Paulina Rodríguez nunca pudo olvidarse de sus ojos. Lo conoció por esas lomas de Guantánamo que miraron subir y bajar tantos secretos y supieron de muchas anécdotas despeñadas en el más hondo farallón de la memoria. “Ellos trajeron la patria en bote”, comentó la mujer mucho tiempo después, cuando las historias que había vivido como cuento infantil se habían convertido en la más alta Historia del país.
La niña se dio cuenta en seguida de que todo el mundo hablaba de sus ojos. Y todo el mundo lo miraba, de manera que se armó allá arriba una silenciosa guerra de ojos. Él llevaba las de perder, porque si bien era un rotundo mirador de cosas, eran muchas más las pupilas que tenía que cargar a sus espaldas.
Nunca se habían cruzado tantos ojos por aquellos parajes baracoesos que ni el mismísimo Dios se había atrevido a mirar de frente o a pisar de veras.
Entonces Paulina vio qué le veían: un hombre fino comiendo cucurucho de coco, gozando el azúcar de la miel, soplando en un plato rústico un humeante chopo de malanga que él mismo había ayudado a pelar, talando los árboles con el hacha incansable de sus preguntas.
Otros vieron más. Con la proa de los ojos le observaron el intento de machacar un poco de café, aunque no era bueno en eso: el gran entendedor no se entendía a las claras con el pilón tallado de algún árbol jíbaro de la zona.
Los más audaces, los más mirones, le vieron escapar rumbo a la poza del río Jojó, donde se bañó en cueros bajo un cielo que nunca lució tan limpio como desde las pupilas del hombre que custodiaba el futuro con el doble filo de un par de ojos.
Manuel
No se confía a cualquiera el bien mayor que se tiene. Como todo testamento, la carta comenzó a gestarse mucho antes, aun cuando no tenía letras: inició un día de febrero de 1875 en que el joven Martí bajó del tren de Veracruz, en Ciudad de México, y en la estación de Buenavista le esperaba su padre junto al hombre, un tal Manuel, que compartía el luto marcado en la manga del saco de Don Mariano por la muerte de Ana, la hermana queridísima del recién llegado. Allí nació la confianza para escribirse abrazos.
La carta inconclusa, escrita la noche del sábado 18 de mayo de 1895, no solo resume y rezuma un patrimonio político que todavía nos enriquece como nación; también sintetiza 20 años de amistad ejemplar expresada en al menos 141 misivas enviadas por el cubano infinito a Manuel Mercado, un mexicano en cuya virtud personal halló Martí alma rara y valiosa como la suya.
No fue casual que a la hora de plasmar en concisa profundidad su pensamiento, cercana una muerte de filiación hispana que acechaba a Dos Ríos como a todos los campamentos mambises, Martí optara por escribirle a Manuel. La manera en que siempre le saludó en sus esquelas retratan la identidad trazada por el Apóstol: hermano queridísimo, mi hermano mejor, mi hermano silencioso… solía llamarle, y alguna vez llegó a decirle “mi hermano muy querido, el más querido”.
Las cartas avivaron los fuegos de un afecto que venció las pruebas de larga separación, cuando Martí dejó México, hasta el breve reencuentro físico en 1894. La distancia no haría mella en sus afectos: una vez le confió al fraterno mexicano: “… usted tiene derecho a saber todo lo mío…” y en jornadas amargas no vaciló en contarle al amigo acerca de esa “rosa de fuego” que le quemaba sin pausa el costado izquierdo.
Encontrada en un bolsillo de la chaqueta de Martí cuando en Dos Ríos los soldados españoles registraron su cadáver, la misiva del 18 de mayo de 1895 corrió destino diferente al resto de las enviadas a Mercado, que fueron atesoradas por este y luego por sus hijos hasta que en 1946 uno de ellos, Alfonso, diera a conocer las 129 que serían publicadas por la Universidad Nacional Autónoma de México. La inconclusa había visto la luz primero porque el capitán español Enrique Ubieta, que se hizo de ella tras la caída del Apóstol, la publicó en el periódico El Fígaro en 1909.

La carta tiene vida propia como para inspirar muchas otras. Es fácil imaginar a Martí, bajo molestísima plaga de mosquitos, aguzando sus ojos, lastimados en las canteras de la infancia, para guiar camino al papel, entre pobrísima luz, las palabras que marcarían la senda de una nación. Nunca se escribió tanto en la manigua: durante aquellos días lluviosos solía verse al Delegado sentado en su hamaca anotando ideas mientras varios escribientes mambises reproducían por indicación suya órdenes, instrucciones, documentos…
Las marchas severas a pie y a caballo entre espinas, alturas y matojales a lo largo de casi 400 kilómetros le habían irritado la vieja dolencia inguinal e hicieron muy dolorosos sus últimos días, pero aun así nadie le escuchó quejarse y tuvo fuerzas para escribir y cargar. En su última misiva a Mercado se ocupó de dejar asentada tal voluntad: inmediatamente después del saludo y la plasmación de las ternuras y de exponer su disposición para con el deber, acotó que tenía ánimos con que realizarlo.
“Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso… ”, afirmó en la que quizás sea la más condensada autobiografía de un hombre que amó la vida (“Esto es muerte o vida, y no cabe errar”), que se declaró apto para desaparecer porque sabía que ya su pensamiento era perdurable, pero que no dejó de escribir el mejor verbo en futuro: “haré”.
La carta es todo Martí: independentista, antimperialista, antianexionista, latinoamericanista, antirracista… Igual que el Maestro, ella ubica la independencia de Cuba como valladar contra las ambiciones de Estados Unidos sobre Nuestra América y denuncia la bajeza política de una España dispuesta a ceder la Isla al naciente imperio antes que devolverla a sus hijos verdaderos. Como Martí, la misiva es bella incluso en sus modos de nombrar las cosas graves.
¿Cuánto más hubiera plasmado si no hubiese llegado al campamento el General Bartolomé Masó, con 300 jinetes cansados, y Martí detuviera su escritura? ¿Cuál sería su cierre si el gran manzanillero hubiese arribado tan solo una hora más tarde, o dos…? Nadie lo sabe, mas no por eso creo inconclusa la escritura.
Es cierto que aguijonean las preguntas. Luego de hablarle al amigo sobre Cuba, España, Estados Unidos, sobre Nuestra América y sus peligros, José Martí se dispone a abrirse más: “Y ahora, puesto delante lo de interés público, le hablaré de mí…”. Escribe un párrafo inusualmente corto y esta frase final: “Hay afectos de tan delicada honestidad, ”. ¡Inmensa la carta que acaba con una coma!
Pese a lo concluyente que fue, a la carta le apareció desde temprano un apellido: inconclusa, pero a veces los contenidos desmienten la apariencia de las cosas: una carta de amigo que termine nombrando honestidad, ¿estará realmente inconclusa tan solo porque no llegó a la despedida? ¿Quién está seguro de que la misiva no llegó a su destinatario y quién dice que el diálogo se detuvo?
Este epistolario es un puente de afectos que no ha cesado de enlazar a dos hombres especiales. Ellos son dos ríos invencibles, con más caudal que el Cauto y el Contramaestre juntos y de nuevo, vísperas de un gran combate, vuelven a conversar. Cada sábado, cada mayo 18, en algún sitio de las cumbres de esta América martiana José le ratifica a Manuel: “Ya estoy todos los días…”.
Un trago de almardiente
Después de quitarle esa vida pocamente suya, plenamente nuestra, le despojaron de su sortija de hierro, de su revólver y su reloj, del cinto y las polainas, de zapatos y papeles.
Y Ximénez de Sandoval, muy masón y caballero, no fue menos saqueador: raptó, cual a una mulata “carlosenriquezca”, la cinta azul que Clemencia, la hija de Gómez, había enviado al amigo de su padre, al soldado de su patria.
Ximénez de Sandoval secuestró de un plumazo el cortaplumas y encañonó en casa española la escarapela que antes había animado los días gloriosos de Carlos Manuel de Céspedes.
Ximénez de Sandoval subastó en hispanos afectos varios objetos sagrados para los cubanos: regaló el reloj de martianas horas al ministro de Guerra y dio aquel revólver, nacido para disparar por Cuba, a Martínez Campos, el Capitán General encargado nada menos que de encarcelarla.
Irrita todavía pensar cómo ataron a rudo caballo el cadáver más venerable, cómo lo enterraron por primera vez, en tierra, casi desnudo, con un soldado español encima quitando la paz a su marcha y cómo lo pusieron más tarde en rústica caja de ocho tristes pesos con tiras de lata.
Hiere verlo irse de esta tierra que pintó con su rojo interior —el más intenso— rodeado de enemigos amables y no de los amigos, firmes y hasta fieros, cuyo filo agudo él levantara, pero nada taja con dolor mayor que pensar en cómo gastaron los 500 pesos oro americano que había reunido cual versos en los bolsillos de Cuba; aquellos billetes que jamás tocaba aunque llamara el clarín de la mesa y clamara incluso la familia desecha.
Cuando uno recuerda que ese dinero nadamente suyo, todamente nuestro, se usó luego en Remanganaguas para comprar tabaco y aguardiente con que animar a una tropa de vergonzosa euforia, siente enormes ganas de beber a vaso lleno su propia almardiente, buscar al bisoño Ángel de la Guardia y darle una orden que sin duda le sería conocida:
―¡Sígame usted, joven…!
El sol de cara al Apóstol
En julio del año 1896 Máximo Gómez, el General en Jefe del Ejército Libertador, pasó por allí y no precisó ordenar nada porque sus oficiales y soldados simplemente le copiaron el gesto: más mudo de lo habitual, El Viejo bajó de la cabalgadura y recogió unas cuantas piedras del río Contramaestre que colocó en torno a la cruz que marcaba el lugar. Le acompañaban Calixto García y Fermín Valdés Domínguez.
Un mes después, Gómez y Calixto repitieron la visita. La ofrenda de los mambises creció hasta formar un túmulo cuyas piedras se convirtieron en los más firmes centinelas del lugar: cuando en 1913 se inauguró el obelisco, ellas quedaron fundidas en su base, en un punto de Dos Ríos que encarna el amanecer de la nación.
Llena de hechos y supuestos, de amores y rumores, de voces y silencios, la Historia supera cualquier película. La marca que permitió a Gómez rendir su tributo era una cruz de caguairán que Enrique Loynaz del Castillo —comisionado por Salvador Cisneros Betancourt en octubre de 1895 para ubicar el sitio exacto de la caída de Martí— había enterrado a partir de las revelaciones del patriota José Rosalío Pacheco, cuya esposa Emilia Sánchez habría recogido del campo de batalla, aún fresca, sangre del Delegado que depositó en una botella y enterró.
Loynaz del Castillo sacaría esa botella y enterraría otra con un acta que hacía constar el cumplimiento de su misión. La cruz, hecha con el palo más duro de Cuba, según se entiende desde entonces, se erigió enseguida en especie de kilómetro cero para los homenajes en la Isla.
Pensar en aquellos días es, por fuerza, un acto cinematográfico: las imágenes no se pueden detener en la cabeza de un patriota. Así vemos que, al conocer la noticia, al mismísimo Máximo Gómez la táctica militar se le fue a los talones y trató él solo de rescatar el cadáver, en acto temerario que contradijo los manuales y puso en peligro su propia vida. No estuvimos tan lejos de sufrir también su caída.
Vemos también a tiradores cubanos hostigando la caravana, superior en efectivos y en medios, en que militares hispanos llevaban el cuerpo sin vida del que nunca va a morir. Y el hostigador más terco era Quintín Bandera, el general negrísimo a quien solo unos días de conocer a Martí le bastaron para nombrarle Apóstol de la Independencia. Bravo, casi sin juicio, Quintín era la Bandera peleando esa asta moral que le habían derribado.
Es cierto, un siglo y tanto después, Baconao no está quieto ni en los libros, pero nadie dude de que Martí lo rebasaba en bríos porque para pelear tenía el aliento de la patria y unos cuantos amuletos afectivos. José Maceo, el león que cabalgaba en Oriente con grados de General, le había regalado el caballo, sin duda el más mencionado de Cuba, pero el Delegado llevaba otros pertrechos.
Martí tenía la escarapela mambisa, una insignia que se dice perteneció antes a Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria del cual su pluma dejó una semblanza no superada todavía. Cerca portaba otra adarga poderosa: la fotografía de María Mantilla, la niña queridísima a quien no dejó de escribir ni en sus rústicos aposentos de campaña.
Llevaba la carta inconclusa más concluida del mundo, dirigida, con el nombre de un amigo, a un continente filial desde los hilos de México.
El peleador tenía otros resguardos patrióticos: la cinta azul de seda que le había obsequiado Clemencia, esa hija de Gómez que, junto con Manana, había cosido las mochilas que su padre y Martí usarían en la guerra. La cinta tenía, al decir de la propia muchacha “… el fuego de tantos pensamientos y uno de los colores de la bandera”, pero en Dos Ríos el gran erguido le agregó como escudo el irrepetible rojo de su sangre y, como estrella, su vida plena de luz.
Miremos el vestuario: quien vistió de negro por larguísimos años de su vida murió peleando con blanco pantalón. El inicio de esa guerra podría ser el primer paso en el cese del luto que la patria le inspirara. El alzamiento le iluminaba la estampa y de llegar más lejos en la manigua es muy probable que la tropa le hubiese visto como un igual, con toda la ropa clara del mambí.
Martí sabía que era un acorazado que no podía caer: llevaba en Dos Ríos el anillo de hierro hecho de los grilletes del presidio con el nombre de Cuba, la novia de la que la muerte no ha podido separarlo.
Tales pertrechos explican el ambiente mágico y solemne del obelisco de Dos Ríos donde, muy lejos de la costa, la gente común percibe brisas marinas y un silencio tan grande que parece llanto. No obstante, cuando se aguzan los oídos se escuchan los aceros inconfundibles de la Historia.
Vayamos allí un mayo de cualquier año para escuchar, disparo a disparo, cómo el periodista José Martí vacía el revólver con cachas de nácar que le había regalado Panchito Gómez Toro. Peleemos al lado del poeta, como nuevos ángeles de la guardia, para ver otra vez cómo pasado el mediodía, cuando el sol acabe de cruzar la mitad del cielo de Dos Ríos, un hombre más grande que el (otro) astro le da su cara sin encandilarse. Así de alta era la última mirada de Martí.
Jaime
Dicen que, ya septuagenario, cuando incluso una pierna había abandonado su camino, Jaime solía sentarse en un taburete a contarles a los nietos la intensa anécdota de su vida, aquella de sus 14 años, cuando de manera inocente tuvo contacto con el hecho luctuoso más grande de la Historia de Cuba: la muerte de José Martí.
El año 1895 andaba por mayo y el muchacho vivía en el mismo caserío oriental de Remanganaguas donde había nacido. En medio de una desolación sin horizonte ayudaba a uno de sus tíos a vender comida y bebidas en un puestecito irónicamente llamado La Dichosa.
Aquellos fueron los días menos dichosos del mundo, pero seguramente le llevó tiempo comprenderlo. El lunes 20 la llovizna trajo una gran caballería hispana y él corrió a verla, junto a una bandada de vejigos de su tamaño, sin sospechar que la tarde anterior, poco después de la una, esos mismos hombres que llegaban le habían cortado un pedazo a la esperanza.
Tras su mostrador escuchó el alarde —una mancha moral fundada solo en la ambición— de un práctico cuyo nombre merece olvidarse que afirmó haber matado al ángel de los mambises. De la cabeza del niño no escapó jamás aquel mal cubano al cual tuvo que servir anís con alcohol para que celebrara la presunta hazaña. El hombre bebía y vociferaba eufórico. Jaime había perdido, sin conocerlo en vida ni leer sus cuentos, a su amigo de La Edad de Oro.
Corrió tras los soldados. En el cementerio cavaron una fosa y enterraron dos cadáveres. Martí abajo y, encima, un sargento español. Cuatro piedras en cruz marcaron el lugar. Oculto, el niño lo vio todo; estuvo a unos pasos del cuerpo que Quintín — el negro Bandera roja, azul y blanca, franja y estrella con el escudo— no pudo rescatar tras mil intentos. ¿Quién fuera mambí en ese momento?, diría quizás el niño.
El día 23 fue aún más duro. Los españoles encargaron el ataúd al viejo Pedro Ferrán y este pidió ayuda al aprendiz: Jaime seleccionó los tablones y buscó clavos, cera y dos serruchos. En la tarde, espantado, asistió a la exhumación del cuerpo. Como en un mapa de operaciones militares, observó esas heridas mortales que cambiaron para siempre todos los futuros que vendrían desde ahí. Aún marcan las cicatrices de nuestro espíritu.
El médico sacó las vísceras y las echó en una fosa. Es difícil concebirlo: ¿cómo cupo aquel hombre de maneras preciosas y gestos infinitos en tres tablones de cedro? ¿Cómo una caja tosca de ocho pesos fue cabalgadura para el que poco antes, en Dos Ríos, había caído del brioso Baconao? ¿Será acaso por eso que, inquieto, el cadáver ardilla —que subiría las escaleras al Cielo con el mismo apremio con que tragaba los escalones a su oficina de Front Street, en Nueva York— anduvo por otras cuatro inhumaciones y exhumaciones hasta que levantó, en junio de 1951, campamento fijo en el mausoleo santiaguero de Santa Ifigenia?
Tal vez buscando respuestas a preguntas semejantes, par de años después Jaime Sánchez Sánchez dejó Remanganaguas y se sumó al Ejército Libertador en un punto entre el río -¡siempre hay un río!- Las Biajacas y el pueblito de Maffo. Nadie puede recuperarse de vivencia como la suya. Nadie puede. ¡Nadie!
Ya mambí, seguramente en las pausas de la batalla tenía que contar cosas y es muy probable que pocos le creyeran. No sería para menos: ¿cuántos cubanos podían decir que habían visto en directo el corazón de su Isla?
María
Esa tarde aprovechó el impulso del caballo Baconao y subió a galope con rumbo al cielo con la idea de hallarla. Pese a que el nombre sugiriera lo contrario, dejó plantado abajo nada menos que a un Ángel de la Guard(i)a que ya no le serviría, porque él se aprestaba a un combate demasiado personal.

Cuentan que sin sacudirse el polvo de Dios Ríos preguntó cómo se llegaba hasta ella y, tras no pocas confusiones, algún alma dadivosa le indicó el sendero entre nubes que llevaba hasta la vestida de sol, la llena de gracia, la digna de estatuas y de oraciones.
―Yo busco a María —susurraba discreto, casi disculpándose.
―¡Claro, la Virgen…! —decían en seguida y él, con modestia soberbia, respondía que sí pero no, no era esa la suya…
―Mi María es tan bella, y tan santa, como aquella, mas es otra —arengaba a la sombra de un ala divina el poeta, subido en un rayo de luz que servía de improvisada tribuna en la que ya le llovían aplausos a su discurso.
Abajo en la tierra, entre dos hilos de agua, retumbaba todavía un babélico diálogo de metales en disputa, pero ya él no lo escuchaba porque era solo miradas. A esa hora, el Apóstol caído tenía la misión de impedir que esta vez ella se le escapara, viva de amor, de la muerte.
Para hallarla, ese domingo 19 de mayo el Maestro de todas las ternuras era más ojos que nunca, centrado como estaba en vivir en el Cielo su oportunidad imposible con la Niña de Guatemala.
Ilustración de portada: José Alberto Rodríguez Avila (Avilarte).
Sobrecogedora belleza y honduras de esta proverbial crónica. Gracias Milanes por tu mirada a la historia.