Parece como si en un puro suspiro, el aliento fuera a agotarse en lo empinado de la cuesta y uno imagina a los inditos en tiempos antiguos, envueltos en la maravilla de sus vestimentas, arropados del frío de las alturas en este país al centro del mundo, ascendiendo las cumbres nevadas o encendidas de los volcanes que circundan la ciudad de Quito y despeñándose después hacia este lado, por las laderas abruptas a lo hondo, a lo profundo.
Para llegar donde la Plaza de la Independencia hay que subir y bajar los rumbos de las calles, guiándose por sus nombres de antaño: calle de los plateros y cuesta del suspiro, se denominan unas; otra: calle de las siete cruces porque en su curso hay tantas iglesias como cruces en los umbrales. Pájaros, nubes, lunas y soles impresos en las piedras de los templos españoles, son como palabras en el tiempo, a veces indescifrables símbolos de los dioses que los aborígenes adoraban y mantenían presentes después de la conquista. Todavía están allí, a pesar de las lluvias y los años, a pesar del olvido y el destierro de la casa propia, tal como ocurrió a los pueblos que poblaron la geografía deslumbrante del Ecuador desde la exuberante Amazonía, los imponentes Andes, y la costa Pacífica.
A la vuelta de lo moderno, pervive el pasado, tanto en los refulgentes cristales de las iluminadas vidrieras, como en la mirada sin luz de los niños que viven en las calles o de quienes perdieron toda esperanza.
La recuperación de lo viejo ha ido ganando espacios y en mañana dominguera se ve a los indios con sus atuendos coloridos y pulcros escuchar en medio de los parques y plazas, la música de sus ancestros. Cuando la noche cae, las iluminaciones develan el esplendor de la Basílica y la Catedral, y uno imagina cuánto refulge en sus fastuosos interiores la iglesia de La Compañía de Jesús, prueba irrefutable del derroche colonial y el dolor en el esfuerzo de los que construían.
A la vuelta de las calles principales caminan, trabajan, anuncian sus mercancías, bailan o guardan silencio, las gentes más humildes. En el camino al Panecillo, un cerro al que los españoles llamaron así, se les ve laborar apresurados elevando a un camión mueblerías, o subiendo una cesta de papas. Las mujeres, con los niños a la espalda, ofrecen cobijas de lana o dulces almibarados o humitas, que es el maíz molido y cocido envuelto en hoja. Ofrecen también bizcochos y panecillos que son una delicia. Ellas mismas representan una estampa singularmente hermosa con sus hijos a la espalda, el collar de muchas vueltas al cuello, la blusa de vuelos y encajes, la falda amplia y sobre los hombros el terciopelo de color violeta o punzó.
Desde los pies de la Virgen de Quito, una muchacha alada que abraza a la ciudad desde lo alto del Panecillo, se vislumbra el sur, la ciudad trabajadora y donde crece tal vez el futuro más noble de un territorio portentoso y desgarrado como el Ecuador de estos días. (Crónica originalmente publicada en Juventud Rebelde, 2005).
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.