lisis más cuidadoso revela que algunas críticas demoledoras al legado de la mo­dernidad se remiten a la prolongada su­pervivencia de un positivismo que exaltó la noción de la ciencia, concibió la marcha ascendente hacia el progreso y relegó un humanismo detenido erróneamente en el rescate del saber clásico greco-latino.

En más de un aspecto, Montaigne es el precursor del humanismo que nos corres­ponde reivindicar hoy y aquí.

La originalidad del pensamiento de Fidel y su contribución innovadora al proyecto socialista se elabora en torno a un eje central estructurado mediante preguntas encadenadas desde un hori­zonte de emancipación real, pasando por el análisis de las circunstancias concretas de la realidad. El ininterrumpido bom­bardeo de preguntas somete a crítica a las fuentes librescas y a la dinámica de la movible experiencia humana individual y social. Logra escapar así al dogmatismo estrecho y estático y vincula dialéctica­mente el factor político (desarrollo de la conciencia) con las necesarias medidas de orden económico. En términos con­temporáneos, la visión humanista consis­te en interconectar los factores históricos, geográficos, económicos y culturales que definen el contorno de la Isla, insepara­bles todos de las corrientes contradicto­rias que caracterizan, en cada momento, las líneas de fuerza del planeta. Ocurre entonces que, en Fidel, teoría y praxis se conjugan en el campo de la batalla an­ticolonial y en las vías de superación de la compleja herencia del subdesarrollo. Se trata, en síntesis, de consolidar estra­tegias antihegemónicas forjando alianzas contrahegemónicas, algunas transitorias, otras duraderas.

De esas premisas se derivan sus contri­buciones en el campo de las ciencias polí­ticas y su manera de afrontar el tema de la cultura. El estudio del pensamiento de Fidel en el ámbito de las ciencias políticas requiere serio abordaje a cargo de espe­cialistas en la materia. Me atrevo tan solo a apuntar que la lectura congelada en el tiempo del materialismo histórico intro­dujo una malformación de graves conse­cuencias que contradecía en lo esencial el modelo propuesto por Marx en su 18 Bru­mario y en su crítica a la Comuna de París. El autor de El capital percibió con claridad la convergencia de factores, con lo cual se distanció de posiciones deterministas, in­corporadas luego por contaminación posi­tivista. El desmontaje de un pensamiento que se ha expresado a través de discursos y entrevistas, marcadas por la coyuntura e iluminadas por un trasfondo conceptual teórico, como parte de un proceso de edificación de la futuridad en el terreno movedizo de lo humano, exige tener en cuenta la raíz martiana. La extensa obra del Maestro, preñada de ideas, se fue ha­ciendo también en el fragor del combate. El periodismo y el epistolario muestran las huellas de su coherencia intrínseca y de su progresiva maduración apuntalada en el aprendizaje de la vida. En ambos ca­sos, el ideario no responde a inmovibles formulaciones abstractas. Se traduce en términos concretos con la mirada pues­ta en el pueblo, interlocutor y partícipe indispensable para consolidar un movi­miento contrahegemónico.

La tarea urge. Es inminente en medio del complejísimo debate contemporáneo. Extraer las esencias del pensar y el hacer de quien mantiene plena lucidez en sus no­venta bien cumplidos es el mejor homenaje a un Fidel viviente en su ininterrumpida capacidad de reflexión y análisis.

Tomado de la Revista La Gaceta No 4, julio/agosto de 2016: http://www.uneac.org.cu

(Publicado en cinereverso.org)

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Graziella Pogolotti
(París, 1932) Ensayista, crítica de arte y destacada intelectual cubana, promotora de las Artes Plásticas Cubanas. Presidenta del Consejo Asesor del Ministro de Cultura, Vicepresidenta de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Miembro de la Academia Cubana de la Lengua.

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