El hombre sorbía el café despacio mientras la niebla de las cinco de la madrugada iba disipándose en la línea indefinida aún entre los arrecifes y las quietecitas aguas del mar, cuando solo las rizaba levemente el último aliento de los alisios, exhaustos en el preámbulo del día. Tenía el rostro rudo y el cabello ensortijado, encanecido. Él prefería llegar en la oscuridad y arroparse con el calor del jarro entre las manos, mientras tomaba la infusión, inhalaba el aroma y miraba lejos en el silencio de esas horas deshabitadas. Sentía que la humedad salitrosa se le metía por el cuerpo, pero al mismo tiempo, allí y en ese minuto preciso disfrutaba la secuencia infinita de ola, y ola, y ola, y ola, y ola, y ola…, una tras otra, invariables en su sosegado rumor al chocar con las rocas.
Al ritmo acompasado de su respiración, el humillo del café caliente escalaba la frialdad del aire y mientras tanto, pensaba en todos los vigías que otearon los horizontes en la misma boca de la Bahía, a pocos pasos de donde se encontraba y se alzaban ahora antiguos los muros de la fortaleza de San Salvador de La Punta. Imaginaba el desvelo y todos los Santos Rosarios rezados con devoción a la vista de navíos o bergantines que podrían ser de corsarios y piratas. ¿Sentirían igual sensación de sobrecogimiento los centinelas que tras la construcción del fuerte en la mismísima desembocadura en su margen oeste, escrutaban durante las noches, desde los torreones y las aspilleras, el paisaje marítimo abierto, inacabable, susurrante? Los miedos e insomnios de todos los guardianes de antes formaban parte de las historias que poblaban aquel tramo de costa afilado, que más allá del torreón de San Lázaro y hasta el río Almendares, era serpenteado por un bosque firme al que las autoridades españolas consideraron siempre excelente valladar ante ataques a la ciudad y denominaron con plástica elocuencia “Monte Vedado”.
Las obras de construcción comenzaban a convertir aquella extensión inhóspita en eco perdido en el tiempo, vivencia olvidada o pasado remoto. En la zona más próxima a la ciudad extramuros, el espacio abierto al mar se perfilaba como avenida del Golfo. Iba extendiéndose el muro del malecón y quedaba desterrada la imagen pueblerina que le conferían los balnearios Las Delicias, Romanguera y San Rafael adonde acudían los bañistas en las sofocantes jornadas del verano con más atuendos que desenfado y como irrumpiendo con disimulo en la mojigatería heredada de lo español profundo.
Levantó la mirada: como espectros en el paisaje se alzaban los fondos de las casas de la calle San Lázaro por donde circulaban medio vacíos aún, los traqueteantes tranvías. Sus manos, acostumbradas al trabajo fino de la ebanistería, en pocas semanas se tornaron ásperas. Sin abandonar de forma definitiva la carpintería, se enroló en aquellos trabajos de construcción como parte de una de las cuadrillas de obreros que afincaba pilotes, colocaba tabla-estacas o empinaba sobre estas los arquitrabes de la escollera que desde La Punta enrumbaba por el litoral hasta la Caleta de San Lázaro. Era una labor dura, pero con el aliciente de la retribución más o menos rápida, favorecida por el interés de las autoridades en desembarazar a la ciudad de su estampa colonial y presentarla como asiento de modernidad tácita, de espacio para grandes emprendimientos, en el afán iluso de que quedara en el olvido la frustración causada por el final abrupto y desolador de la guerra con el que se afianzó la dominación de los Estados Unidos en la Isla y en todas las islitas, cayos y promontorios de su plataforma verde-azul. “¿Habrá se visto antes cosa igual?”, se decía. “Nunca, nunca, ni por asomo había anticipado tanto infortunio en el destino del país y mira que en su casa, sitio de tertulia de tabaqueros anarquistas, se seguían los vaivenes de la política y los hechos de la contienda en años recientes, suscitaban polémicas y hacían predicciones para cuanto acontecería, y ahora…, ahora todo era remozamiento y banda de música y desfile militar y señoras de paseo y glorieta de domingo, por allí, por allí mismo, por donde todavía parecía que resonaba la explosión del Maine, ¡Ah!, ¡Ah!, todo contra Cuba, hasta lo fortuito que terminó siendo pretexto para los sucedidos en vertiginosa conjura.
A saber, eran viejos los sueños de bordear la ciudad con un rompeolas. Lo había ideado con frenesí imaginativo para su época, don Francisco Albear, el más grande ingeniero cubano; él concibió para el contorno marítimo una obra compleja, utilitaria y hermosa: una ancha avenida debía abrirse paso a cuatro metros sobre el nivel del mar, separada de la orilla, y en su parte inferior, una larga y provechosa sucesión de 250 bóvedas, que servirían a otras urgencias comerciales o industriosas de la ciudad; la galería podría servir como línea de ferrocarril y almacén en el activo puerto habanero, o como línea defensiva militar. Su costo ascendería a unos 850 mil pesos, una suma que al gobierno español le pareció desmesurada como para ofrecerla contante y sonante a trabajos de embellecimiento o vialidad.
El primer trecho de camino a cubrir se extendía desde el Paseo del Prado hasta la calle Crespo, y era en ese tramo, polvoriento bañado de salitre y brisa de mar, que el hombre apuraba el cafecito y reparaba en su nostalgia del olor del aserrín y del polvillo como de alas de mariposa que va dejando la sierra al cortar los troncos de cedro y caoba, majagua, ácana y otros muchos palos de la manigua. Allí, anónimo como todos los que iban llegando para poner su sudor al empeño de alzar el muro que para alguien sería finalmente “el banco más largo del mundo”, preludiaba las muchas prolongaciones del camino sobre las olas, de aquel dique sugerente y altivo como un espolón asediado que conseguiría vencer todos los potentes Nortes, con sus rachas de viento, lluvia, marejadas, resacas y beligerancias posibles o soñadas.