Desde el propio 1959 hubo quienes vaticinaron que la Revolución Cubana se caería pronto, pero ya va por su aniversario 67: casi siete décadas de resistencia frente a un poderoso imperio empeñado en hacerla fracasar. Tempranamente mostró su hostilidad contra ella con actos de terrorismo —incluida la invasión de 1961 por Playa Girón— y, sobre todo, con un férreo bloqueo comercial, económico y financiero, también terrorista, decretado formalmente en 1962 y reforzado cada vez más.
La Revolución ha sobrevivido a tales agresiones, pero ellas le han hecho enormes daños. Cuando en 2014 —con desfachatez imperialista— Barak Obama proclamó que el bloqueo no había logrado su cometido, reconocía que no había logrado derrocar su proyecto revolucionario, y a la vez soslayaba los severos estragos que le había causado. Intentaba engatusar a Cuba con promesas de normalización que, sin consumarse ni revertir daños, permitieran a los Estados Unidos edulcorar su imagen de delincuente internacional, necesitado de quebrar el aislamiento que en el contexto latinoamericano y caribeño significaba para esa potencia el apogeo progresista que vivía la región.
Y cuando en marzo de 2016 visitó La Habana como parte de sus maniobras, viajó de aquí directamente a Buenos Aires para orquestar en “la Argentina de Macri” la ofensiva contra Venezuela, que el césar acusó de ser un peligro extraordinario para la seguridad de los Estados Unidos. Atacar a Venezuela era entonces, como lo es hoy, atacar también a Cuba, que está unida por vínculos vitales con la Revolución Bolivariana.
Obama capitalizó su almibarado discurso en el Gran Teatro de La Habana ante un público disciplinado que respetó —con disciplina digna de mejor suerte— un protocolo no asentado precisamente en la prevención política. En eso habrán influido ilusiones asociadas con la posibilidad de algo tan necesario para Cuba como el cese del bloqueo, para lo cual acaso se creyó adecuada la cortesía manifestada al césar. Y hasta realzar por la televisión la “simpatía” de un presidente imperialista que jugaba dominó en un programa humorístico exitoso que aquí ahora no se comentará.
El astuto Obama, que en el bienio final de su administración invitó en el Gran Teatro a olvidar el pasado, sabía que se anotaba puntos. Hace pocos días este articulista discutió con alguien que, sin indicio de malas intenciones, lamentó que Cuba no hubiera “sabido aprovechar las buenas intenciones de Obama”, a quien “habría que agradecerle”, entre otras cosas, “que hoy Cuba tenga internet”.
El barraje propagandístico del imperio, que no descansa y es malvado pero no tonto, mueve a olvidar hechos como que el país había instalado internet años antes de la visita del césar, venciendo obstáculos en los que, mucho más que posibles prejuicios y nudos burocráticos internos, pesaron las maniobras de los Estados Unidos para impedírselo.
Si alguna vez el gobierno de ese país levantara el bloqueo, no lo haría para ayudar a Cuba, sino para acabar de tragársela por otros caminos, como intentaba hacer “el hermano Obama”, o porque —¡ojalá así fuera!— ya ella lo habrá derrotado o el imperialismo habría desaparecido. Pero la realidad evidencia que el bloqueo se mantendrá, y Cuba no tiene otra opción que convivir con él y, a pesar de él, vivir.
Al margen de cualquier conjetura, algo no cabe poner en duda: el bloqueo ha lacerado a Cuba, y no solo en el plano económico, que ya sería bastante, sino de modo abarcador. Piénsese en lo que representa para ella el deterioro de la vida cotidiana, propósito explícito del bloqueo, pensado para provocar penurias y la mengua de logros que, como la educación y la salud pública, se hallan entre los grandes logros de la Revolución y su plenitud urge hoy recuperar.
En el quebranto diario de las condiciones de vida del país los artífices del bloqueo siguen cifrando su esperanza de que el pueblo deje de apoyar al gobierno revolucionario y se alce contra él. El éxodo de fuerza de trabajo, sobre todo joven y —aunque la desmemoria y la ingratitud inducidas pretendan negarlo— profesionalmente formada por la Revolución, se halla entre las mayores consecuencias de los daños propinados a Cuba por el bloqueo y que explican la relativa mengua del consenso de la población en el apoyo al proyecto revolucionario.
Así y todo, aunque les duela, sus enemigos comparten con los defensores de la Revolución la certeza de que el pueblo que la hizo posible, y para el cual ella se hizo, continúa apoyándola en su mayoría. Si dejara de hacerlo, no solo desaparecería el proyecto gracias al cual Cuba logró las conquistas que la convirtieron en un ejemplo ante el mundo: peligraría la propia supervivencia de la nación, sometida a los designios de la potencia que desde su gestación ha tenido en sus planes apoderarse de Cuba.
Lejos renunciar a esa ambición, los Estados Unidos refuerzan sus pretensiones y buscan actualizar contra toda nuestra América la Doctrina Monroe, hito imperialista que data de 1823, ciento tres años antes del nacimiento de Fidel Castro y ciento treinta y seis antes del triunfo de la Revolución. Lo que algunos llaman asépticamente diferendo Cuba-Estados Unidos es un conflicto impuesto al primer país por el segundo en su afán de someterlo. Lo demás son pretextos, como lo fueron la manipulada lucha contra el comunismo, y a nivel continental lo es hoy el supuesto enfrentamiento al narcotráfico.
Pero no basta tener clara esa historia. Parafraseando un texto clásico, conocerla es fundamental no solo para describir dónde estamos y sentirnos felices por lo que hemos resistido, sino ante todo para iluminar la conducta necesaria con miras a seguir enfrentando y venciendo la hostilidad imperialista. Esa victoria no es inevitable, al modo como se consideró invulnerable el Titanic, lo que contribuyó a su hundimiento.
Cuando el 1 de enero de 2026 se cumplan sesenta y siete años del triunfo de la Revolución Cubana, también se estará entrando en el centenario del nacimiento de su Líder, quien vio cómo el haberse declarado irreversible no libró al campo socialista europeo, con la Unión Soviética a la cabeza, de un desplome que sigue teniendo graves implicaciones para las fuerzas revolucionarias del mundo. Que hoy haya encuestas que revelen que en Rusia dos de cada tres personas lamentan la disolución de la URSS, y añoran su retorno, podrá sugerir muchas cosas y avalar ideales. Pero, al menos en lo ostensible, ya parece demasiado tarde si de recuperar el camino socialista se trata.
Fidel Castro también sabía que declarar irrevocable el socialismo en la Constitución calzaba el propósito de mantenerlo vivo, pero no era suficiente para asegurarlo. De esa convicción nació particularmente el discurso que pronunció el 17 de noviembre de 2005 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, y cuyo alcance no lo agota un breve comentario, pero aquí y ahora no se intenta calar detenidamente en él.
Para ese fin lo más recomendable es su lectura directa, aunque no falten intentos de llegar a su médula, incluido uno del autor del presente artículo. Para los fines de este basta recordar que el Comandante sostuvo que el imperialismo no podría destruir a nuestro país, a lo cual equivaldría la destrucción del proyecto revolucionario; pero podríamos hacerlo nosotros mismos, desde dentro, y la responsabilidad sería nuestra.
Hoy especialmente nos corresponde —colectivamente y según la responsabilidad de cada quien— impedir que ocurra semejante hecatombe, y para eso es ineludible saber qué hacer, y hacerlo, lo que no se logrará a base de buenas intenciones y consignas entusiastas. La tarea empieza por saber qué debe cambiarse, y cómo cambiarlo. El concepto de Revolución del Comandante no es un decálogo para citarlo y descontextualizarlo o contextualizarlo a voluntad, por caminos que pueden terminar siendo abstractos y ajenos o contrarios a su orientación.
Los que hayan sido o puedan estimarse excesos o terquedades de la Ofensiva Revolucionaria de 1968 deben situarse y valorarse en las circunstancias en que ella se consideró ineludible y se aplicó. Sobre todo, para revertir sensatamente aquellas medidas se requería una mesura que librase su reversión de incurrir en otros excesos.
En todo caso es insoslayable recordar que Cuba no alcanzó sus grandes logros —con los cuales benefició a su pueblo y devino esperanza para otros—, en hombros de la propiedad privada, que los habría impedido, sino gracias a una socialización que le permitió llegar a grados de justicia social impensables por otros caminos. Eso sí: la propiedad social no debía ni debe confundirse estrechamente con propiedad estatal, aunque tal confusión haya tenido éxito por comodidad o por lo que haya sido.
Si en el actual contexto internacional, y en las condiciones en que se encuentra Cuba, llegaba o se creía llegado el momento de reversiones parciales de la socialización, era necesario actuar con la debida prudencia, para no reeditar episodios asociables a la nociva inclinación a no llegar o pasarnos, así definida por alguien que nos conoció, nos quiso y nos defendió bien. No pocos indicios abonan la idea de que la más reciente etapa de privatizaciones resultó o pudo parecer precipitada, como sin control.
Y al pueblo pueden quedarle preocupaciones y dudas generadas por un hecho traumático: un conspicuo animador visible de las privatizaciones —proclamaba con entusiasmo, o eufóricamente, que ellas eran parte de la solución de nuestros problemas, no de estos— hoy está preso por traidor y corrupto. ¿Habrá influido esa condición en su modo de operar y en los frutos de su gestión? ¿No será aconsejable comprobar si algo de lo que él hizo, decidió o favoreció que se hiciera debe ser cambiado?
Pero sería excesivo responsabilizarlo a él —solo a él— con una tendencia que parece generalizarse aunque felizmente no sea absoluta, que asoma incluso por entre planteamientos atendibles o que suelen considerarse autorizados: la idealización de la propiedad privada. El discreto encanto de la burguesía siempre encuentra modos de expresarse, y en semejante idealización —no se le niegue ese logro al experimentado capitalismo— intervienen sin duda la propaganda dominante en el mundo y también, a veces sobre todo, lo mal aplicada y defendida que ha sido la propiedad social, al punto de que se siente cundir el criterio de que está condenada a ser ineficiente.
Semejante falacia, más grande que el mayor Supermax instaurado en medio de las privatizaciones, puede ser una aliada de la corrupción y otras deformaciones. La vida demuestra que la cultura del debate resulta especialmente necesaria, no solo en los foros oficialmente creados para ello, en los que tampoco son fértiles las unanimidades que muestran más inercia, embullo y falta de pensamiento crítico que una verdadera noción de unidad sana y productiva.
A menudo se nota que no hemos logrado esa cultura, y que resulta más fácil tomarla como tema de discusión que como brújula para reflexionar bien y actuar mejor. Sucesos recientes sugieren que resulta más viable acusar de enemigo al amigo que, tal vez confundido, intenta contribuir sinceramente a cambios necesarios, que detectar al verdadero enemigo en la inercia y en males como la ineficiencia y la corrupción, lacras que, aunque sean diferentes entre sí, guardan no pocas conexiones.
La Revolución Cubana estará en peligro si no impedimos que las penurias que sufre el pueblo —ya sea por la monstruosidad del bloqueo o por deficiencias internas— se eternicen como tema de discusión sin que lleguemos a erradicarlas paso a paso y de manera creciente. Esa verdad debe defenderse resueltamente y con honradez, y siempre será más importante que las imprecisiones en que se incurra al defenderla. Se impone recordar que el pueblo necesita y merece tener esperanza.
En el juicio que encaró tras los hechos del 26 de Julio de 1953, Fidel Castro, el guía de aquella lucha enfilada a mantener vivo a José Martí en su centenario, exclamó: “¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!”. Hoy tenemos el honroso deber de mantener vivo a nuestro Comandante en su centenario, y siempre, junto a nuestro Apóstol.
Imagen de portada: Ante la multitud congregada cerca del cementerio Cristóbal Colón, en La Habana, el Líder histórico de la Revolución cubana, Comandante en Jefe, Fidel Castro, expresó: Esta es la revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes.

