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Del libro “El imperio de la vigilancia”: ¿El fin de la vida privada?

Vigilancia. Foto: Luis Carlos Fernandes/ Flickr
Vigilancia. Foto: Luis Carlos Fernandes/ Flickr

Cubaperiodistas publica un nuevo texto del libro El imperio de la vigilancia (Editorial José Martí), de Ignacio Ramonet, quien autorizó especialmente su reproducción para los periodistas cubanos y los lectores de esta página.

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La voluntad de saberlo todo

Este propósito de control total de Internet representa, para nuestras sociedades democráticas, un peligro inédito: “Permitir la vigilancia de Internet –afirma Glenn Greenwald, el periodista estadounidense que difundió las revelaciones de Edward Snowden[1]– llevaría a someter a un exhaustivo control estatal prácticamente todas las formas de interacción humana, incluido el pensamiento mismo[2]”.

Esta es la gran diferencia con respecto a los sistemas de vigilancia del pasado. Sabemos, siguiendo a Michel Foucault, que la vigilancia ocupa un lugar primordial en la organización de las sociedades modernas, que son también “sociedades disciplinarias”, en las que el poder trata de ejercer el mayor control social posible mediante complejas técnicas y estrategias de vigilancia[3].

Esta voluntad del Estado de saberlo todo sobre sus ciudadanos se legitima políticamente mediante la promesa de una mayor eficacia en la administración burocrática de la sociedad: el Estado afirma que será mucho más eficaz y, por lo tanto, servirá mucho mejor a los ciudadanos, si los conoce mejor, mucho más profundamente. No obstante, al ser cada vez más invasiva, la intromisión del Estado ha terminado por provocar, desde hace tiempo, un creciente rechazo por parte de los ciudadanos apegados al santuario de su vida privada. En 1819, Benjamin Constant, en su célebre discurso “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, reclamaba la protección de la esfera privada. Y, ya en 1835, Alexis de Tocqueville señalaba que las modernas democracias de masas crean ciudadanos individuales una de cuyas principales preocupaciones es la protección de sus derechos. Y esto los hace especialmente puntillosos y beligerantes contra las abusivas pretensiones de intromisión del Estado[4].

Esta tradición se prolonga hoy en la persona de los “lanzadores de alertas”, como, por ejemplo, Julian Assange y Edward Snowden, ambos ferozmente perseguidos por las autoridades de los Estados Unidos, y a quienes defiende valientemente el gran intelectual estadounidense Noam Chomsky en la entrevista que se publica en la segunda parte de este libro:

Para estos “lanzadores de alertas”, su lucha por una información libre y transparente es casi un combate natural. ¿Lo conseguirán? Eso depende de la gente. Si Snowden, Assange y otros hacen lo que hacen, es en su calidad de ciudadanos. Ayudan a los demás a descubrir lo que hacen sus propios gobiernos. ¿Qué objetivo más noble puede tener un ciudadano libre? Y son severamente castigados por ello. Si Washington consiguiera ponerles la mano encima, sería peor todavía. En los Estados Unidos hay una ley de espionaje que data de la Primera Guerra Mundial; Obama se ha servido de ella para evitar que las informaciones difundidas por Assange y Snowden lleguen al público. El gobierno va a intentarlo todo, incluso lo inconfesable, para protegerse de su “enemigo principal”. Y el “enemigo principal” de todo gobierno es su propio pueblo[5].

¿El fin de la vida privada?

En la era de Internet, el control del Estado puede alcanzar dimensiones alucinantes. Porque, de una u otra forma, ahora confiamos en Internet nuestros pensamientos más personales e íntimos, tanto profesionales como emocionales. Por eso, cuando el Estado decide escanear nuestro uso de la Web con la ayuda de tecnologías superpotentes, no solo sobrepasa sus funciones, sino que profana nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestra alma y saquea el refugio de nuestra vida privada.

Sin que tengamos conciencia de ello, a ojos de los nuevos “Estados de control” nos volvemos semejantes al protagonista de la película El show de Truman[6], directamente expuestos a la mirada de miles de cámaras y bajo la escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la curiosidad planetaria de los servicios de información.

En este sentido, Vince Cerf, uno de los creadores de la Red, piensa que “en la época de las modernas tecnologías digitales, la vida privada es una anomalía[7]”. Leonard Kleinroc, uno de los pioneros de Internet, es incluso más pesimista: “Esencialmente –dice–, nuestra vida privada se ha terminado, y puede decirse que es imposible recuperarla[8]”.

Tanto más cuanto que las empresas privadas, sobre todo las GAFAM (acrónimo de Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), tratan también de saber lo máximo sobre nosotros, invocando los beneficios que un mayor conocimiento de nuestros datos personales podría procurarnos, de acuerdo con el principio: “Dime todo sobre ti, y te serviré mejor”. Que en realidad quiere decir: “Te controlaré mejor, y ya no podrás escapar de mí”.

Muchos ciudadanos se resignan a que se ponga fin a su derecho al anonimato, como si fuera una especie de fatalidad de nuestro tiempo. Ante esta indiferencia respecto a una de nuestras libertades fundamentales, reacciona el sociólogo Zygmunt Bauman, que exclama: “Lo que me asusta no es la llegada de una sociedad de la vigilancia, sino que vivamos ya en ella sin que ello nos preocupe”. Por otra parte, el deseo de defender nuestra vida privada puede parecer reaccionario o “sospechoso”, porque sólo los que tienen algo que ocultar tratan de esquivar el control público. Por lo tanto, las personas que piensan que no tienen nada que reprocharse, nada que esconder, no son hostiles a la vigilancia del Estado. Sobre todo, si, como prometen las autoridades, la vigilancia va acompañada de sustanciales beneficios en materia de seguridad.

Pero este discurso: “Dadme un poco de vuestra libertad y os devolveré el céntuplo en seguridad” es una trampa para pardillos. La seguridad total no existe, no puede existir. Mientras que la “vigilancia total” se ha convertido, por el contrario, en una realidad cada vez más verosímil.

Contra la estafa de la seguridad, cantinela constante de todos los poderes, recordemos la lúcida advertencia lanzada por Benjamin Franklin, uno de los padres de la Constitución de los Estados Unidos:

“Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de libertad por un poco de seguridad no merece ni una ni otra. Y acaba perdiendo las dos”.

Una reflexión de completa actualidad, que debería alentarnos a defender nuestro derecho a la vida privada, cuya principal función no es otra que salvaguardar nuestra intimidad. Jean-Jacques Rousseau, el filósofo de la Ilustración, el primer pensador que “descubrió” la intimidad, nos dio ejemplo de ello. ¿No fue acaso el primero en rebelarse contra la sociedad de su tiempo y contra la voluntad inquisitorial de controlar la conciencia de los individuos?

El fin de la vida privada sería una auténtica calamidad existencial, ha señalado también la filósofa Hannah Arendt en su libro La condición humana[9]. Con enorme clarividencia, apunta en ese ensayo los peligros que representa para la democracia una sociedad que no distinga suficientemente entre vida privada y vida pública. Lo cual supondría, según Arendt, el fin del hombre libre. Y arrastraría inexorablemente a nuestras sociedades hacia nuevas formas de totalitarismo.

Notas

[1] Edward Snowden nació el 21 de junio de 1983. Exconsultor de los servicios secretos estadounidenses, trabajó para la CIA y la Agencia Nacional de Seguridad (National Security Agence, NSA). Reveló los detalles de varios programas estadounidenses y británicos de vigilancia masiva. Como consecuencia de sus revelaciones, el 22 de junio de 2013 el Gobierno de los Estados Unidos lo acusó de espionaje, robo y “utilización ilegal de bienes gubernamentales”. Refugiado en Hong Kong, en junio de 2013, y después en Moscú, Edward Snowden obtuvo el 1 de agosto de 2014 el derecho a residir en Rusia durante tres años. (Fuente: Wikipedia).

[2] Glenn Greenwald, No Place to Hide, Edward Snowden, the NSA and the US Surveillance State, Nueva York, Metropolitan Books, 2014; edición en español: Sin un lugar donde esconderse, Ediciones B, 2014.

[3] Michel Foucault, Surveiller et punir, Gallimard, París, 1975; edición en español: Vigilar y castigar, Biblioteca Nueva, 2012.

[4] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Akal, 2007.

[5] Cf. Infra, p. 170.

[6] Peter Weir, The Truman Show, 1998.

[7] Marianne, 10 de abril de 2015.

[8] El País, Madrid, 13 de enero de 2015.

[9] Hannah Arendt, La condición humana, ediciones Paidós, 2011.

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