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El gran espacio en que estará

La muerte y sus preámbulos no deben servir para fabricar “santos”, ni para olvidar los que creamos que han sido errores, desaciertos, infamias. Pero pueden convocar a una virtud que nunca se ha de perder: el respeto. Y ha muerto Pablo Milanés.

En un mundo —no precisamente un país— regido en gran medida por el mercado, podría ocurrir que dentro de veintidós años más se le recuerde poco. Casi olvidadas parecen hoy glorias de Cuba como Barbarito Diez, por solo mencionar un caso, entre otras, como muchas de las que el mismo Pablo Milanés contribuyó a que no fueran pasto del injusto olvido.

Pero cuesta pensar que no se recordará como merece a quien no solo compuso canciones de la altura de “Mis veintidós años”, “Para vivir”, “Yolanda” y otros pedazos de nuestra antología musical, sino que fue también el cantante que quizás más registros y mejor voz le aportó a Cuba, después de Benny Moré.

Ante su muerte se tendería a decir que fue, pero no errará quien diga que es alguien que, además de constituir un hito individual en el ámbito sonoro de la nación, formó parte de un apogeo colectivo que creció entre lo más importante que le ha nacido a la cultura cubana de la Revolución. Ese juicio remite a la Nueva Trova, con la cual se vincularon logros como el Grupo de Experimentación Sonora, y cuyo nombre no impidió que sus mejores exponentes la vieran como una etapa de la trova cubana, sin más parcelaciones.

Se habla aquí de un imborrable, o eso piensa quien escribe las presentes líneas. Cuando hace pocos meses se organizó el concierto que, para la intuición del trovador, podía ser su despedida del público cubano, las opiniones fueron muy diversas. Pero la valoración final de aquel encuentro parece haber sido unánime y favorable, entusiasta. Al menos en lo que circuló públicamente, hasta en rumores.

Ocurrió lo que puede esperarse de los efectos del buen arte: hizo feliz al público. Habría otras motivaciones, variopintas; pero esa —el poder del buen arte— era la fundamental, y daba base a todas las demás. En ella radica el peso mayor con que perdurará Pablo Milanés en la memoria de quienes admiraron, y seguirán admirando, su obra. Eso, que vale para el mundo, tiene un peso específico particular en Cuba, sin cuya cultura sería inexplicable el fenómeno Pablo Milanés, como irracional sería pensar en la cultura cubana sin él.

Pero nada niega ni impide el efecto de las pasiones, y entre ellas pueden sobresalir las de índole política más legítimas. El trovador, que estuvo entre los artistas representativos de la Revolución Cubana, no solo dejó de defenderla: al desmarcarse del gobierno que la ha representado, se distanció de ella, incluso geográficamente. No se podía esperar que esa actitud pasara sin generar reacciones de rechazo hacia él, y otras contrarias, de apoyo bullicioso.

Su público fundamental era (es) el cubano, y hasta quienes aquí hayan discrepado fundadamente de sus posiciones políticas en los últimos años, es difícil que puedan desentenderse del valor de sus canciones y su voz. A menudo, cuando se juzga a quienes han cambiado de rumbo con respecto a la Revolución, abundan razones para hablar de características personales como la soberbia, la ingratitud y otras afines, y se puede ver en el aburguesamiento una de las causas del cambio.

Pero también los revolucionarios debemos aprender de los errores de las revoluciones —de nuestra Revolución, en este caso—, y para ello resulta ineludible comenzar por tenerlos en cuenta, no ignorarlos. Pablo Milanés fue víctima de un error que no parece que hayamos tomado resueltamente por los cuernos, como el toro agresivo que fue, para explicarlo y conjurarlo: las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).

Lo que en una revolución se hace mal y queda sin ser explicado y desaprobado a fondo por revolucionarios, lo capitalizan enemigos de la Revolución. Se sabe que están dispuestos a tergiversarlo todo, pero no se les debe regalar ninguna plataforma que les sirva para alzarse sobre la falta de una transparente explicación revolucionaria.

Sergio Vitier, brillante, singular y nuestro, declaró que él se había quedado esperando que alguien le diera a Pablo Milanés la explicación personal correspondiente. Pero lo peor ha sido la ausencia de la debida explicación institucional y masiva de aquellos hechos, sobre los cuales no se extenderá este comentario presuroso, aunque no debe dejar de mencionarlos.

Al rememorar en una entrevista la amarga experiencia, Pablo Milanés relató que, luego de haber vivido años defendiendo a la Revolución, se percató de que había parado en el síndrome de Estocolmo. Cualquiera que sea el modo como cada quien valore ese hecho, cabe preguntarse cómo llevar semejante carga por dentro y no estallar, vivir “cual si no pasara nada”, a menos que se tenga una grandeza arcangélica, y esa virtud no se debe esperar de todo el mundo.

Cuando se supo que Pablo Milanés estaba grave —y hubo personas en quienes faltó no ya el respeto para tratar a un gran artista, sino a un ser humano que se podía suponer moribundo— el autor de este artículo recordó en Facebook otro suyo de hace más de diez años. Allí había escrito para nuestra revista Bohemia, donde se publicó, no para un boletín venenoso, lo que ahora refríe para no incurrir en la vanidad de autocitarse.

Toda cultura —a menos que se precise que se trata de cultura revolucionaria, con lo que entonces también se requerirían matizaciones relevantes— es heterogénea, y la música de Ernesto Lecuona, quien, según algún testimonio, acabó tocando piano en un restaurante canario; la obra de algún obstinado en su rabia contra la Revolución, como Guillermo Cabrera Infante; la sonoridad de Celia Cruz, de voz muy superior a su pensamiento, pertenecen a la cultura cubana, aunque algunos hayan querido negarlo, o no verlo.

Para ceñirnos al ejemplo final, es muy probable que el pensamiento de Pablo Milanés, aunque tengamos razones contundentes para desaprobarlo en parte cuando menos, no merezca una devaluación como la que esas líneas sugieren para el de Celia Cruz. Pero es seguro que, en su calidad de exponente de nuestra cultura artística, el autor de “Ámame como soy” merece una altísima consideración, aun cuando aquí solo se apunte que ha muerto uno de los más completos cantautores que nos han enriquecido el alma.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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