COLUMNISTAS

Sobre la responsabilidad cubana en la representación y la difusión del legado martiano

En la mañana de este 27 de enero, víspera del aniversario 167 del nacimiento de José Martí, cuando ya estaban en marcha las celebraciones por ese hito feliz de la historia de Cuba, se oyó en la televisión a una voz prestigiosa decir “lavar con su sangre el crimen” en lugar de lo escrito por Martí en el poema correspondiente de Versos sencillos, como se aprecia en la edición original de ese libro y en todas las buenas reproducciones de su obra. Con el verso antes aludido —que se citó mal en la televisión— concluye el poema XXX, que en gran medida funciona como columna vertebral en lo que se ha estimado un recuento autobiográfico del autor, quien comienza el poema I declarando:

Yo soy un hombre sincero

De donde crece la palma,

Y antes de morirme quiero

Echar mis versos del alma.

Basado en experiencias del niño Martí en Caimito del Hánabana, el XXX recrea hechos de la esclavitud, lo que daría para una reflexión que no cabría en este breve artículo. Basta recordar el juramento que, al escribir años después Versos sencillos, el poeta afirma haberse hecho frente a aquellos hechos, concretamente la imagen de “un esclavo muerto,/ Colgado a un seibo del monte”:

Un niño lo vio: tembló

De pasión por los que gimen:

Y, al pie del muerto, juró

Lavar con su vida el crimen!

De haber escrito “con su sangre”, ya el juramento sería fuerte, pero tendría un alcance menor: lo coronaría la contingencia de la muerte en la lucha emancipadora. Por el contrario, “con su vida” —como escribió el autor— expresa la integridad de toda una existencia cumplida al servicio de la acción justiciera. Que la forma errática como se citó en la televisión haya estado presente en otros intentos de difundir el poema, no le resta peso al error. En todo caso, advierte sobre los cuidados que se deben tener en todo lo concerniente a la difusión de la obra de Martí, para quien cada palabra que usaba tenía el peso de sabiduría y realidad y el don de belleza que lo caracterizaron.

También este 27 de enero, pero en la noche, ocurrió que en el capítulo de la telenovela cubana le estaba reservado a Martí un espacio significativo. Y ello será de agradecer y aplaudir, siempre que se haga bien. A juicio de quien escribe, no fue ese el caso, o, al menos, no lo fue del todo. Valdría hacer una valoración pormenorizada y seria para determinar si la escena del aula en que el maestro muestra fervor martiano y afán por trasmitirlo a su alumnado resultó tan lograda como seguramente los realizadores se propusieron que fuera.

Déjese ahora a un lado la disquisición —aunque no sería ocioso acometerla— sobre si se rebasaron los niveles de superficialidad con que a menudo se intenta “humanizar” a Martí, olvidando hechos tan elementales como que él fue ejemplo mayor de humanidad y puede ayudarnos a nosotros a ser mejores seres humanos. No se insista de momento en repudiar la mezquindad con que a veces se intenta hallarle a toda costa defectos para hacerlo “creíble”. Pásese por alto la ligereza con que un estudiante se ufana, como si fuera un triunfo suyo, sosteniendo que Martí fue un mujeriego, lo que a menudo se hace desde el prejuicio o lugar común de que supuestamente esa es una característica que define o debe definir al varón cubano que se precie de serlo.

Para otro posible análisis déjese todo lo que tal vez pudiera tildarse de subjetivo, y tómese apenas uno de los datos que el maestro empleó en la clase, intentando contagiar al alumnado con su veneración por Martí. A menos que esté en crisis el oído de quien esto escribe, el maestro dijo que Martí fue cónsul a la vez de dos repúblicas sudamericanas. De haberlo sido solamente de dos, de una incluso, el hecho sería relevante; pero Martí llegó a ser cónsul simultáneamente, en Nueva York, de tres países: Argentina, Uruguay y Paraguay.

¿Se habrá querido dar la idea de que incluso nuestros más entusiastas y consagrados maestros tienen serias lagunas en su preparación? De ser así, cabría concluir que el propósito se logró. Pero nada sugiere que tal fue la finalidad de la escena. Y es necesario recordar que un programa televisual llega a incontables personas de distintas edades, y que —sin la debida contrapartida crítica, difícil de establecer dentro de un mismo capítulo de telenovela: salvo, digamos, que en ese caso un alumno hubiera rectificado al profesor—, una pifia difundida por tan influyente medio puede sembrar confusiones lamentables en la población.

Ojalá fuera la última vez que eso ocurre, pero lo seguro es que no se trata de la primera. Hace algunos años el autor de este artículo escribió otro para deplorar que, no en un programa fictivo, sino en una clase de Historia de Cuba dentro de un curso trasmitido por la televisión, el profesor había afirmado que el Diablo Cojuelo del artículo de fondo, escrito por Martí, de la publicación estudiantil de 1869 a la que aquel personaje da título, era España. El periodiquito habanero, y el personaje homónimo, deben su nombre al diablo cojo que en la novela —de igual título que aquella publicación— del autor español Luis Vélez de Guevara, saca a pasear por España a un estudiante para que vea la decadencia y la corrupción de aquel país. Mientras que en La Habana el diablillo servirá para mostrar a los escolares cubanos los males impuestos aquí por la carcomida metrópoli.

En la misma medida en que, tratándose de Martí, se está ante un legado cultural, político, histórico y literario, cognoscitivo, ¡y ético!, de la mayor grandeza, cuanto se haga para representarlo y difundirlo ha de basarse en el mayor rigor, la mayor seriedad, los mayores cuidados. Eso debe saberlo cada uno de los profesionales que participen en tan importante labor, como colectivamente deben tenerlo por norma las instituciones y los organismos encargados de cuidar la calidad de lo que se haga.

Una de las máximas cardinales debidas a Ernesto Guevara, y que no parece que en la práctica diaria se honre cuanto ella merece y a la población le urge que se cumpla, “La calidad es el respeto al pueblo”, no resulta más importante aplicada a refrescos, zapatos y otros objetos que cuando se trata del legado cultural de la nación y de la humanidad. Y si se trata en particular del tesoro legado por Martí, la aplicación de aquella máxima es vital.

No va el articulista a repetir lo que en estos días ha escrito sobre (o contra) la errada tendencia a pretender que Martí fue un ser humano común, un hombre más, cuando no un hombre cualquiera. Tampoco insistirá en lo relativo a las ganancias que ha cosechado la academia estadounidense al divulgar la falsedad de que la historia es mero simulacro, cuando no un simple relato o una sucesión de máscaras, y que nada ni nadie se debe considerar merecedor de respeto irrestricto. Ni siquiera se retomará en este artículo lo relativo al peligro, letal, de no poner freno a la grosería, el desorden y la incivilidad, males que prosperan y tienen cómplices variopintos. Que estos sean voluntarios o inconscientes termina por ser irrelevante para los hechos y sus resultados.

Pero, aunque no se quiera insistir en nada de eso, lo pertinente no es olvidarlo, desentenderse de las falsificaciones ocultas —o flagrantes— en criterios y actitudes de tal índole. Si para algo servirían tan torcidos conceptos y comportamientos —o ya dan pasos para servir, en las sombras y aun fuera de ellas—, sería para facilitarles la tarea a quienes desde fuera, con peones internos, se proponen vulnerar los cimientos de la patria cubana y sus caminos justicieros.

Esos caminos se trazaron y se afianzaron en la herencia forjada por Martí, y revivida por la vanguardia revolucionaria que en el año del centenario del Apóstol decidió impedir que su legado muriera sepultado en el cieno de la República neocolonial, aunque una herencia como la suya no hay fuerza que la mate, ni la borre. Aquella decisión salvadora no se agotó en 1953: continúa y continuará siendo fuerza rectora para la inmensa mayoría del pueblo cubano.

Nada de esa historia debe tomarse a la ligera, ni dejarse en manos de la desidia y la irresponsabilidad. En la lealtad a esa historia le va a Cuba su vida como nación, mientras que a sus enemigos les convendría que ella olvidara la seriedad y la pasión con que necesita defenderla y cuidarla. Abominables hechos recientes lo confirman, y evidencian, una vez más, hasta qué niveles de inmundicia llega la actitud antinacional y antipatriótica de los cómplices de un imperio empecinado en castigar a Cuba por su decisión de mantener la independencia, la libertad, la soberanía y la senda justiciera que logró con el triunfo de la Revolución en enero de 1959. Gracias a ella pudo zafarse de la dominación que el imperialismo estadounidense le había impuesto en 1898, y quisiera volver a imponerle. No renuncia a ello.

En esa lucha Cuba tiene de su lado —se nutre de ellas y con ellas se fortalece— las lecciones de Martí. Por tanto, no es casual que el imperio y sus lacayos intenten devaluarlas, ensombrecerlas con actos detestables. Ni es casual que la inmensa mayoría del pueblo cubano las abrace como escudo vital, y necesite cuidarlas contra todo tratamiento irrespetuoso, por muy inocuo que pudiera parecer. No, Cuba no permitirá que le ultrajen a su Apóstol, cuya significación nadie ni nada podrá menguar.

(Publicado originalmente en La Jiribilla)

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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