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En sana distancia

Durante más de tres años fueron vecinos. Ambos vivían en un tercer piso; sus ventanas estaban una frente a la otra, aunque separadas por una pequeña calle que dividía en dos grandes cuerpos de apartamentos al edificio. Ambos eran divorciados y, muy ocasionalmente, se espiaban a través de las persianas. De vez en cuando recibían alguna que otra visita o se comunicaban por teléfono con alguna amistad de la juventud. De ahí que cuando se estableció la cuarentena producto de la pandemia del nuevo coronavirus, no les fuera tan estresante el distanciamiento social ―y físico― establecido por las autoridades sanitarias.

Ambos pertenecían al llamado “grupo de riesgo”: ella tenía sesenta años y era diabética; él, setenta e hipertenso.  Con excepción de las pesquisas de rutina que les hacían los estudiantes de medicina una vez por semana, y las breves salidas para comprar los productos de primera necesidad a riesgo de contraer el virus, no tuvieron otro contacto con persona alguna durante meses. No tenían móvil, mucho menos Internet y correo electrónico; ambos estaban anclados en el pasado siglo.

Un buen día, mejor dicho, una buena noche, la ciudad entera salió a los balcones y abrió las ventanas de par en par, para reconocer con su masivo aplauso la heroica tarea que libraban los médicos a favor de la vida de miles de infectados con el Covid-19. Ella y él, no fueron la excepción. Ambos abrieron sus respectivas ventanas a las nueve de la noche y aplaudieron durante varios minutos. Luego las volvieron a cerrar. Pero, a partir de aquella noche, siempre a las nueve, las volvieron a abrir para sumarse al aplauso que el pueblo les ofrecía a los trabajadores de la salud. En una ocasión, después de la ovación colectiva, ella le hizo un ademán de despedida con la mano, que él respondió con igual interés. Dos meses y medio después, justo a las nueve de la noche, todo el vecindario bajó a la calle a celebrar el triunfo de la ciencia sobre la pandemia y, contagiados por el júbilo del barrio, por primera vez, sus cuerpos se abrazaron.

Hoy día, la pandemia se recuerda como el umbral de una crisis civilizatoria, supuestamente, ya superada, en razón de una humanidad que aún no alcanza a sacar en claro todas sus enseñanzas y consecuencias… Salvo, nuestros dos sobrevivientes, que hasta entonces solitarios en sana distancia, ahora son pareja.[1]

 

[1] Moraleja: No hay mal que por bien no venga.

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Jorge R. Bermudez
Ensayista, poeta y crítico de arte.

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