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¿Para quiénes escribió José Martí La Edad de Oro?

A muchísimas personas la pregunta les parecerá retórica, y con razón. Es sabido que José Martí echó sobre sus hombros esa revista para contribuir a formar a las nuevas hornadas de hijos e hijas de nuestra América. Lo declaró más de una vez en la misma publicación, y fuera de ella. Al anunciar su aparición, escribió: “Cada día primero de mes se publicará en Nueva York un número de La Edad de Oro, con artículos completos y propios, y compuesto de manera que responda a las necesidades especiales de los países de lengua española en América, y contribuya todo en cada número directa y agradablemente a la instrucción ordenada y útil de nuestros niños y niñas, sin traducciones vanas de trabajos escritos para niños de carácter y de países diversos”.

En general, concebía sus textos como si fueran libros dentro de una obra mayor, la suya, y con esa visión intuía que la revista podría convertirse, y mostró desear que así fuera, en libro perdurable: “La empresa de La Edad de Oro desea poner en las manos del niño de América un libro que lo ocupe y regocije, le enseñe sin fatiga, le cuente en resumen pintoresco lo pasado y lo contemporáneo, le estimule a emplear por igual sus facultades mentales y físicas, a amar el sentimiento más que lo sentimental, a reemplazar la poesía enfermiza y retórica que está aún en boga, con aquella otra sana y útil que nace del conocimiento del mundo; a estudiar de preferencia las leyes, agentes e historia de la tierra donde ha de trabajar por la gloria de su nombre y las necesidades del sustento”.

En sus palabras se advierte claramente que la revista no está pensada para Nueva York, aunque podía desear que fuera útil también allí, donde se redactaría y se imprimiría por razones prácticas, comenzando por el hecho de que en esa urbe residían él y el editor propietario de la publicación. Sobre la circulación que desea para el mensuario expresa: “Los números se venderán sueltos en las agencias del periódico, y en las principales librerías de cada país, a 25 centavos”, y añade: “Se reciben pedidos por semestre en la administración, New York, William Street 77, acompañados de su importe, para facilitar la adquisición del número a los que residan en lugares donde no haya librerías, o en cuyas librerías no esté de venta La Edad de Oro”.

Las citas provienen de la circular preparada por el propio Martí para abrirle el camino a la revista en el público al cual quería hacerla llegar. El texto lo empleó Gonzalo de Quesada Aróstegui en el preámbulo de la primera reproducción de la revista, lo que se hizo con los cuatro números juntos, a manera de libro: el volumen que en 1905 logró editar en Turín, Italia, como parte de la serie pionera —gestada por el propio Quesada Aróstegui— de obras de Martí, un paso hacia las que devendrían ediciones de las Obras completas del Maestro.

En la nota introductoria a la primera entrega, correspondiente a julio de 1889, escribió Martí: “Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras: y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; para que cuando el niño vea una piedra de color sepa por qué tiene colores la piedra, y qué quiere decir cada color; para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos”. También declara: “Así queremos que los niños de América sean: hombres que digan lo que piensan, y lo digan bien. Hombres elocuentes y sinceros”.

En su carta del 3 de agosto de 1889 a Manuel Mercado se lee: “El abono se puede traer de otras partes; pero el cultivo se ha de hacer conforme al suelo. A nuestros niños los hemos de criar para hombres de su tiempo, y hombres de América.—Si no hubiera tenido a mis ojos esta dignidad, yo no habría entrado en esta empresa”. No será necesario puntualizar —pero puntualícese, por si lo fuera— que en esas citas, y en otras, cuando Martí habla de América se refiere en especial no solo a la de habla española, sino a la que él llamó “nuestra”, para diferenciarla de la otra, ajena y sede del mayor peligro que se cernía sobre nuestros pueblos, y que tenía él en mente cuando se encargó de la revista y se avecinaba la conferencia internacional que marcó el nacimiento del panamericanismo imperialista.

En sus cartas a Mercado —quien tantas veces lo auxilió en la realización y el camino de sus publicaciones: basta citar el libro Guatemala (impreso en México en 1878), y las crónicas para el diario mexicano El Partido Liberal— enfatiza el ruego de que la revista encuentre en México buenas vías para su distribución. Pero va más allá en sus planes, y antes ha expresado su deseo de “atraer la atención del público y de 1os gobiernos sobre una empresa en que he consentido entrar, porque, mientras me llega la hora de morir en otra mayor, como deseo ardientemente, en esta puedo al menos, a la vez que ayudar al sustento con decoro, poner de manera que sea durable y útil todo lo que a pura sangre me ha ido madurando en el alma”.

Su referencia a “los gobiernos” corrobora que su afán no se reducía a México. Aunque no se hallaran otras pruebas textuales de su amplia perspectiva latinoamericanista —que plasmó en el mensuario y en tantas otras páginas— su insistencia en el público para el cual la publicación estaba pensada autoriza a considerar que le gestionó vías necesarias para garantizar que se cumpliese lo anunciado en la circular, donde se refiere a “las principales librerías de cada país”, no de uno solo de ellos.

De eso hay evidencia concreta. También incluyó a su patria, núcleo de sus preocupaciones, en el afán de que el mensuario —que Enrique José Varona y otros saludaron de distintos modos en La Habana— se conociera no solo en la capital de Cuba, aunque la realidad colonial no favoreciera su deseo. El 27 de julio de 1889 le escribe al compatriota Amador Esteva, quien reside en Guantánamo, y le explica: “[Le he] ofrecido al editor de La Edad de Oro buscarle, por medio de Vd., un buen agente en Guantánamo”. Pero el ser humano de intensa actividad que en medio de su sentido de urgencia subía las escaleras saltando peldaños, ya había puesto en marcha el plan, y le daba vida: “Vd. debe haber recibido la circular, porque yo se la mandé y ahora recibirá el primer número. Dígame si he salido airoso, y si he dado con la manera de hablar con la gente menor”.

Lejos de atenerse a consultas y sugerencias, adelanta instrucciones: “Lo que le ruego, pues, es que recoja Vd. del correo ese paquete de 20 ejemplares del primer número que le va certificado, y lo ponga en manos, con la carta adjunta, de aquella persona que por oficio o por afición pudiese servir en su concepto con más eficacia a La Edad de Oro”. No será exagerado considerar que Martí buscaba una especie de red cubana para la distribución del mensuario, el cual —también le dice a Esteva— “no debe caer mal en Guantánamo, a juzgar por dos cartas recibidas de allí en respuesta a la circular”. A todas luces, la revista se hacía sentir lejos. Ni remotamente se limitaría a Nueva York.

Sí, con sobrada razón vale cuestionarse la pertinencia de la pregunta con que se titula el presente artículo, y no demora el autor la explicación de por qué se la ha hecho: alguien, como si revelara una gran verdad, ha diagnosticado que Martí escribió La Edad de Oro para los hijos de la burguesía —¿latinoamericana?— establecida en Nueva York.

Nada se debe descuidar, sobre todo tratándose de un legado como el de Martí, contra el cual las tergiversaciones pueden alcanzar grados que permitan compararlas con la profanación. No se habla de intenciones: hasta las mejores pueden pavimentar los vericuetos de la infamia, máxime cuando ciertos logros de la academia estadounidense han servido para propalar el criterio que la historia es mero relato, no más que un simulacro, y que —religiones aparte, si acaso— nada ni nadie hay ni ha habido sagrado. Por tanto, nada merece respeto ni está libre de que se le dediquen falsificaciones e insultos. Y si Martí puede pertenecernos a todos no es para que cualquiera diga lo que le venga en gana o se permita hacer sobre él afirmaciones infundadas.

Nada de lo aquí dicho —valga precisarlo en previsión de sabios abogados del diablo— niega que los padres y las madres del público infantil y adolescente al que se destinaba La Edad de Oro podía corresponderles, tanto como a maestros y maestras, una particular función intermediaria entre la revista y su público. Pero está probado que también en ese público ella sigue produciendo disfrute, veneración incluso. Y Martí lo consiguió sin ceder a la ñoñería con que otros autores han creído necesario dirigirse a la infancia. Con ello ratificó el respeto que sentía hacia quienes lo leían —o escuchaban—, además de que no por gusto los textos del mensuario suelen citarse junto a otros suyos en estudios de gran alcance acerca de su pensamiento y su obra literaria.

¿Será necesario añadir que Martí era consciente de que, en sus circunstancias, la generalidad del público al cual quería dirigirse, y se dirigía, estaba lejos de contar con recursos para adquirir libros y revistas, y de haber tenido el acceso que él deseaba que todos los seres humanos tuvieran a la cultura? Tan consciente era de esa realidad que en su prólogo al libro Cuentos de hoy y de mañana, de 1883, del también cubano Rafael de Castro Palomino, escribió: “De todos los problemas que pasan hoy por capitales, solo lo es uno: y de tan tremendo modo que todo tiempo y celo fueran pocos para conjurarlo: la ignorancia de las clases que tienen de su lado la justicia”.

Al año siguiente, en el artículo “Maestros ambulantes”, sostuvo que era necesario “abrir una campaña de ternura y de ciencia, y crear para ella un cuerpo, que no existe, de maestros misioneros”, porque, añadió: “La escuela ambulante es la única que puede remediar la ignorancia campesina”, y no solo esa, cabría añadir. No es fortuito que el artículo se considere anunciador de la Campaña de Alfabetización que Cuba libró dentro de su territorio y ha favorecido en otros pueblos. Tampoco es casual que una máxima central del texto, “Ser culto es el único modo de ser libre”, diera pábulo al lema cardinal de esa Campaña, que tanta luz le aportó a Cuba: “Ser cultos para ser libres”, lema que, dicho sea de paso, abrevia el original, pero no solamente no lo supera, lo empobrece.

El propio Martí fue consciente de lo nutridora que para el público resultaba La Edad de Oro. En la citada carta a Mercado reconoció: “Veo por acá que ha caído en los corazones desde la aparición de la circular. Los que esperaban, con la excusable malignidad del hombre, verme por esta tentativa infantil, por debajo de lo que lo que se creían obligados a ver en mí, han venido a decirme, con su sorpresa más que con sus palabras, que se puede publicar un periódico de niños sin caer de la majestad a que ha de procurar alzarse todo hombre”.

De ese asombro fue testigo y entusiasta vocero Manuel Gutiérrez Nájera. Aún la revista se publicaba cuando la comparó con la aurora, con “el trabajo del alba: despertar”. Hay que amarrarse las manos para no extenderse en los aciertos del relevante poeta mexicano, quien, entre otras cosas, sostuvo: “¡Así quisiéramos los hombres que nos enseñaran muchas cosas que no sabemos! ¡Así me ha enseñado La Edad de Oro mucho que ignoraba! ¡Porque en todo hombre hay un niño que pregunta y a todo hombre habla La Edad de Oro, como a niño y por eso le enseña!”, porque lo hace con el don de la poesía y de la sinceridad: “no parece que escribe para los muchachos, como si temiera que los muchachos no supiesen leer aún. Parece que se los sube a las rodillas y que allí les habla”.

Nada de Martí se debe tratar a la ligera, como de modo irresponsable se le puede a algún chistoso, lo que se dice sin olvidar que los chistes no siempre sean intrascendentes. No valen afirmaciones infundadas para valorar un legado que sigue y seguirá siendo cimiento de la patria y su ética, de la nación y su cultura, y una de las contribuciones que más hayan enriquecido el espíritu de la humanidad, no solo en la patria natal del hombre de La Edad de Oro.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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