FIEL DEL LENGUAJE

Fiel del lenguaje 43/ ¡A ver qué hacer con haber!

Cuidar el lenguaje es también un modo de salvar la cultura en que la nación tiene alma y escudo. Una actitud acrítica en ese frente equivale al abandono de una trinchera. Quizás el título haga que alguien recuerde con estupor escrituras erráticas, que habrá visto, sin excluir lindezas tipo “Aber que haser con aver”. Se dirá que semejantes extremos se dan solo en personas de casi nula instrucción, o irresponsables, y en las redes sociales. ¡Ojalá! Pero en ningún caso abreviaturas como xq en vez de porque se comparan con dislates e invenciones que hacen incomprensible la escritura.

Si no es verídica, es verosímil la anécdota de la dama que rechazó a un enamorado porque en una carta la llamó “mi corason”. Ignorancia o descuido, el pretendiente pagó su error. Merecen respeto bailarines y bailarinas que caminan en la calle poniendo sumo cuidado, y cantantes que hablan articulando y colocando la voz de modo que, los primeros, los pies les respondan bien cuando bailan en el escenario y, los segundos, el canto les salga como debe salirles. Para quien escribe responsablemente, la escritura equivale a los pies del bailarín y a la voz del cantante.

Pero si bailar y cantar en escenarios son actos de profesionales y de buenos aficionados —para estos se ha usado el vocablo francés amateurs (amadores), para expresar que aman lo que hacen—, hablar es una de las facultades que, sin discriminar ocupaciones, ubican en la cúspide de la evolución animal a los seres humanos, aunque estos no siempre muestren igual altura en el plano ético y en cualidades como la bondad. Nada debe hacerles olvidar que el lenguaje merece cuidarse para que cumpla bien sus funciones, no solo comunicar, que no es poco, sino también expresar valores, sentimientos, conducta, manera de ser.

Una colega reacciona ante la noticia sobre pacientes que, “por no ser camillables, se trasladan en gacelas”. Seguramente agradecerán ser gacelables, no camellables —¡el valor de una vocal!—, y la frase citada, que Góngora y Zumbado no desdeñarían, resulta más comprensible y orgánica que baños podálicos para la desinfección de la suela de los zapatos. Aparte de que no sustituye ningún vocablo orgánico —como aperturar, que usurpa el territorio de abrir—, según lo apreciado en la televisión camillable parece de origen ingenuo, no fruto de la “magia” que deja mal parados a profesionales. Súmese que camillable hace recordar el sugerente adjetivo acostable.

A un lector le sabe extraña la información de que ha habido personas multadas por incurrir en “desuso del nasobuco”. Los nexos lexicales que pudieran reunirse no borran que desuso concierne a una costumbre o práctica —un uso— que se ha perdido, que ha sido abandonada o pasó de moda. Polainas y miriñaques estarán en desuso; pero, con la pandemia, el nasobuco, que —salvo en procedimientos médicos y en otras latitudes—no se usaba, ha devenido cotidiano y es obligatorio. Al hablar aquí de procedimientos médicos no se añade “y estomatológicos”, para no validar el olvido de que un estomatólogo es también un médico.

Las multas aludidas se explican por el no uso del nasobuco, no por el desuso en que no está. Asimismo, si a pesar de los peligros que corra al no usar preservativo, hay quienes prescindan de él, no significa que este se halle en desuso. Que no usarlo no cueste multas lo explicará la falta de un sistema de vigilancia difícil de aplicar en esos casos.

A otro lector le disgusta el empleo de hortalicero para designar a quien en Cuba era usual llamar horticultor, no tanto hortelano, aunque del perro del hortelano habla un refrán célebre. El asidero del disgusto aludido no estriba en que hortalicero no figura en el Diccionario de la lengua española o, mejor dicho, de la Real Academia Española, institución que no llena todo el reino del idioma. Ya esta columna se ha referido a omisiones en dicho lexicón, comprensibles unas, deplorables otras.

La mayor razón de quien percibe en hortalicero un cierto sabor despectivo, pudieran explicarla prejuicios y efectos de la costumbre que contrastan con el linaje que se reconoce a los sinónimos mencionados. Acaso con más peso, vale asimismo considerar el parentesco sonoro con embustero, peladero, matadero, tumbadero y expresiones mucho menos elegantes, como meadero, para no ir a mayores. Ni hace falta hacerlo, estando al rojo vivo el rechazo a los coleros, que no son en general quienes hacen colas, sino quienes se valen de ellas para aprovecharse de las necesidades de la población.

Según indicios, quien se dedica a producir y comercializar vino se siente más complacido con vinicultor que con vinatero, y el columnista es testigo de un hecho: digan lo que digan los diccionarios, no falta quien se dedique al giro del vino y estime que vinatero se le debe aplicar a quien se ocupa del vinagre, aunque para eso está vinagrero. ¡Ah, el idioma!

Tales prejuicios tropiezan con oficios tan dignos como hojalatero, zapatero, peluquero, tabaquero y otros. Banquero se asocia con el éxito (y con manejos varios, a menudo sombríos). Pero no parece que choricero tenga igual prestigio, no solo acaso porque nada más nombraría parte del oficio del charcutero, sino también —sin soslayar el uso de chorizo como ratero— por lo que atañe a choricera, que no sería solo estrictamente el femenino de choricero, sino sinónimo de embrollo o enredo. Pasa otro tanto con la diferencia entre pelotero y pelotera, ¡y entre carretillero y carretillera!

En esos casos —pero no solo en ellos— intervienen hábitos y esquemas mentales que vienen del patriarcado. Esa trama ha provocado demoras y dificultades, que perduran, contrarias a nombres femeninos como ingeniera y médica. Por su parte, generala estuvo reservado para la esposa del general, porque las mujeres no tenían acceso a esa jerarquía, algo en lo que no se ha avanzado lo bastante, a pesar de que ya hay generalas: en Cuba, hasta ahora una sola, y estupenda, pero se le dice general. Se sabe que, con un saldo más calamitoso, realidad y prejuicios han hecho que hombre público sepa a elogio, mientras que mujer pública no ha tenido la misma suerte.

Algunos vocablos cargan con devaluaciones explicables: así padrastro, hijastro y sus variantes femeninas. La inercia continúa validándolos, pese al contenido amargo que arrastran en la literatura y en la vida. Saltan por encima de avisos que el propio lenguaje pone en evidencia, como camastro y poetastro, reservado este para el mal poeta.

Del rótulo padrastro hablan las acepciones que le reconoce el Diccionario de la Academia. Lo define como “Marido de la madre de una persona nacida de una unión anterior de aquella”, y como ¡“Mal padre”! Luego suma otros pavores: “Obstáculo, impedimento o inconveniente que estorba o hace daño en una materia” y “Pedazo pequeño de pellejo que se levanta de la carne inmediata a las uñas de las manos, y causa dolor y estorbo”. Y remata con un contenido que pudiera estimarse favorable, asociado a la dominación: “lugar alto que domina una plaza”.

En todo se deben aunar el empeño personal de superación y los aportes —básicos— de la enseñanza. Si, para citar solo dos de los incontables casos, en un programa televisual un funcionario de Educación conjuga erróneamente el verbo impersonal haber: “habrán aulas”, y un periódico informa que, en el “municipio de Ciego de Ávila, habían dos grupos de personas opinando respecto a si era o no prudente reiniciar el curso escolar”, sobran motivos para que las preocupaciones crezcan.

Si los errores terminan imponiendo la debacle que se observa —mero ejemplo— en lo tocante al verbo haber, aunque la sola frase “hay grandes problemas” debería bastar para entender las implicaciones de su carácter impersonal, ¿corresponderá a profesionales y voceros de Educación ser quienes más contribuyan a ello, o deben esmerarse en ser guardianes de los mejores usos? Sí, ¡a ver qué hacer con haber!

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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