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Breves lecciones de García Márquez

A la inmensidad de la obra garciamarquiana, confieso con vergüenza, llegué un poco tarde. Mucho había escuchado de ella. Incluso estudié alguno de sus textos en clases de Español-Literatura en el preuniversitario, pero no fue hasta la Universidad que comencé a leerla a cabalidad.

De adolescente, organizando el librero que mi tío Raúl me dejó en custodia –y al que a su colección de obras de Historia y de clásicos de la literatura cubana y universal sumé el más de un centenar de libros de aventuras que había acumulado hasta la fecha- encontré una gastada edición Huracán de Cien años de soledad. No pude pasar de sus primeras dos páginas.

Dos veces lo intenté, y en ambas ocasiones renuncié a la lectura en el mismo párrafo. No lograba avanzar. En mi cabeza, tal vez quinceañera, no cuajaba aquella imagen del hombre que ante un pelotón de fusilamiento rememoraba la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Luego, Cien años de soledad se me presentaría de nuevo en los primeros años de Universidad, cuando convaleciente en casa de una extirpación de amígdalas tropezara con él, entre los cientos de pdf resguardados en mi tablet.

Intenté saldar entonces la deuda adolescente, y en esta ocasión sus casi 300 páginas fluyeron en dos días. Lo leí dos veces esa misma semana, mientras me asediaban punzantes dolores de oído y la sensación de tener cuchillos desgarrándome la garganta cada vez que tragaba una comida ligera o me arriesgaba con sorbo de agua.

Del texto, Úrsula Iguarán, la matriarca de los Buendía, es mi personaje favorito. Ella me supone cierta conexión con la cordura, entre tanto Macondo siendo Macondo.

Igualmente, las dosis de cinismo desplegadas por Fernanda del Carpio en ciertos momentos de la novela me parecen muy disfrutables. La escena dibujada por García Márquez en que Remedios la bella asciende al cielo, y Fernanda refiere que siempre la recordará porque se llevó sus sábanas puestas al sol en la tendedera, condensa su carácter.

Foto: Vanity Fair.

En Cien años de soledad “el Gabo” retrata lo real maravilloso del continente. Su imaginación, fecunda con creces lo asombroso presente en la cotidianidad. Aquello que se nos escapa por ser parte del día a día, y que muchas veces se nos devuelve extraordinario desde la otredad de una mirada. Macondo es América Latina, y América Latina palpita en cada rincón imaginario de Macondo.

Esa facilidad garciamarquiana de fabular, tomando como base la cotidianidad o un segmento de ella, también está presente en obras como El coronel no tiene quien le escriba, Doce cuentos peregrinos, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada, La mala hora, Del amor y otros demonios o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada.

De esta última obra me queda de lección esa capacidad del escritor de encontrar en acciones y hechos que parecen triviales o pequeños, por ejemplo, la plenitud del ejercicio de la voluntad propia. Con Eréndira, y la carrera perenne que emprende tras verse librada de su abusiva abuela, así lo describe:

“Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia”.

Como periodista me atrevería a afirmar que muchos tenemos como horizonte contar desde la emoción, eso que lograra en piezas como Relatos de un náufrago este genio de las letras latinoamericanas que este 6 de marzo cumpliría 94 años de vida.

Imagen de portada: Cultura inquieta

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