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COLUMNISTAS

Cementerio ¿Santa Ifigenia?: dudas y conjeturas

En el Velasco holguinero de su infancia el articulista oía hablar del Cementerio Santa Efigenia, y con ese nombre se acostumbró a identificarlo. Claramente cree recordarlo dicho así incluso por algunos de sus maestros de la escuela primaria, todos bien instruidos y exponentes de distintas religiones cristianas.

Después se percató de que inconscientemente seguía llamando de esa manera a la célebre necrópolis, aunque su nombre oficial era (es) Santa Ifigenia; pero confiesa que nunca ha comprendido bien por qué lo es. Erigida en una Cuba donde —al menos oficialmente— predominaba el catolicismo, ¿lo natural no habría sido que su denominación fuese Santa Efigenia?

Hasta donde sabe quien esto escribe, Efigenia es, en español, el nombre de la santa católica a la que rinde tributo dicha necrópolis. El nombre Ifigenia remite a la tradición griega, que prosperó siglos antes de que apareciera en el mundo el cristianismo. De ella viene, por ejemplo, Ifigenia en Áulide, tragedia de Eurípides, y por ese camino ha llegado a lo largo del tiempo, hasta hoy —como previsiblemente seguirá ocurriendo—, la presencia de Ifigenia en recreaciones dramáticas y en el nombre de festivales de teatro.

Antes de seguir, quede claro que esta nota procura tratar el tema con todo el respeto que demanda y merece. Y también que hay intenciones que ni de lejos tiene ni desea tener, empezando por las tres siguientes: una, hacer afirmaciones categóricas sobre un asunto que requiere indagar; otra, aventurarse a proponer —seguramente a estas alturas sería un afán inútil— que se modifique el nombre del insigne cementerio; la final, recorrer su historia, lo que se percibe tentador, pero exigiría espacio y empeño mucho mayores que este artículo.

Si el rechazo a la primera de tales intenciones recorre cuanto aquí se diga, en relación con la segunda y la tercera cabría apuntar algunos elementos particulares. Gracias a la gestión hecha por un buen amigo —el destacado neurocirujano y prolífico investigador Ricardo Hodelín Tablada, santiaguero—, el articulista comprobó algo que sospechaba desde mucho antes de disponerse a escribir el texto: el actual pórtico de la necrópolis, en el que se lee “Cementerio Sta. Ifigenia”, todavía no estaba construido cuando ella se inauguró en febrero de 1868.

Cualquiera que haya sido la fecha en que se colocó allí ese nombre, habría que pensar a qué se debió que no fuera Santa Efigenia. ¿Sería por interferencias culturales, fruto acaso de un “cultismo” helenizante que asomó en la construcción del pórtico y en el entorno? Eso remitiría a ciertos “cultismos” que, de tan fallidos, hablan más bien de ignorancia, como la impertinente conversión de estadio en estadío, que el autor ha tratado en más de un texto, por lo cual no volverá aquí sobre ella.

Ahora bien, sea cuando haya sido que se optó por el nombre vigente, oficial, del cementerio, ¿nadie se preguntó por qué Ifigenia y no Efigenia? ¿Siempre se le llamó del primer modo, o hubo en ello vacilaciones durante el tiempo que medió entre la fundación del cementerio y la edificación del pórtico? ¿Será que la sustitución de Efigenia por Ifigenia se detectó cuando ya el nombre había “pegado” desde antes quizás de su pétrea fijación en la entrada, y no se estimó aconsejable ni práctico hacer una rectificación que, mientras no se pruebe lo contrario, tendría sentido?

Tratándose de una necrópolis erigida en un contexto signado por el catolicismo, vale preguntarse: ¿no hubo ni siquiera un sacerdote atento —conocedor, huelga decirlo, del santoral católico— que reaccionara antes de que se consumase lo que parece que valdría considerar quizás una imprecisión?

En los extremos de las conjeturas, y en un entorno marcado por la picaresca y la jocosidad, salta una duda: lo de Ifigenia en lugar de Efigenia ¿habrá sido una exitosa broma atea o anticatólica, anticlerical al menos, enmascarada de amor por la cultura griega y por el sabor clásico? Semejante posibilidad suena desmesurada, descartable, y hasta se dirá que traída por los pelos; pero le va al tema, al menos por el proverbio según el cual hay de todo en las viñas del señor. Y en ese todo caben maravillas y horrores, no solo errores.

Lo que va dicho o sugerido bastaría para una investigación que aquí ni se pretende esbozar. Al autor no le disgustaría acometerla, y por lo visto hasta podría decirse que la ha iniciado sin darse cuenta; pero no está en sus planes, y aún menos cuando el nada santo Chikungunya se le ha atravesado en el camino. Por el momento, además de lo que apuntó sobre su infancia, recuerda la conversación en que hace años le comentó a Roberto Fernández Retamar su duda relativa al nombre del cementerio.

Su eminente interlocutor reaccionó como si no se hubiera percatado del hecho —lo que es difícil de creer en quien sobresalía por una extraordinaria conjunción de fértil curiosidad intelectual e información vastísima—, y le dio una respuesta ingeniosa y culta, propia de él: “¿Será por Ifigenia cruel?”, y ambos rieron. La gracia de la respuesta vale por sí misma, y es innecesario apuntar que Fernández Retamar sabía holgadamente que la necrópolis es muy anterior al poema dramático donde el gran mexicano Alfonso Reyes recreó el mito griego.

Claro, sin menospreciar lo que podría decirse del peso de la reiteración oral, cada quien se llama oficialmente según su nombre esté inscrito en el registro civil. Si no logra que se haga a tiempo el cambio legal necesario en su inscripción, sobre todo en documentos oficiales cargará con Obiardo o con Jozefa, aunque su nombre “correcto” sea Oviardo o Josefa, respectivamente. El nombre del gran pintor cubano Lam es Wifredo, el que le (im)pusieron al nacer o al ser inscrito, no Wilfredo, como se dice a menudo.

La célebre necrópolis aquí recordada, con más de siglo y medio de existencia, y que guarda un inmenso tesoro histórico y afectivo de la patria —en 1937 se declaró monumento nacional, condición renovada en 1979—, difícilmente deje ya de llamarse Santa Ifigenia para llevar el nombre católico que sería más natural en esa institución, y en nuestro idioma: Santa Efigenia. Esa es la santa a la que por lo menos en el ámbito hispanohablante —y dentro de él en Cuba— le rinden homenaje quién sabe cuánta Efigenia y cuánto Efigenio, aunque lo ignoren.

Con razón la bien informada Susana Carreras Gómez, profesora de Literatura y Lenguas Clásicas —y guardiana del buen decir—, reaccionó como lo hizo por estos días en Facebook al oír que alguien, asimismo bien informado supuestamente, mencionó dos veces “el Cementerio Santa Efigenia [sic]” en una comparecencia televisual.

Nada de lo hasta aquí escrito intenta, sin embargo, menospreciar la importancia de las rectificaciones aconsejables o necesarias. Entre otras de interés con las que está en deuda la nación, las hay relacionadas con la obra de José Martí, cuyos restos ocupan un lugar irradiante en el tesoro que reposa en aquella necrópolis, adonde fueron llevados el 26 de mayo de 1895, cuando aún no existía —o no estaba terminado— el pórtico que la identifica. El 29 de junio de 1951 se ubicaron en el mausoleo donde se encuentran desde entonces.

Una de las rectificaciones aludidas concierne a una placa de mármol fijada en el exterior del Museo de la Ciudad de La Habana. Donde Martí caracterizó a Giuseppe Garibaldi como un “corazón vasto y ardiente”, vasto quedó convertido en basto: no inmenso, sino grosero. Sin quizás ser el único que lo ha hecho, varias veces y por vías pertinentes —incluyendo más de un texto público—, el articulista ha procurado que se haga la debida rectificación; pero la errata, ¡ay!, sigue viviendo.

Cuando el autor avanzaba en sus amagos de disquisición acerca del nombre del cementerio, topó con algo que lo paralizó momentáneamente: una página web donde la santa católica es nombrada Ifigenia. Para seguir la pista, y obviando los albures de las muy “creativas” erratas, vale preguntarse: ¿será muestra de una mera eventualidad de índole cultural y lingüística donde, como ha ocurrido tantas veces, las interferencias hicieron lo suyo?

Los términos y las vacilaciones presentes en esa página sugieren que en ella se asumió Ifigenia bajo la égida de la herencia griega, que tanto ha influido en el mundo, particularmente en las parcelas llamadas occidentales, por sí sola o como base del acervo grecolatino. ¿Algo similar habrá ocurrido con el bautizo de la necrópolis santiaguera? Viene de paso a la memoria el  hecho de que la presencia del latín en la liturgia católica era particularmente fuerte entonces.

Seguramente hay mucho más aún por ver, y el articulista —que asume el riesgo de ser reiterativo para decir, una vez más, que no ha intentado decir ninguna última palabra— sabe que nada parece bastante para aplacar las dudas. Pero de ellas pueden surgir muchas certezas, junto con otras interrogaciones estimulantes. Eso explica hechos como la autoridad ganada en el mundo del saber por el filósofo francés René Descartes con su metódica y luminosa combinación de pensar y dudar inteligentemente, acciones que suelen entretejerse para dar buenos frutos.

Imagen de portada: Cementerio Santa Ifigenia. Foto: Miguel Rubiera Justiz/ACN.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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