Los cubanos no podemos aceptar la celebración de los acontecimientos del 26 de Julio como un rito patriótico que nos toca por la libreta de los racionamientos históricos.
Lo anterior puede reiterarse con mayor razón hoy. La actual realidad de Cuba, en el contexto provocador de este mundo, no está para formalidades, mucho menos para aceptarlas para hechos de la significación de aquel amanecer, en que la vanguardia revolucionaria de una generación de jóvenes, con Fidel Castro al frente, se propuso no dejar morir al Apóstol en el año de su centenario.
Ante una de las encrucijadas más delicadas de nuestra historia, precisa sopesarse que ha sido en la adversidad donde se puso a prueba siempre la agudeza de nuestros liderazgos, compensada con la grandeza moral del pueblo cubano.
De alguna manera las rebeliones en este país, incluyendo la de aquella mañana de la Santa Ana, además de contra los desmanes y la injusticia de otros, debieron levantarse contra nosotros mismos, cuando no fuimos capaces, por causas diversas, de garantizar el éxito y su perdurabilidad.
Así ocurrió en la llamada Guerra Grande, o en la Chiquita, contra el colonialismo español, y en otros cruciales contextos políticos, en que la casualidad, la causalidad, la imprevisión, o la combinación de factores diversos nos condujeron a reveses o nos ubicaron en desventaja o situaciones muy complejas.
Precisa remarcar que cuando prevalecen la grandeza y la dignidad de los cubanos es posible derrotar hasta a la derrota. Eso fue lo que hizo posible el milagro que Fidel, el líder de aquel movimiento, llamó convertir los reveses en victorias.
El mismo Fidel enfatizó siempre en el peso de nuestros aciertos políticos, o de los errores, en el éxito o el fracaso de la Revolución, a la que siempre veía como una continuidad de la que se había iniciado el 10 de octubre de 1868 en el ingenio La Demajagua. Para el líder parte de la capacidad rectificativa y regenerativa de la propia Revolución dependía de que siempre la consideráramos, además de falible, inconclusa.
De esa certeza provendría su duro aldabonazo del 17 de noviembre, a los 60 años de su ingreso a la Universidad, cuando alertó que las amenazas principales para la derrota de la Revolución nunca provendrían de fuerzas extrañas, sino de las flatulencias que, si no éramos vigilantes, podrían engendrarse de ella misma.
Solo una clara conciencia de esa posibilidad puede evitar que, como advirtió, y también sufrió uno de los más destacados líderes de los jacobinos franceses
—Jorge Jacobo Danton—, la revolución, como Saturno, acabe devorando a sus propios hijos. Porque la historia demuestra que las revoluciones no solo pueden terminar devorando a sus hijos, sino que, no pocas veces, terminan devorándose a sí mismas.
No son pocos los desafíos para completar la obra de libertad, prosperidad y justicia que llevó a aquellos jóvenes a intentar tomar por asalto aquellas fortalezas militares orientales.
La Revolución en el poder, en otro momento del desarrollo, de la búsqueda de la soberanía, la independencia y la justicia social, y bajo distintas circunstancias y presupuestos, podría volver a tener, en parte del Programa del Moncada, una salida para la situación de crisis combinada —arreciada por el bloqueo yanqui— que enfrentamos en el siglo XXI.
Pensemos sino en el problema de la tierra, o en el de la industrialización, o en los cientos que parasitariamente no acceden al empleo, pese a ser una garantía básica de justicia en Cuba, o en el de la vivienda, o en la reforma de la educación para formar en los valores de ciencia y conciencia requeridos, o hasta la salud pública, conquista tremenda también de la Revolución resentida por la crisis material y de valores.
Lo anterior no sería hoy la solución de todos los diversos y complejos problemas acumulados, pero muy bien podría ser el principio de otras muchas soluciones y bendiciones materiales y espirituales en deuda. Esta es otra rebelión que como revolucionarios cubanos del siglo XXI nos debemos
Riesgo y Revolución
Hoy podemos insistir también que no es precisamente en «Facilitonia», el paraíso de las cosas fáciles, creación imaginativa del narrador español Pedro Pablo Sacristán, donde se hacen y existen las revoluciones.
No se levantan los pueblos contra la opresión y la ignominia, y las mantienen a distancia prudente, desde una gran «cámara» donde todos pueden dormir plácidamente, sin el espoleo incesante, no pocas veces aguijoneante y perverso, de las preocupaciones y las dificultades.
El líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro, lo precisó con honestidad, como primer deber del revolucionario, en uno de los días más triunfales de nuestra historia. Lo hizo el 8 de enero de 1959 cuando la Caravana de la Libertad concluyó su entrada victoriosa a La Habana: No nos engañamos creyendo que en lo adelante todo será fácil; quizá en lo adelante todo sea más difícil…
Si bien lo fue desde siempre, desde que una voluntad general de cambio conmocionó algún punto planetario, es exactamente el del «riesgo» el reino verdadero de las revoluciones, mucho más en el siglo XXI signado por un mundo tan injusto, como desequilibrado, enigmático y complejo.
Quizá el punto de fusión máximo de una revolución ocurre cuando la rebeldía, la inteligencia y el arresto superan a la prudencia.
Sin ese punto social de ebullición no hubiéramos tenido un 10 de Octubre en la historia cubana, ni un 24 de Febrero. Tampoco una decorosa generación martiana, ávida de moralidad y de justicia, hubiese considerado asaltables los muros de fortalezas batistianas el 26 de Julio de 1953.
Fue precisamente Raúl Castro, entre los principales líderes de aquella generación, quien, al referirse a las cosechas históricas de la epopeya, destaca el surgimiento de una nueva dirección y de una nueva organización que repudiaba el «quietismo» y el reformismo.
El «quietismo» no es santo predilecto del reino de la revolución, sino de la involución. Detenerse es estancarse, y lo que resulta peor, retroceder. No por mera casualidad, Fidel, el Comandante en Jefe de los inquietos de este mundo, comenzó su concepto de Revolución definiéndola como sentido del momento histórico: cambiar todo lo que debe ser cambiado…
En la Cuba sometida no solo al bloqueo económico, sino a una guerra mezquina e implacable, como describió el intelectual Miguel Barnet en un Consejo Nacional de la Uneac, solo podrían sentirse plácidos o tranquilos los acomodados que nunca faltan, o los oportunistas que a río revuelto aprendieron a «pescar» en las aguas turbias de la escasez.
Cambios certeros y profundos son un imperativo de los tiempos, que deben afrontarse con decisión y valentía, porque lo inadmisible sería la parálisis.
Esto último es a lo que aspiran los enemigos jurados del socialismo cubano. Lo admiten incluso con desvergüenza en las redes del odio y la manipulación en que convirtieron las llamadas plataformas sociales en red. Como amanuenses del imperio se sentirían felices de ver a su Patria, primero quebrada, y luego diluida en la más aviesa sumisión.
Como tanto se subraya en la economía está el desafío principal, a enfrentar con medidas audaces, ajustadas a nuestro modelo económico y social, y sin dejarnos paralizar por los riesgos.
Estos últimos son más visibles en la medida que se acrecienta la relación con actores económicos externos, o la interrelación entre diversas formas de propiedad, se acentúa la diferenciación social o se difuminan los crecientes contornos de la corrupción, por mencionar solo algunos peligros. Lo anterior es atenuable, por ejemplo, con eficaces controles, incluyendo especialmente el popular, y la atención diferenciada y sensible a los sectores, familias y personas socialmente más empobrecidas.
Como ha subrayado el Presidente Díaz-Canel los problemas, las carencias y dificultades muy severas que se acumulan urge encararlas revolucionando la Revolución.
Nos lo debemos, de verdad, en la antesala de este sensible 26 de julio. En rebelión ahora contra todo lo que entorpezca el bienestar, tan merecido como esperado, de los cubanos.
Nada está escrito sobre piedra
Los políticos y las políticas cubanas son mucho más que esa caricatura de enclaustramiento, ortodoxia y atrincheramiento que los promotores internos y externos del cambio de régimen y sus voceros trasnacionales venden a los cuatro vientos.
Es que, asentado sobre enormes dimensiones espirituales, el socialismo verdadero, el cambio del hombre por el amor y la fe, el hombre y la sociedad nuevas como podría definirse a partir de la concepción del Che Guevara, solo podrá vencer frente a sus oponentes ideológicos sobre una eterna refundación de sus utopías, en contraste irreconciliable con el pragmatismo rudimentario, el utilitarismo y el individualismo que la modernidad siembra a diestra y siniestra, en franco desafío a los más hermosos valores humanistas de la civilización.
Para caminar, para que nada corte las alas a los ángeles que resguardan la auténtica fe —esa que se escabulle entre tantas emergencias y cercos cotidianos—, ni entorpezca el vuelo hacia ese horizonte siempre corriéndose del que habló Eduardo Galeano, el socialismo cubano debe aplicarse a la idea de que los únicos que pueden ser eternos son los ideales, y para ello no puede olvidarse que cada dogma tiene su día.
Fidel, cuyo concepto de cambio preside las actuales transformaciones estructurales, fue muy claro al reconocer que el desmerengamiento del llamado socialismo real fue provocado por los errores en la concepción y conducción de esos modelos, entre ellos la ortodoxia y el dogmatismo, incluso en la interpretación de la espiritualidad de sus pueblos y del más profundo sentido de la naturaleza y la libertad humanas.
Esa es la razón por la que no podemos perder de vista la puja actual entre las corrientes que apuestan a la evolución del modelo socialista y las que empujan o hacen fuerza en su contra, las cuales se hacen muy visibles hasta en la superficie de los más importantes análisis públicos del país. Lo ha reconocido el Primer Ministro Manuel Marrero Cruz al lamentar que «hay una fuerza que nos mantiene atados y que no nos permite avanzar».
La referencia, realizada con respecto a las denominadas empresas «transitarias», dedicadas a la recepción y distribución de paquetería, puede aplicarse a otros ámbitos sociales y políticos, con la subsiguiente secuela de molestias y el agravamiento de sensibles problemas que funcionan a favor del bloqueo económico, la inestabilidad social, la falta de confianza institucional o la desvalorización del modelo socialista.
En el mismo encuentro para dar seguimiento a los problemas con las transitarias, el Premier orientó también derribar las causas que impiden llevar a feliz término los proyectos de inversiones del país, básicos para impulsar la prosperidad añorada.
Marrero insistió en lo ineludible de una transformación en este aspecto esencial para nuestro desarrollo, a cuyo apellido: «total», no se le dio, hasta el presente, esa connotación, a contrapelo del cambio radical en la visión política y de los renovados instrumentos jurídicos que la respaldan.
Es muy evidente, salta muy claramente del discurso político y de las numerosas decisiones que se adoptan, incluyendo las que dan forma legal e institucional a la nueva Constitución de la República, que en Cuba —como bien recalcó un importante dirigente político a propósito de otros cambios ineludibles—, «nada está escrito sobre piedra».
Pero una cosa es que nada esté escrito sobre piedras y otra muy distinta que no faltan muchas de estas interpuestas en el camino, provocándonos tremendos tropezones. El asunto está en cómo sacarlas del medio para que no rompan los tacones del cambio.
Ni el 26 de Julio fue el asalto definitivo de la historia cubana ni los muros de las fortalezas militares Moncada y Carlos Manuel de Céspedes son los únicos a sobrepasar. Merece reiterarse que la lección mayor de dichos acontecimientos es que serían los primeros de muchos asaltos pendientes en la historia nacional. (Actualizado de artículos publicados en el diario Juventud Rebelde)
(Caricatura del santiaguero Román Emilio Pérez López, Chicho).

