Ante nuestros ojos, las pequeñas deidades en terracota, los vestidos bordados en dobladillo de ojo, los abrigos de lana pura, las máscaras de obsidiana, turquesa, concha y coral, los calendarios de plata con incrustaciones de nácar, las estatuillas de barro, los pendientes de filigrana, los brazaletes de auténticos metales, los cofres de losa florida, sueños de vidrio soplado, los sarapes de colores y, sobre todo, las palabras. El vendedor nos anuncia todas las maravillas de su tienda, en especial el recuento de las costumbres de los antiguos habitantes de la ciudad de Teotihuacan, cómo hacían papel con la piel de la hoja de nopal, cómo del corazón de la planta extraían el líquido con que fabricaban sus bebidas, cómo preparaban sus platillos preferidos, cuán lejos llegaron en la observación de los astros, en el conocimiento de la naturaleza; quiénes los gobernaban y cuánto creían en las aguas, el viento, las iluminaciones, los vivos y los muertos.
Una vereda de tierra, entre los numerosos tianguis que ofrecen artesanías prodigiosas y leyendas, conduce a la Calzada de los Muertos. Atravesándola, con el asombro de quien irrumpe en un sitio sagrado, llegamos a la pirámide del Sol. Los escalones de piedra son un camino a las nubes. En el ascenso van levitando, poco a poco, el cuerpo y el alma. Habitan allí el tiempo y el silencio. Un punto mínimo de la cumbre concentra la luz, la energía, todo el astro que nos cuida cálidamente, que nos espiga. La pirámide llega lejos, y a sus pies, como enigma dormido, permanece Teotihuacán, la ciudad abandonada, de palacios y templos sobre cerros “hechos a mano” —los del Sol, la Luna y la serpiente emplumada Quetzalcóatl—; la ciudad de plazas, casas de amplios y numerosos aposentos y avenidas; la ciudad habitada en su momento de mayor esplendor, por más de 125 000 o 250 000 almas; bulliciosa y colorida, quizás como ninguna otra del mundo de entonces.
Teotihuacan vivió desde el año 200 antes de Cristo, floreció y murió hasta alrededor de los años 700 a 750 después de Cristo. Abarcaba, como en un abrazo portentoso, unos 20 kilómetros cuadrados, donde agricultores, ceramistas y comerciantes hacían las riquezas y le conferían el poderío que se extendió por Mesoamérica. Dicen las narraciones que fue saqueada, quemada y destruida, y no se conoce aún si todos sus males le llegaron desde dentro o si fue derrotada por un pueblo extraño más poderoso.
Hoy el polvo nubla la vista y uno medita la vejez de esas partículas hechas de cataclismos: muros derribados, paredes deshechas, huesos carcomidos. En este lugar milenario susurran los ancestros al oído de los fervientes adoradores de su propia estirpe, con el rumor de los manantiales de otra época, abundantes y límpidos. Dicen que una multitud de blanco espera aquí la primavera entre rezos y ceremonias. Ahora lo que llega es una marea de niños y jóvenes que van, a cada peldaño, escalando su pasado y su historia, acercándose al México ancestral que toca el cielo, a la sabiduría honda de los viejos, a la tradición de sus pueblos, a su grandeza. Lo hacen como reconociéndose, como escuchando la lengua de ayer y afirmándose en el mito que hace de una obra de los hombres, una ciudad de dioses. (Crónica originalmente publicada en Juventud Rebelde, 2005).
Imagen de portada: Ilustración de Isis de Lázaro.

