LAS CARABINAS DE POCHO

El derecho de llorar

Ilustración: Aldo Cruces

Félix B. Caignet tenía ochenta años cuando le contó al periodista Orlando Castellanos cómo había surgido la letra de la canción “Te odio”, expresión de un conflicto que hoy nos parece típico del sentimentalismo latinoamericano. Él no era todavía Félix B. Caignet. Era un joven talentoso que dirigía la sección de un periódico santiaguero dedicada a reproducir reales o imaginarias cartas de amor. Se aficionó de tal modo a las de una romántica desconocida que, cuando sus envíos cesaron, se sintió traicionado por ella hasta el punto de sentir que la odiaba. Y no tuvo reparos en confesarlo. Pero, movido por un rapto de sinceridad incontrolable, se apresuró a añadir: “Y sin embargo…” Fue con esta adversativa con la que el conflicto adquirió de pronto proyección de futuro y dimensiones melodramáticas: “Te odio… y sin embargo te quiero”. ¿Se podía vivir con esa espina clavada en el corazón?

La respuesta la tenía el jactancioso galán de un soneto de  Agustín Acosta (“La cleptómana”)” musicalizado primero por Manuel Luna y después por Santiago Feliú. En pleno siglo veinte el soplo de la imaginación modernista seguía fluyendo acompañado de un torrente de imágenes que podían considerarse de intensidad 7 en la escala de Richter del picuísmo, de la cursilería. A ese kitsch letrado pertenecía el personaje femenino de Acosta,  que pese a no ser más que una simple aficionada a hurtar  baratijas, a robar adornitos (era “una cleptómana de bellas fruslerías”), había pretendido, sin embargo –¡otra vez la adversativa, aunque ahora cargada de un tono jactancioso!– lo imposible: “robarme el corazón”. ¡Robarle el corazón… a él, que tenía un corazón del tamaño del Capitolio!

Las secretas dimensiones del conflicto lo hacían parecer inconmensurable, pero con el tiempo se descubrió que todo cabía en los estrechos límites de una lágrima. El sorprendente hallazgo se debió a Hilarión Cabrisas, apoyado más tarde por José Angel Buesa. El primero (en “La lágrima infinita”)  se percató de que aquella lágrima suya que amenazaba con delatar su dolor –una lágrima ahora petrificada, convertida en perla—resultaba ser invisible a los ojos de su amada, porque “para verla hace falta tener alma/ ¡y tú no tienes alma para verla!”. Buesa, por su parte (“Poema del renunciamiento”) llegó a la sabia, dolorosa conclusión de que lo mejor era callar. Se abstendría de levantar sospechas sobre “el tormento infinito” que lo aquejaba; si de pronto una lágrima amenazaba con delatarlo, él sonreiría, le echaría la culpa al viento, se enjugaría la lágrima y seguiría adelante, decidido a impedir que ella lo descubriera (“¡Y jamás lo sabrás!”) No puede ser casual que Miguel Matamoros titulara “Lágrimas negras” sus secretos conflictos interiores, aquéllos que lo hacían “colmar de bendiciones” a la mujer a quien bien podía, por el contrario, “maldecir con justo encono”, porque era eso lo que se merecía la muy ingrata.

Hoy en día les damos a esas contradicciones una explicación sencilla. Aun antes de que Reynaldo González analizara críticamente el fenómeno, todos sabíamos que llorar puede llegar a ser un placer. Y sospechábamos que en composiciones como las citadas se esconde el núcleo dramático de lo que ahora llamamos culebrones. Sobre el terreno celosamente cultivado por Sigmund F. Caignet crece y se multiplica desde hace años un universo de sueños, simulaciones y traiciones que cada noche mantiene en vilo a millones de espectadores en todo el mundo. Sí, es un vicio. Sabemos que esas historias son mentira, pero mentiras salpicadas de lágrimas, es decir, mentiras  que despiertan en el espectador ciertas verdades que lo ayudan a vivir. (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).

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Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932), ensayista, crítico literario y editor. El autor de Cine, literatura y sociedad (1982); Alea, una retrospectiva crítica (1987); El libro en Cuba (1994); Las máscaras del tiempo (1995); Carpentier o la ética de la escritura (2006); Las trampas del oficio (2007) y Narrar la nación (2009). También de los guiones para los filmes Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y ha sido merecedor del Premio Nacional de Edición (2000) y del Premio Nacional de Literatura (2009).

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