COLUMNISTAS

El día que fuimos a Pinar

La tristeza se pega a los ojos. Cuando más los abres, más te inunda, más te oxida las ilusiones de encontrar algo de la vida pasada y no este amasijo de palos desvencijados y sin color que se agarraron a los vientos huracanados para evitar que Ian siguiera su paso arrasador hacia otros sitios. De nada les sirvió a los árboles su terquedad. Los vientos de más de 200 km por hora que alcanzó el fenómeno derrumbaron paredes y techos; arrancaron postes, palmas, algarrobos y abrieron grietas tremendas, unas en las tierras de cultivos, y las más dolorosas en la mirada de los pinareños.

Félix Témerez, el presidente de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) en Pinar del Río, quien dirige la expedición a las entrañas de los destrozos, dice que al pedazo de asfalto que conduce hasta el Cabo de San Antonio, “la gente le llama la Panamericana”. Lo cierto es que a un lado y otro de esa carretera, la realidad cambió bruscamente y permanece tiesa como para hacer doler.

Son casi las cuatro de la tarde y el sol se desparrama con ensañamiento. Campo hermoso, El varón, La Nilda y Santa Damiana. En cada uno de esos trozos de tierra viven también periodistas que lo perdieron casi todo en la madrugada del 27 de septiembre y que dirán una hora más tarde: “lo importante es estar vivos”.

Mientras los ojos recorren el paisaje que jadea, mi mente traza un intento de estrategia salvadora. Desde que entramos a la ciudad de Pinar, las emociones se zarandean. Primero conversamos con periodistas de la Televisión, luego con los de Radio Guamá y por último con los del periódico Guerrillero y casi todos coinciden en dos elementos: este fue el ciclón más fuerte que han vivido y a pesar de todo, continuaron reportando.

Ahora que se puede hablar de una tristeza translúcida porque deja ver el dolor común transfigurado, delineo como fracción de esa estrategia una serie de instrucciones para repartir fuerzas hacia donde vamos: a) no llorar, b) calmar con la escucha, c) abrazar si el caso lo amerita y d) no fotografiar demasiado con la cámara porque las pupilas son suficientes para cargar con lo más importante.

La primera “instrucción” se derrumbó cuando pasamos por la zona industrial siete matas. “Destrucción total”, apunté en una libreta de notas. Los postes de la electricidad aparecen disformes, algunos agarrados al suelo; otros, a metros de distancia de su posición convencional. Por momentos, alegra saber que unos techitos de zinc o asbesto-cemento soportaron los latigazos del viento gracias a sacos de arena o a bloques de cemento que cargaban encima. También, por momentos (más frecuentes) destruye ver la luz del cielo limpio que alumbra el interior de muchas casas; o peor, no ver casas, solo montones de madera.

El entronque de San Luis, después San Juan, un puente que pasa por encima de Río seco, el macizo tabacalero de Pinar y unas cuantas calles nos adentran a la geografía más difícil, la de los cuentos de la madrugada en la que – nos dice el periodista Francisco Valdés Alonso – las calles se volvieron “trillitos” y sobre aquella angostura cayó todo el arroyo, entró a la casa y empapó unas cuantas esperanzas.

Esta es la cuarta taza de café de muchas de las que faltan por tomar todavía. Ricardo Ronquillo, el presidente de la Upec, normalmente no resiste ni el olor del grano, pero se ha tomado todo casi de un sorbo. A esta hora, ese café recién colado es su agradecimiento servido en una jarrita de peltre.

A la casa de Rachel Reyes Torres, periodista en Radio Guamá, entramos por la puerta trasera. Ella, su madre, el pequeño Hugo y unas gallinas del patio nos recibieron.

– Este techo se levantó con unas planchas de fibrocén que el vecino nos regaló, dice Rachel

– Vengan para que vean, nos llama la madre

Llegamos hasta el cuarto con placa que los salvó esa noche, cuando el poste de la electricidad cayó encima de la casa y cuando las ventanas de zinc rugieron como si fueran a salir volando.

Madeleine Álvarez, también de Radio Guamá, “nunca había sentido algo así”. Estuvo junto a su mamá, casi hasta las ocho de la mañana, dentro de un escaparate y hoy al contarnos todo lo que pasaron durante y después del huracán solo se le aguan los ojos por todos sus libros mojados y rotos.

El sol comenzó a aplacar su intensidad hace un rato, llega un olor a polvo húmedo como si lloviera cerca y de pronto recibo un mensaje: “Hola, soy Jorge. ¿Qué tal de viaje?”

A Jorge Daniel García – 19 años, diabético y asmático – le apunté el número de mi teléfono hace una hora. En El varón, donde vive junto con su mamá y sus dos hermanas, el huracán dejó una marca espinosa. Y él, futuro estudiante de periodismo, ha ayudado a contarla. Por eso, cada vez que llegábamos a una redacción en la ciudad de Pinar nos decían: “Vayan a ver a Jorge”.

Salir de Pinar vuelve a ser tan triste como cuando entramos. O más. Ahora las palabras se cruzan, se enredan con la dureza de las historias, se volatilizan. Solo quedan recuerdos…siempre tenues al lado de la realidad.

Foto de portada: Paradero de San Juan

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