Alguien que camina con soltura por una acera de la calle 20 de Mayo como quien va hacia al estadio Latinoamericano, de pronto ve a otro hombre, apreciablemente mayor, que toma el rumbo de una de las calles que atraviesan 20 de Mayo. Lleva un bastón en la mano izquierda y con la derecha se aferra a la cerca de malla peerles que rodea la esquina. A pesar de esos apoyos, apenas puede avanzar, y quien lo observa teme que se caiga. Por ahí empezó el diálogo:
—¿Se siente mal?
—No, es que apenas puedo caminar. Ya voy a cumplir noventa años.
—¿Me permite que lo ayude?
—Sí, por favor. Necesito llegar a mi casa, que está frente a ese carro —y señala un automóvil parqueado más allá de la mitad de la cuadra.
El menos añoso se colocó del lado derecho del anciano, para que este se apoyara en su hombro, y ambos echaron a andar, con mucha dificultad.
—No se apure, que yo no tengo prisa.
—Ni yo puedo caminar más rápido.
Pese al cuidado que el menos añoso puso en guiarlo, hubo un momento en que el anciano estuvo a punto de caerse, y a la ayuda se sumó una vecina amable. Con lentitud y esfuerzo llegaron a la entrada de la casa del anciano, quien —comentó la vecina— acostumbra sentarse en la escalera que conduce a la planta alta, y permanecer allí tomando aire antes de entrar en su vivienda, un apartamento interior. Una vez sentado el anciano, la vecina saludó y lo dejó conversando con el acompañante ocasional, a quien el primero ya le había dicho su nombre: José Antonio Gallent Guerra.
Por lo que habían hablado en el trayecto, y la conversación que siguió cuando ya el anciano estaba sentado en la escalera, el acompañante sabía que al anciano había sido combatiente de la lucha de liberación nacional, lo que le dijo con notable satisfacción. Y siguió conociendo detalles de su vida.
La familia lo trajo a La Habana cuando él tenía dos años. Siente orgullo de que su padre fuera militante del Partido Socialista Popular, comunista, y de haber ingresado él en la Juventud Socialista a los catorce años: “A esa edad empecé a luchar”. Como combatiente clandestino fue apresado por la policía batistiana y lo golpearon: “Con palo, con bichoebuey y hasta con mi corazón”.
Está orgulloso de haber nacido cerca del Morrillo de Matanzas, en la madrugada del 8 de mayo de 1935, pocas horas antes de que allí asesinaran a Antonio Guiteras, y pronuncia ese nombre con una admiración que no le cabe en la boca ni necesita expresarla con palabras.
Vive solo, o casi solo, y hoy había salido en busca de comprar una cuchilla para afeitarse, porque le gusta estar afeitado.
—Pero usted no debe salir solo, es muy peligroso.
—¿Y qué voy a hacer? Alguien me ayuda con la cocina y el lavado de la ropa, pero estoy solo. Mis familiares se han muerto. Ya no me queda nadie.
—Y la Asociación de Combatientes ¿no lo ayuda?
Guarda silencio, y luego dice algo en lo que no se percibe sombra alguna de resentimiento, ni la menor queja, solamente un dejo de tristeza. Habla como quien no cree tener derechos especiales. Orgulloso de su vida de hombre de pueblo, de revolucionario que estuvo trabajando, sin jubilarse, hasta cerca de sus ochenta años, dice como quien habla de lo más querido: “La Asociación está como la Revolución”, y de momento guarda silencio. Tras la pausa, añade en voz baja, como quien habla consigo mismo: “Está escachá, no tiene nada. ¿Qué podría dar?”
No dijo nada más, pero el acompañante se quedó pensando que, aunque no haya nada material, algo hay que “inventar” para darles a personas como aquel héroe que a duras penas camina sobre sus pies ya viejos, sin quejarse. (Que tenga en cuenta solamente el costado material del asunto, como él lo entiende, puede verse como propio de alguien que no se cree con derechos especiales, ni se detiene a considerar la insuficiencia que los hechos podrían revelar en la atención humana.) Al ocasional acompañante, en muestra de gratitud, le había dicho: “Usted es un caballero”, y el acompañante le hizo saber que él, el combatiente de la Revolución, era el caballero de veras.
—¿Le molestaría que publicara alguna nota acerca de este encuentro? —le preguntó, lo que dio lugar a una breve conversación. José Antonio Gallent Guerra le deletreó su apellido (“que termina en t”), y le dijo que no le molestaría que publicara la nota. El acompañante sumó otra pregunta: si le parecía bien que lo fotografiara, y el anciano respondió: “Tome las fotos que quiera”.
Coda: El acompañante entiende que, después de esta nota, no debe publicar la foto que un rato antes había tomado de un cubano que vestía pantalón (corto) y camisa hechos con remedos de la bandera estadounidense.
Bellisimo. Emotivo y cierto. Gracias, Luis Toledo Sande , por este retrato.