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Así se gestó el reportaje que desenmascaró a EE.UU. y su bomba nuclear en Hiroshima

La mañana del 31 de agosto de 1946, una persona de mediana edad, sin importar el género, sale de su vivienda en Nueva York y se dirige al kiosco. Al llegar al establecimiento, otea los impresos expuestos en los estantes y pinza con los dedos un ejemplar de The New Yorker. Acto seguido, saca la cartera de su bolsillo y posa las monedas en la mano del vendedor. Luego, rehace el camino de regreso a casa.

Al sentarse en la mesa del comedor, ese sujeto extiende la revista y primero se detiene en la portada: un dibujo ameno y liviano de un parque en verano. La de la vuelta al folleto y en la contra ve una imagen publicitaria de los entrenadores de los Giants y los Yankees, dos equipos de béisbol, recomendando comprar siempre cigarrillos Chesterfield. Cuando por fin lo abre, en las primeras páginas se repasan la agenda de la ciudad y las novedades de la cartelera. También hay algún anuncio más de diamantes, abrigos de piel y otros productos por el estilo. Todo sigue el patrón habitual, hasta que voltea la hoja y tropieza con lo que parece ser una declaración editorial: se notifica al lector que esta edición está dedicada en exclusiva a un solo artículo “sobre la casi completa erradicación de una ciudad por la bomba atómica”.

Ha pasado un año desde que Estados Unidos arrojara la devastadora Little Boy sobre Hiroshima, un artefacto que acabó con la vida de más de 150.000 civiles, y The New Yorker, por primera vez en su historia, ocupa el número entero con un reportaje basado en aquellos hechos.

John Richard Hersey

“Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino”. Así arranca la hoy ya célebre narración de aquel texto, que apareció publicado bajo la firma de John Richard Hersey. Hijo de dos misioneros estadounidenses, Hersey nació en China y regresó a los 10 años al país de sus padres, donde estudiaría en la Universidad de Yale. Su primer trabajo como periodista fue para Time, y pronto se trasladó a Europa y Asia para informar durante la Segunda Guerra Mundial. Ganador del premio Pullitzer por su novela de debut, Una campana para Adano, por aquel entonces todavía no había visto la luz el que con las décadas se convertiría en el escrito de prensa más citado de todos los tiempos. Un artículo que, como dice Juan Gabriel Vásquez, su traductor al español, “vino a llenar una laguna”.

El origen de todo se encuentra en el fondo de una preocupación. Es marzo de 1946 y William Shauwn y Harold Ross, editores ejecutivos de The New Yorker, están extrañados porque todo lo que se habla en los medios del estallido atómico obvia cualquier referencia a la parte humana. Como si bajo la explosión del único ataque nuclear jamás producido no hubieran habido, en efecto, personas. Hacen algunas llamadas y acaban contactando con Hersey, en aquel momento instalado en Shanghai como corresponsal. El encargo que le hacen es claro y conciso: que pase tres semanas en Japón y cuente lo que vea. Eso, exactamente, es lo que hará el escritor. Mirar, preguntar, tomar notas y acabar plasmando su investigación en un manuscrito de 30.000 palabras. Cuando lo reciben, los editores meditan cómo darle salida. Al principio barajan la idea de publicarlo en cuatro entregas. Al final, tras varias discusiones mantenidas en un necesario secreto, concluyen que lo mejor es ofrecerlo en una sola. Y con ese formato se imprime el volumen en junio, esquivando los cortes de una posible censura, y generando un impacto sin precedentes en la sociedad estadounidense.

El tiraje de 300.000 ejemplares se agota rápidamente. El reportaje es reimpreso en cantidad de periódicos internacionales y se locuta entero en la radio. Muchas personalidades públicas se hacen eco de su contenido: Albert Einstein, en un intento frustrado, trata de comprar 1.000 volúmenes para repartirlos entre la comunidad científica. El éxito editorial es rotundo: dos semanas después del lanzamiento, una copia de The New Yorker se revende en el mercado negro por un precio 120 veces superior al original. Y toda la culpa la tiene Hersey.

Hiroshima es una obra periodística redonda por dos razones. Ambas corresponden a dos decisiones que tomó su autor.

La primera clave está en el modo de estructurar la historia. En su esqueleto. Como un relojero que enrosca cada pieza en su sitio para que las agujas corran, Hersey eligió cuidadosamente cómo situar los elementos de su narración para que ésta atrapara al lector. Según contó en la BBC la documentalista británica Caroline Raphael, experta en el texto, el autor enfermó durante su viaje a la ciudad japonesa y mientras estaba convaleciente leyó El puente de San Luis Rey, el libro de Thorton Wilder, que se compone con las experiencias de cinco personas que cruzaron el puente cuando este se vino abajo. Ese hallazgo le convenció de que su relato también tenía que girar sobre personas concretas, y no sobre edificios, calles o paisajes dañados por los bombardeos, como habían hecho la mayoría de enviados especiales.

Eligió seis protagonistas, seis supervivientes. Eran los siguientes: Toshiko Sasaki, administrativa de una fábrica con una grave lesión en la pierna; Kiyoshi Tanimoto, reverendo metodista con síntomas de irradiación aguda; Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre y madre de niños pequeños; Wilhelm Kleinsorge, sacerdote jesuita alemán afincado en Hiroshima; y los médicos Masakazu Fujii y Terufumi Sasaki. La decisión de intercalar sus testimonios en sus horas más difíciles no pudo ser más acertada: si uno presta atención a lo que está leyendo, puede sentir cómo se mueve con ellos entre los escombros de una ciudad destruída.

El segundo aspecto diferencial es el estilo que empuñó Hersey para escribir el reportaje. Nada de filigranas literarias, cero barroquismos. Un tono sobrio, despojado, huesudo, con oraciones simples y soldadas al tuétano de los hechos. Un ejercicio de modestia creativa para situar a los personajes en primer plano y rebajar la importancia del narrador. Hizo lo que más le cuesta hacer a un escritor: quitarse de en medio, dejar que la historia hable por sí misma. Como expone Vásquez, “Hersey escribió Hiroshima con un martillo anglosajón en la mano: palabras duras, secas y cortas; frases cuadradas, declarativas, terminadas en ángulo recto, como un ladrillo”. Ese aparente distanciamiento del autor, estrategia ya característica de Hersey, ayudaba a que el público conectara con sus textos, pero también despertaba algunos recelos en el gremio literario. Como los del influyente Gore Vidal, que solía atizarle diciendo que sus artículos enseñaban cómo eran las cosas, pero nunca por qué ocurrían. Aún así, aquello era lo normal en Vidal: en una ocasión le pidieron que describiera a Hersey con tres adjetivos y el tipo no se mordió la lengua: “Aburrido, aburrido y aburrido”.

Controversias al margen, al concluir su estancia en Hiroshima, Hersey tenía un muy buen material entre manos. Para acabar de pulirlo y mandárselo a los editores, sin embargo, decidió esperar y volver a Nueva York. Si los hubiera enviado desde allí, se habría expuesto a que los folios nunca llegaran a destino, puesto que era sabido que las fuerzas de ocupación estadounidenses incautaban habitualmente crónicas, imágenes y cintas de vídeo antes de que se dieran a conocer en el extranjero. El control sobre lo que se decía de las zonas afectadas por el ataque nuclear fue durante mucho tiempo una cuestión de Estado en Washington. Las autoridades occidentales, ya desde antes del lanzamiento de las bombas, se preocuparon de justificar tan desmedido golpe; según ellas, era la única manera de forzar la rendición del emperador Hirohito, expulsar del tablero al principal socio de los alemanes y finiquitar la guerra mundial, antes de que la contienda se prolongara y provocara más muertes de soldados norteamericanos.

Ese era el último fin de la bomba atómica, decían: salvar vidas. Ocurre que con los años ese discurso fue desplumándose. En parte, por algunas declaraciones extraoficiales que apuntaron a lo innecesario de la medida teniendo en cuenta el estado crítico en el que ya se encontraba la nación nipona, como la del almirante William Leahy, jefe de Estado Mayor de Roosvelt y de Truman: “El uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no representó ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra los japoneses, que ya estaban derrotados y listos para rendirse”. En parte, por una publicación como la de Hersey, que puso caras a la tragedia y ayudó sensibilizar a la opinión pública.

El reportaje de Hersey se sigue poniendo a día de hoy como ejemplo en muchas facultades de comunicación. Como muestra de cómo se debe enfocar una historia, qué tratamiento merecen la víctimas de una tragedia, y como demostración de que el periodismo honesto y bien trabajado puede ayudar a cambiar la percepción que una sociedad tiene sobre un conflicto a raíz de lo que explican sobre él sus gobernantes.

La copia de aquella célebre edición de The New Yorker estuvo vetada en Japón hasta 1949, cuando también pudo empezar a leerse en japonés. El encargado de traducirla fue el reverendo Tanimoto, uno de los supervivientes que dieron voz y aliento al escrito de Hersey.

(Tomado de publico.es)

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