Los viejos tangos de la Argentina traen el recuerdo de seres memorables en lo íntimo, lo callado. Pienso así porque un padre, Antonio, que los prefería, falta en su casa hace un año ya, y parece que el tiempo se ha precipitado como en cascada para que de súbito nos asombremos con el paso de los días y nuestra perenne objeción a las ausencias.
No recuerdo su rostro y solo una vez nos saludamos, pero lo conozco como de largos años de amistad, porque pervive en la honradez incólume, la bondad, y el hábito minucioso de su hija, que habla de él como en rumor incontenible y admirado siempre. Lo imagino en su hogar, junto a la radio, tecleando, solemnemente, en una ruidosa y eficaz maquinita de escribir, todas sus cosas, las grandes y vitales, y también las otras, las que parecen menudas, cotidianas, y son imperceptiblemente trascendentes. Y en la radio, mientras él teclea, los tangos de Gardel.
Y vuelven siempre las remembranzas, la nostalgia, es lo cierto. Escucho en la memoria la voz portentosa del Río La Plata y recuerdo a mi abuelo Manuel, de estampa erguida y pulcra, con el cabello blanco y escaso de un anciano de más de 80 años, engominado por la insustituible y bien apreciada “brillantina”. Cuando conversaba con él, la sonoridad del bandoneón y las palabras tristes de los tangos eran como banda sonora de las imágenes de sus años juveniles, tumultuosos e indómitos. Invariablemente, como cuestión ineludible, nos reuníamos los mediodías, a la hora que antecedía su siesta cotidiana. Entonces, vivíamos la magia de largas conversaciones, donde él ponía todos los temas de su vida: el hábito temprano de fumar habanos a escondidas del recio español que era su padre, los cañaverales incendiados por sus vehemencias revolucionarias contra Machado, su militancia guiterista, las decepciones que sobrevinieron después, la esperanza renacida en la Sierra, el día tremendo e inolvidable en que descolgaron de la entrada de su trabajo el inmenso cartel que decía: Cuban Telephone Company; la lucha contra bandidos en El Escambray, y los numerosos viajes a las provincias para reparar las líneas telefónicas tras el paso de huracanados vientos o lluvias torrenciales, como las que hundieron a Oriente en un mar, cuando el ciclón Flora.
No había voz para él más prodigiosa que la de Carlos Gardel, y al mencionar los tangos, repasaba sus amores de 50 o 60 años atrás, sus fuerzas de entonces, sus sueños, también el júbilo con que recibió los hijos que la vida le dio. Una vez me habló del día en que Mercedita, mi madre, había llegado a casa como un torbellino, decidida a irse a las montañas como maestra voluntaria. “De repente, me dijo, vi que ya tenía en casa, en lugar de una niña, una muchacha”. Después, como para olvidar la tristeza de que mi madre hubiera muerto antes que él, recordó cuánto le gustaba a ella el tango El día que me quieras; y yo, que hasta entonces había seguido hasta el aliento el hilo de su historia, me perdí en el pasado y volví a verla frágil y firme como era, volví a escucharla tararear feliz por toda la casa: “Acaricia mi ensueño/ el suave murmullo de tu suspirar./ Como ríe la vida/ si tus ojos negros/ me quieren mirar./ Y si es mío el amparo de tu risa leve/ que es como un cantar,/ ella aquieta mi herida,/ todo, todo se olvida…”. (Publicada en el periódico Juventud Rebelde, década del 2000).
Imagen de portada: “El abuelo”. Ilustración: Isis de Lázaro.

